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domingo, 28 de abril de 2013

JOSÉ ANTONIO BALBONTÍN [9768]


José Antonio Balbontín en 1935

José Antonio Balbontín
José Antonio Balbontín Gutiérrez (Madrid, 8 de octubre de 1893 – Madrid, 7 de febrero de 1977), abogado, político y escritor español.

Hijo de Adolfo Balbontin González, abogado de inquebrantables convicciones católicas, letrado del Consejo de Estado y Magistrado del Tribunal Supremo. Su familia heredó un próspero negocio de anisados en Sevilla. Este será el motivo por el que mantendrá una especial relación con la ciudad. Su padre fue uno de los principales impulsores junto con el cardenal Marcelo Spínola del monumento que erigió a la Inmaculada, en la Plaza del Triunfo de Sevilla, en 1918.
Estudia en Madrid el bachillerato y Derecho en la Universidad Central. En 1917 ingresa en el Grupo de Estudiantes Socialistas donde se dedicó, con preferencia, a las lecturas de tendencia anarquista. Una vez que finalizó sus estudios de Derecho se dedicaría a defender a los marginados sociales y a los que estaban perseguidos por sus ideas políticas, por eso luchó con todas sus fuerzas contra la dictadura de Primo.
En 1930 se afilia al Partido Radical Socialista de Marcelino Domingo, llegando a presidir la agrupación de Madrid, pero tras el congreso de mayo de 1931, una vez proclamada la Segunda República Española, lo abandona por discrepancias con la política de colaboración con el gobierno. Fundó, con algunos amigos, el Partido Social Revolucionario que tenía por principal misión la expropiación forzosa, sin indemnización, de los latifundios de origen señorial para entregárselos a los sindicatos. Ese mismo año 1931 obtiene el acta de diputado por Sevilla, formando parte en la misma candidatura, Ramón Franco y Blas Infante y con el apoyo decidido de una parte de los anarquistas sevillanos encabezada por Pedro Vallina.
Durante las Cortes Constituyentes formó un grupo que se hicieron notar por su política gubernamental: los jabalíes. Su aislamiento parlamentario y su espíritu revolucionario le inclina en marzo de 1933 a que el Partido Social Revolucionario, que él representa y la Izquierda Revolucionaria y Antiimperialista de César Falcón, ingresen en el minoritario Partido Comunista de España, convirtiéndose así en el primer representante comunista en las Cortes.
En las elecciones a Cortes de 1933, no obtuvo plaza, al ser derrotada la candidatura comunista en la circunscripción de Sevilla, y en la primavera de 1934 pierde su fe en la eficacia de los métodos comunistas.
Tras el estallido de la guerra civil española, abandona las filas del partido de Izquierda Republicana, donde apenas había tenido ocasión de actuar, y vuelve a ingresar en el Partido Comunista que lo recibe sin ninguna dificultad ostensible. Entra a trabajar en el órgano comunista Mundo Obrero, y La Tierra.
Más tarde fue nombrado Magistrado de la Sala Tercera de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo de España con sede en Valencia.
Durante este período, participa en juicios en los que se aplicó la pena de muerte, sobre todo a militares que apoyaban la sublevación. Pascual Marzal (Magistratura y República. El Tribunal Supremo 1931-1939) afirma que "los expedientes de depuración de los magistrados que quedaron en España, lo describen como un magistrado dispuesto siempre a denegar los indultos para aplicar la pena de muerte a los militares que desertaban o realizaban actos de sabotaje".
Con la guerra perdida, se exilia en Cardiff, ciudad de Gales, y aquí se encuentra con su mujer, la militante comunista María Muñoz Cenzano, con la que se había casado en 1926 y que estaba en casa de un hermano suyo que ejercía de cónsul. Después, el matrimonio se traslada a Londres, donde más tarde rompe de nuevo con el Partido Comunista.
Después se formó en Londres una Comisión Coordinadora de la Junta Española de Liberación, que quedó organizada en noviembre de 1944, bajo la presidencia del socialista Luis Araquistáin y secretario Balbontín.
Definitivamente Balbontín regresa a España a finales de 1970 donde siguió colaborando en la revista Índice y en los periódicos ABC y Ya, además de otras publicaciones. Pero le sorprende la muerte el 9 de febrero de 1977, a los pocos días de haber sido atropellado por un coche

Obras

Poesía

Albores, 1910
De la tierruca, 1912
La tierra de la esperanza, 1917
Inquietudes, 1923
Romancero del Pueblo, 1930
Por el amor de España y de su Idea. México, 1956.

Teatro

¡Aquí manda Narváez!, Teatro de la Latina, 25 de junio de 1935.
La Canción de Riego. Teatro Chueca, 24 de abril de 1936.
El cuartel de la Montaña. Teatro Español, 15 de septiembre de 1936
El Frente de Extremadura, Teatro Maravillas, 1936.
Pionera, Teatro Maravillas, 1937.

Novela y ensayo
Una pedrada a la Virgen. 1932
El problema de la tierra en España y el mundo. Buenos Aires. 1952
La España de mi experiencia. 1952
Las Novelas Ejemplares de Miguel de Cervantes. México, 1963.
¿Dónde está la verdad? 1967
A la búsqueda del Dios perdido. 1969.
Reflexiones sobre la no violencia. 1973.
Jesús y los Rollos del Mar Muerto. 1986.


José Antonio Balbontín,
poeta y político comunista

Por José María García de Tuñón Aza



«Puede ser un heterodoxo, un revolucionario, un desengañado de la sociedad actual; ni entro ni salgo en estas descalificaciones que, por otro parte, no hacen al caso tratándose de una obra de arte, de un libro de versos. Lo que desde luego afirmo es que este hombre que tiene afán de Dios, amor a la humanidad y horror de la injusticia, sembrará el bien, en todos sus pasos, a lo largo del camino de la vida. A este hombre le duele el dolor de la humanidad y su reino no es de este mundo. Escuchadle con emoción: es un poeta», escribió el poeta Eduardo Marquina en el prólogo a un libro de José Antonio Balbontín, que nació en Madrid el 8 de octubre de 1893 en el seno de una familia católica. Pero confieso que la primera vez que mi mente fijó su nombre fue cuando hace años en el número 129 de la revista Historia 16, publicado en enero de 1987, leía una carta que llevaba por título José Antonio, Azaña y Balbontín, firmada por Ernesto Sánchez García-Ascaso, que decía conservar un escrito del parlamentario comunista en el que, entre otras cosas, expresaba:

«Fui un buen amigo de José Antonio Primo de Rivera. Él quería una reforma agraria mucho más radical que la mía, pero es claro que nadie le hizo caso. Discutí largamente con él –especialmente en la Sala de Togas de abogados de Madrid– sobre democracia, aristocracia y teocracia, pero nunca llegamos a un acuerdo. Durante nuestra deplorable guerra civil intervine personalmente en la gestión hecha para cambiar a José Antonio por el hijo de Largo Caballero; pero alguien –no sé quién– de la alta jerarquía franquista (subrayados del autor) se opuso a este intercambio.»

Años más tarde, el también comunista José María Laso Prieto, recientemente fallecido y que fue presidente de la Fundación Isidoro Acevedo, escribió un largo artículo sobre José Antonio en el que manifestaba:

«Entre las convicciones sociales de José Antonio Primo de Rivera, figuraba en un primer plano un proyecto de reforma agraria. Incluso se atribuye a José Antonio Balbontín, que había ingresado en el Partido Comunista de España procedente del Partido Social Revolucionario, la afirmación de que el proyecto de reforma agraria de José Antonio era incluso más avanzado que el del PCE, donde ya entonces militaba Balbontín.»

Después, muy recientemente, he encontrado un artículo dedicado a él y publicado en el diario Región de Oviedo el 29 de abril de 1969, donde su autor, el jesuita V. Feliú, dice haber hallado un grueso volumen de sus poesías, con motivos religiosos la mayor parte, y en el que Balbontín en el prólogo escribe: «Creo porque mi madre me enseñó a creer y le juré guardar en el corazón el tesoro de tan alta sabiduría». Sin embargo, al parecer, en algún tiempo, este comunista, publicó algunos artículos con graves errores dogmáticos. Pero esto no quita para que después de que el periódico madrileño El Debate –según sigue diciendo el autor del artículo–, escribiera en una de sus ediciones que los oradores de un mitin comunista «prorrumpieran en blasfemias contra lo divino y lo humano», el propio Balbontín mandara una carta al mismo periódico, que decía: «Pero yo... por buen gusto, por dignidad personal, yo no blasfemo». Efectivamente, una de sus poesías llevaba el siguiente título, Una blasfemia y un beso: la blasfemia es de un padre, que al pronunciarla produce el llanto del niño; el beso es de la madre, que con una alabanza a Dios, se lo da a su hijo y el niño se duerme. El poema termina con esos versos:

¡Cómo hiere el alma
la blasfemia infame!
y…¡cómo consuela
un beso de madre!

Aunque el articulista no cita el título del «grueso volumen» se trata del primer libro de Balbontín, con prólogo de Luis Montoto, notario eclesiástico, y que fue publicado en 1910, con varios poemas dedicados a la Virgen dada su devoción a la Inmaculada, a quien tanto adoraba su madre que «hubo de abandonarme para ir al cielo, cuando yo tenía seis años. Mi libro de versos místicos Albores, escrito a los doce años, fue simplemente un grito de angustia infantil ante la ausencia de la madre que voló al cielo para no volver». La triste noticia se la dio su hermana mayor Concha y su padre le dijo que no se había quedado huérfano, puesto que la Virgen María, Madre de Jesús, era también su madre. El libro mereció en su momento los elogios de los más insignes escritores católicos de la época; entre ellos, dicen que el de Marcelino Menéndez Pelayo a quien le dedicaría un ejemplar cuya dedicatoria reproducimos en estas mismas páginas. «De joven –sigue escribiendo Balbontín– fui católico de comunión diaria (aunque nunca fui seminarista, como ha supuesto erróneamente uno de mis críticos más amables). Por aquel tiempo yo no tenía la más leve duda de que cada vez que yo ingería la hostia consagrada penetraba, no ya en mi pobre almita, sino también en mi cuerpo deleznable, toda la majestad del Dios Uno y Trino; es decir, el Padre con todo su Poder, el Hijo con todo su Amor y el Espíritu Santo con toda su Sabiduría» (ibid.). Ya cuando hizo su primera comunión, compuso una décima devota a Jesús Sacramentado:

Me admira, Señor, que siendo
el Rey de la Creación,
quepas en mi corazón
sin que esté mi pecho ardiendo.
Sólo Dios mío, lo entiendo
porque lo supe de ti;
y, al pensar que te ofendí,
atormentarme consigo,
viendo que, en vez del castigo,
Tú mismo te das a mí.

Su padre había nacido en Sevilla y era un devoto de la Inmaculada Concepción: «Se pasó la vida adorándola –escribió Balbontín–, y pocos años antes de morir, gozó el deleite místico de contribuir con especial esfuerzo a la erección de un monumento a la Virgen de su ideal en una plaza pública de Sevilla, que resultó de escaso valor artístico, a mi juicio, pero que a él le parecía espléndido por el simple hecho de estar dedicado a María Inmaculada». Su madre, nacida en la montaña de Santander y educada en Sevilla, murió cuando sólo tenía seis años, pero la recordaba así:

«Era de una belleza extraordinaria, que yo no heredé, aunque sí algunas de mis hermanas. Tenía unos ojos negros hermosísimos, como los de la Inmaculada de Murillo, que miraban con una dulzura inefable. De su pensamiento íntimo no tengo noticias directas, aunque sí recuerdo que una mañanita en que mi madre me estaba enseñando a persignarme (supongo que entonces tendría yo tres años), sentada ella en la cama con mi padre, yo de rodillas junto al lecho, me dijo con el tonillo corriente de las escuelas de párvulos: Pórla señal… delaSanta Cruz… Mi padre la corrigió académicamente: No es así. Enséñale como debe decirse: por la señal de la Santa Cruz. Mi madre replicó suavemente: ¿Qué entiende el niño de estas cosas? Es curioso: se me quedó grabada esta escena» (ibid., págs. 17 y 18).

En 1912 publica el libro titulado De la tierruca, consecuencia de su estancia en el pueblo cántabro de Hijas, lugar donde su abuela materna tenía una bonita casa de piedra típica de Cantabria. El libro fue «simplemente un tenue reflejo de mis sensaciones epidérmicas y mis quimeras infantiles: la belleza de los campos, la paz de los hogares pueblerinos, la bendición de Dios sobre aquel remanso de la vida» (ibid., pág. 35). También un ejemplar de este título se lo dedicaría a Menéndez Pelayo con este texto: «Al Excmo. Sr. D. Marcelino Menéndez y Pelayo, la mayor gloria de España, el más humilde de sus admiradores.» Después regresaría a Sevilla con su candorosa poesía La golondrina compuesta entre las brumas invernales de Hijas y que fue premiada con el primer accésit en los Juegos Florales de Sevilla. Leería más tarde la poesía La golondrina ante el público sevillano vestido de pantalón corto como corresponde a un «niño prodigio», cuyos primeros versos decían así:

Ya llegó, cantando amores, la ligera golondrina
y anidó en al balconcillo de la casa alabastrina,
casa blanca, casa limpia, del pastor de Carrascal;
y besó con el plumaje de sus alas los caminos
y vertió sobre los campos el torrente de sus trinos,
dulces trinos que aprendiera de la gaita del zagal.

Su tercer libro, también de poemas, La risa de la esperanza, aparece en 1914 siendo «fruto del descubrimiento del amor (platónico)» nos dice José Manuel López de Abiada, catedrático de la Universidad de Berna y autor de la Antología poética (1910-1975) de Balbontín. Este tercer libro está dedicado, a la Infanta Paz de Borbón, en cuyo pecho ha florecido el rosal de las tres rosas blancas: Amor, Patria (con un apartado dedicado a la patria chica, Madrid, y otro a la patria grande, España) y Fe. López de Abiada sigue escribiendo:

«Hasta ahora, que sepamos, nadie ha estudiado con detenimiento la meritoria aportación cultural de Balbontín. Sin embargo, su obra es, además de muy nutrida, reveladora, representativa y señera a la vez. Su poesía no sólo ofrece el interés de haberse apartado –ya en 1925– del esteticismo dominante (la estética purista, el enfoque de distanciamiento y depuración, la evasión humorística, &c. estaban entonces muy de moda), sino también de optar abiertamente por una poesía social y política, adelantándose así, en solitario, a Alberti y a Prados.»

En 1917 ingresa en el Grupo de Estudiantes Socialistas donde se dedicó, con preferencia, a las lecturas de tendencia anarquista. Ese mismo año estalla la revolución bolchevique de Octubre y todos los estudiantes socialistas se hicieran marxistas. «Los primeros comunistas –dice Balbontín– que reclutó en España la revolución de Lenin fueron los estudiantes de nuestro grupo. Nos hicimos todos comunistas en el momento mismo en que Lenin logró apoderarse del Kremlin» (La España…, pág. 143). Es en este año cuando al parecer pierde definitivamente la fe, «en plena juventud», dice él, aunque ya había comenzado a tambalearse al estallar la guerra europea de 1914 y también con el descubrimiento de la tragedia, «positivamente anticristiana», del campo andaluz. Por eso se puso a buscar afanosamente un sustitutivo terrenal que más tarde recordaría así: «Recorrí un largo camino entre tinieblas que no me ha llevado a buen puerto. Fui panteísta espinosiano, deísta rousseauniano, ateo a lo Feuerbach y casi a lo Sartre (antes de leerlo), republicano liberal y esperanzado en la bondad humana a lo Giner de los Ríos (de esto no me he curado aún), socialista templado a lo Besteiro (aquel santo laico), comunista leninista (aunque siempre un poco trotsquista, con perdón de Mao), anarquista a lo Kropotkin) y a veces a lo Tolstoi (aunque sin grandes esperanzas de que su sueño fuese realizable) y, en fin, en los momentos más desesperados, nihilista a lo Hartmann, aquel artillero retirado que no halló para nuestra desventurada humanidad mejor solución que la del suicidio universal. Este torbellino de mi vida intelectual me ha servido para comprender a todos, pero también para no fiarme de nadie (¿quién puede estar seguro de algo?). Después acudió a teólogos en plena crisis de fe, pero no lograron convencerle de que tuvieran razón, aunque nunca dudó de su honradez. Los argumentos deístas de Santo Tomás de Aquino le parecieron insuficientes, como a Kant, y las intuiciones místicas de San Agustín, demasiado fantásticas porque no solamente no resolvieron sus problemas sino que vinieron a complicarlos. Sin embargo más adelante escribe: «Pues bien, en plena lucha (simplemente retórica) por el comunismo marxista y ateo, yo seguí amando a Cristo. No acepté jamás el dogma comunista de que Jesucristo no ha existido nunca» (A la busca…, pág. 149). Y también: «He cambiado muchas veces –en mi busca incesante de la verdad– mis concepciones religiosas políticas y sociales; pero he sido siempre fundamentalmente cristiano. No encuentro, ni he encontrado nunca, a lo largo de la Historia, un hombre más digno de veneración que Jesucristo» (ibid., pág. 164).

Por eso en su libro ya citado Inquietudes publica unos versos que reflejan su lucha interior y que precisamente llevan el título de Mi tragedia interior:

Tragedia de mis teorías
en lucha con mi fervor:
llevo a Marx en el cerebro
y a Cristo en el corazón…

Bien sé que el pueblo oprimido
sólo se puede salvar
con rebeldías heroicas,
según la idea de Marx…

¡Ay! Pero me arde en el alma
la mirada de Jesús
y aquel amor de su abrazo
sublime desde la Cruz…

¡Grandeza del heroísmo!...
¡Deliquios del dulce Amor!...
¡Tragedia de mis teorías
en lucha con mi fervor!...

Una vez que finalizó sus estudios de Derecho se dedicaría a defender a los marginados sociales y a los que estaban perseguidos por sus ideas políticas, por eso luchó con todas sus fuerzas contra la dictadura de Primo Rivera al que le dedicaría un soneto acróstico (Primo es borracho) que llegó a publicar en el periódico oficioso La Nación el día 15 de abril de 1929 –«dedicado precisamente a exaltar el homenaje rendido por cuatro labriegos inconscientes y diez cortesanos sin decoro al supuesto salvador de la Patria»–, firmado por María Luz de Valdecilla como simple estratagema que unida al estilo candoroso de la composición hizo posible que viera la luz en plena dictadura. Lo titulaba A Primo de Rivera:

Paladín de la Patria redimida,
Recio soldado, que pelea y canta;
Ira de Dios, que cuando azota es santa;
Místico rayo, que al matar es vida.
Otra es España, a tu virtud rendida;
Ella es feliz bajo tu noble planta;
Sólo el hampón, que en odio se amamanta,
Blasfema ante tu frente esclarecida.
Otro es el mundo ante la España nueva:
Rencores viejos de la edad medieva
Rompió tu lanza, que a los viles trunca;
Ahora está en paz tu grey bajo el amado
Chorro de luz de tu inmortal cayado.
¡Oh pastor santo! ¡No nos dejes nunca!

Una vez caída la dictadura fundó, con algunos amigos, el Partido Social Revolucionario que tenía por principal misión la expropiación forzosa, sin indemnización, de los latifundios de origen señorial para entregárselos a los sindicatos. Ese mismo año 1931 obtiene el acta de diputado por Sevilla, pero al no conseguir sus propósitos volvió los ojos hacia Lenin convencido de que «solamente el proletariado es capaz de llevar adelante las revoluciones de nuestro tiempo, incluso la revolución típicamente democrática, como primer paso para preparar la revolución socialista» (La España…, pág. 262), y es entonces, a principios de marzo de 1933, cuando acuerdan los componentes del Partido Social Revolucionario fundirse en masa con el Partido Comunista, convirtiéndose así en «el primer representante comunista en las Cortes». Pero Balbontín, a pesar del poco tiempo que le dejaba la política, también editaba libros y en 1931 publica uno de poemas que dedica A los gloriosos capitanes Galán y García Hernández, fusilados por voluntad del Rey. A ambos consagra un par de poemas: el de Galán comienza con estos versos: En una mañana de oro / se lanza al campo Galán. / El sol derrite la nieve / para que pueda avanzar…; y el de García Hernández: Hermano: tú que caíste / lleno de fe en lo divino, / si es cierto que existe el Cielo, / dile a tu Dios lo que has visto…Escribe en el mismo libro un largo poema que titula ¿Dónde está España?, y del que transcribimos los primeros versos:

El nietecillo pregunta
con el dedo sobre el mapa,
llenos de fuego los ojos:
Abuelo, ¿dónde está España?

El anciano romancero,
que luchó en la barricada
por España y por la Idea
en otra edad ya lejana,
con la mirada transida
de una doliente nostalgia,
rumorea la pregunta
del niño: ¿Dónde está España?

En la primavera de 1934 pierde su fe en la eficacia de los métodos comunistas y abandona el partido escribiendo con cierta nostalgia: «…me sentí casi tan triste como al perder, en mi adolescencia, la fe en la redención divina de Cristo. Otra vez se me quedaba el alma ciega bajo la noche oscura del poema místico de San Juan» (La España, pág. 281), a quien en aquellos diálogos piadosos le hablaba a veces en verso y en estrofas parecidas a las de su Cántico espiritual que describe el camino que recorre el alma hasta llegar a la transformación en Dios, que es el grado más elevado de perfección. Por eso un día sintió la necesidad de dedicar al santo carmelita un largo poema que daba comienzo con estos versos:

¿Dónde te me escondiste,
hermano y me dejaste malherido?
Como el humo te fuiste
tras haberme encendido,
y ahora soy ascua de un amor perdido.

En 1935 estrenó su primera comedia ¡Aquí manda Narváez! en el Teatro de La Latina el 25 de junio, en pleno bienio negro. Estaba inspirada en un proceso histórico que llevó a la horca en 1848, bajo la dictadura del general Narvaéz, a los hermanos Clara y Antonio Marina sin pruebas suficientes para condenarlos. En abril de 1936 estrena en el Teatro Chueca La Canción de Riego, y ese mismo año en septiembre estrena un pequeño drama en un acto titulado El cuartel de la montaña, inspirado, según su autor, en la toma de aquel fortín. Y dentro de lo que se llamó «Teatro de urgencia», durante la guerra civil, participó con las obras El frente de Extremadura, Pionera, y No pasarán. Por esta época, y fiel a su sistema de ocupar en cada momento la trinchera que le parecía más eficaz para combatir a los que él tenía por enemigos tradicionales de su pueblo, abandona las filas del Partido de Izquierda Republicana, donde apenas había tenido ocasión de actuar, y vuelve a ingresar en el Partido Comunista que lo recibe sin ninguna dificultad ostensible. Entra a trabajar en el órgano comunista Mundo Obrero, que se hallaba instalado en los talleres de El Debate que había sido incautado. Tomó parte en varios mítines en la misma línea de fuego y en uno de ellos incitó a los soldados enemigos a sublevarse contra sus oficiales «para salvar la paz y el bienestar de España. Más tarde supe que, en las trincheras de enfrente se hallaba un hermano mío actuando de capitán, y la verdad es que sentí un pavor retrospectivo. ¿Me hubiera agradado que aquella noche, como consecuencia de mi soflama, hubieran asesinado a mi hermano? Seguramente no y esta es la tragedia y la debilidad de nuestra pobre clase media, con sus miembros desgajados en tiempos de convulsión social» (La España, pág. 364). Cuando más tarde fue nombrado Magistrado de la Sala Tercera de lo Contencioso Administrativo del Tribunal, recuerda «que Azaña se quedó un poco sorprendido al verme aparecer ante él, en su palacio de Valencia, con estos rimbombantes títulos. Tal vez temió en aquel instante que nuestras instituciones más solemnes se estuvieran radicalizando con exceso» (ibid., pág. 365). Ciertamente, Azaña no lo trata muy bien en sus Memorias, menospreciando, incluso, que comenzara «su carrera pública escribiendo versitos a la Virgen».

Oye, ¡Madre, mi cantar;
yo te adoro, Tú lo ves;
deja que entone a tus pies
las glorias de tu Pilar.
¡España! ven a escuchar
la sublime tradición
de quien puso en la nación
su trono y el de tu gloria,
y a quien debe la victoria
su glorioso galardón.

Cuando durante la guerra Barcelona estaba a punto de caer en manos de los nacionales, el presidente del Tribunal Supremo ordenó evacuar la ciudad a todos los magistrados. Balbontín se traslada a Gerona el 25 de enero de 1939 donde se encontró con su hermana Julia quien le aconsejó que no tratara de quedarse en esta ciudad donde se sabía que nada podía hacerse ya. Sigue los consejos de su hermana y después de cruzar Francia, llega a Cardiff, ciudad de Gales, y aquí se encuentra con su mujer, la militante comunista María Muñoz Cenzano con la que se había casado en 1926 y que estaba en casa de un hermano suyo que ejercía de cónsul. Después, el matrimonio se traslada a Londres donde más tarde rompe de nuevo con el Partido Comunista que echaba la culpa a los gobiernos llamados democráticos de no aceptar la proposición de paz que ofrecía Hitler a la Unión Soviética ya que de esta manera los convertían «en los verdaderos responsables de la guerra. No pude encajar aquello y me di de baja en el Partido Comunista» (La España…, pág. 396). Pero eso no significaba que se apartaba de la política porque en un hotel de Londres, en mayo de 1942, dio una conferencia en la que sostuvo que para él Juan Negrín seguía siendo el jefe del último gobierno legal, aunque «era un jefe de gobierno en crisis, puesto que había perdido el apoyo de casi todos los partidos que habían constituido originalmente su gabinete, por lo que procedía que Negrín dimitiese, lo antes posible, ante la Presidencia de la República, formándose entonces un nuevo Gobierno de amplia concentración republicana, en el que estuvieran representados todos los partidos» (La España…, pág. 428).

Después se formó en Londres una Comisión Coordinadora de la Junta Española de Liberación, que quedó organizada en noviembre de 1944, bajo la presidencia del socialista Luis Araquistain y secretario Balbontín, pero el resultado final fue que le emigración española quedó dividida en dos porque no todos los exiliados se quisieron unir a la recién estrenada Junta. Los comunistas y sus afines anduvieron por un lado y los anticomunistas por el otro, preocupándose más, ambos bandos, de combatirse entre ellos que de luchar contra los partidarios de Franco. Más tarde, una vez, que dimite Negrín, se forma el Gobierno de Giral, al obtener la colaboración de catalanes y vascos y en que «reunidos en petit comité, entre las nieblas del destierro, decidieran anular la Constitución de la República Española de 1931, para substituirla por otra en la que se reconociera explícitamente la personalidad nacional de Cataluña, Vasconia y Galicia y el derecho de éstas a unirse libremente dentro de un Estado Federal Ibérico o a separarse de él, según lo hallaran conveniente» (La España…, pág. 438); pero Luis Araquistain «se declaró decididamente enemigo de que se quebrantara la unidad nacional española bajo ningún pretexto» (ibid, pág. 438). Y a continuación José Antonio Balbontín escribe: «Cuando se plantee este problema en el futuro, dentro de una democracia republicana española, yo lucharé –si tengo entonces vida y fuerza para ello– a favor de todas las libertades individuales y regionales de Cataluña, de Vasconia, de Galicia y del resto de España; pero me opondré, con la misma energía, a todo lo que signifique la división de nuestro país en cuatro pedazos ibéricos independientes» (La España…, pág. 439).

Cansado de vivir fuera de su patria y de que ninguno de sus sueños políticos se hicieran realidad, decide un buen día volver a España «entre otras razones, porque estaba cansado del destierro y porque prefiero morir bajo el sol de Madrid mejor que bajo la niebla londinense» (Reflexiones…, pág. 146). Para lograr su viejo sueño se dirige a Juan Fernández Figueroa, próximo a las tesis falangistas y director de la revista Índice, donde quería publicar algunos artículos a le vez que le manifestaba su desconfianza respecto a la libertad de expresión que pudiera haber en España. «Vamos a probar», le contestó Fernández Figueroa. Y cierto número de esos artículos vieron la luz en Índice y más tarde recopilados y publicados en un libro. El mismo Balbontín lo dice: «La mayor parte de estos capítulos vieron antes la luz en la revista Índice, gracias a la generosa hospitalidad de mi querido amigo Juan Fernández Figueroa, con quien me une, especialmente, nuestro común amor a la libertad del espíritu». Y a este libro le escribió precisamente el prólogo Juan Fernández Figueroa, que lo comenzaba así: «Entre los sentimientos que me ayudan a vivir, uno priva entre otros: el de servir para algo, dar la mano a alguien. Pues bien; a José Antonio Balbontín le di mi mano para que, desde la distancia, se reintegrase a la comunidad española que un día, escéptico, impelido por las circunstancias, abandonó. Y aquí está. El lector verá que se trata de un hombre bueno, noble; de un escritor claro sencillo, que atrae y casi pasma por la soltura y limpieza con que dice lo que quiere» (ibid., pág. 9).

Definitivamente Balbontín regresa a España a finales de 1970 donde siguió colaborando en la revista Índice y en los periódicos Abc y Ya, además de otras publicaciones. Volvió a su antigua Casa del Ateneo de Madrid donde dio alguna conferencia. Sus admirados Miguel de Unamuno y Francisco Giner de los Ríos son algunos de los personajes de los que se ocupó en sus charlas. Pero le sorprende la muerte el 9 de febrero de 1977, a los pocos días de haber sido atropellado por un coche, dejando inéditos algunos libros, entre ellos A la orilla del Támesis, un conjunto de poemas que Balbontín intentó en vano publicar en 1974 y que son «una breve muestra de los muchos poemas surgidos –como él decía– durante las horas libres de emigrado perdido entre las nieblas de Támesis…». Serían presentados años más tarde, el 14 de febrero de 2006, en el Ateneo de Madrid.

Pero antes de su muerte quizá recordara y le sirvieran unas palabras de Angel Herrera Oria, al que conocía desde los Luises de Madrid, cuando un día le pidió consejo sobre lo que podía hacer para recobrar su felicidad de la infancia. El cardenal afable y fraternalmente le contestó: «Reza un avemaría todas las mañanas. Acaso la Virgen María, a la que tanto amaste de niño, te devuelva la fe perdida» (A la busca…, pág. 222).

Devuélveme la dicha
de mi fe juvenil, divina acacia
que tuve la desdicha
de olvidar. Nada sacia
mi sed de amor si no es aquella gracia.

Y una vez hecho esto,
ayúdame a morir como muriera
mi padre, sin un gesto
de pesar, con entera
devoción a la vida verdadera.

Son los últimos versos del poema que un día dedicara a San Juan de la Cruz.





PIONERA

Como soy tan niña,
no quiso mi padre,
cuando fue a la Sierra,
que lo acompañase.
Como soy tan niña,
no me atendió nadie
cuando a grandes gritos
reclamaba un máuser.
Si yo hubiera ido,
camino adelante,
junto a la "Milícia
de los Indomables",
no habrían podido
matar a mi padre.
Me hubiese llevado,
como en otras tardes
de sol y de fiesta,
por los familiares,
sentada en sus hombros,
jugando a besarle
la cabeza rubia,
como hacía madre,
antes que los fríos
nos la arrebatasen.
Si yo hubiese sido
Más fuerte y más grande
me habrían matado
primero que al padre:
le hubiese servido
de escudo mi carne.
Como soy tan niña,
no pude salvarle.
Cuando lo trajeron
con el pecho al aire,
la camisa blanca
teñida de sangre,
los ojos vidriados,
los labios exangües,
ya no pude nada,
ya no pude hablarle
como en otros días,
de tristezas graves,
en que mis palabras
sabían curarle.
Ni siquiera pude
besar su cadáver.
Como soy tan niña,
no quisieron darme
la gloria de hacerle
la guardia a mi padre.
Ahora estoy contenta.
Tengo ya mi sable
colgado del cinto,
"mono" azul granate,
botas de campaña,
morrión de combate.
Delante de todos
llevo el estandarte.
Pionera roja,
capitana grande
de la tropa chica,
me han hecho gigante
mis propios hermanos
de asilo. ¡Que nadie
vuelva a echarme en cara
mi niñez inane!
No más lagrimillas,
que no lavan sangre.
¡En pie, pioneros!
¡Hermanos sin padres!
¡Huérfanos surgidos
del odio y del hambre!
También nuestros puños
sirven de acicate.
Con el puño en alto,
sin miedo a la infame
caterva de monstruos
indignos, cobardes,
que a traición lograron
dejarnos sin padre,
iremos al frente,
si un día los grandes
nos llaman. Haremos
brillar nuestros sables
de papel de plata
con igual coraje
que si fueran llamas
de muerte. ¡Adelante,
compañeros míos
Cuando lo reclame
con gritos de guerra
la España que nace,
la España que amaron
en sueno los mártires,
la que nos quisieron
legar nuestros padres,
pioneros, cachorros
del odio y del hambre,
daremos por ella
también nuestra sangre.






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