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lunes, 18 de marzo de 2013

NUMA POMPILIO LLONA [9573]



Numa Pompilio Llona
Numa Pompilio Llona (ECUADOR. Nació en Guayaquil en 1832, murió en Guayaquil el 4 de abril de 1907) fue un poeta y filósofo ecuatoriano. Cursó su educación primaria en Cali Colombia, y sus estudios secundarios y superiores en Lima, graduándose de abogado en la Universidad de San Marcos, en la que ocupó la cátedra de estética y Literatura General.
Se desempeñó como diplomático en España, Francia, Italia y Colombia; e intimó con célebres poetas, escritores como Víctor Hugo, George Sand, Alphonse de Lamartine, Cienfuegos Manzini, Núñez de Arce, Leopard y otros.
En 1882 fue nombrado rector de la Universidad de Guayaquil, en 1904 fue coronado poeta de la misma Universidad por la poetisa Dolores Sucre.

Obras literarias

Entre sus obras literarias se encuentran diversos temas sobre los acontecimientos y circunstancias de la vida. Escribió sobre asuntos religiosos y patrióticos, estéticos y filosóficos. Buscaba los temas y los lectores. No hay una composición que no esté dedicada a un personaje o a una nación
Cien sonetos nuevos
Interrogaciones
Amor supremo
Himnos, dianas y elegías patrióticas y religiosas
De la penumbra a la Luz
Cantos americanos
Nuevas poesías
Artículos en rosa
Noches de dolor en las montañas
Canto a la vida
Odisea del alma
Clamores de Occidente
El gran enigma
Noche de dolor en las montañas
Grandeza moral
La bandera del ecuador



Nació en Guayaquil, «La Perla del Pacífico», a donde volvió, después de una larga odisea por el vasto mundo, a dar reposo a sus alas de albatros gigante, para morir allí el 10 de octubre de 1907.
Poco antes había sido coronado solemnemente -el 10 de octubre de 1904- como poeta nacional. Prestó eminentes servicios como educador y diplomático, no sólo a la tierra de su nacimiento sino al Perú, su segunda patria, donde terminó su formación intelectual.
Su fama de poeta fue grande en sus tiempos; en los nuestros, ha venido muy a menos, y puede decirse que a lo más se le tiene por un declamador elegante y conceptuoso, saturado de un pesimismo muy de moda entonces, pero que hoy suena a hueco.
Crespo Toral dijo de él en comentario al parecer definitivo: «Fue más grande de lo que nosotros merecíamos». No compartimos su opinión. Vivar habla de él como de «el único poeta americano que, sin vacilaciones, ha seguido... las amargas consecuencias de una filosofía desengañada que niega hasta la posibilidad de la dicha y cree que el mundo sólo se ha hecho para el dolor».
Parecía, en efecto, no creer en un Dios personal, patronal y providente, sino en un ser a la manera de un tirano terrible y misterioso, indiferente e insensible como la naturaleza al dolor humano, extraño a la piedad; en un Dios, en fin, que sólo existía para fines inalcanzables para nosotros: en el Dios impersonal e inteligible de los agnósticos. Pero su poema «Grandeza moral» demuestra que, al contrario, creía como el Edgar Poe de «Un descenso al Maelström», de «El pozo y del péndulo», en poderes celestes capaces de venir en nuestro auxilio y salvarnos aun en los casos más desesperados; poderes que no pueden dimanar sino de un Dios por encima del caos, de la naturaleza y de la fatalidad; lo que acentúa la opinión que antes expresamos, de que su pesimismo era sólo superficial, mero contagio de las malsanas corrientes ideológicas de su época.




Poesías juveniles

(Fragmento)


    ¡Vano, estéril afán! ¡loca porfía!...
Inútilmente, con tenaz esfuerzo,
quiero en tierra clavar mi Fantasía,
y sus alas de oro, airado, tuerzo...
¡Vence a la Realidad la Poesía!

    ¡Vano, estéril afán!... Por más que intento
entre los grillos de mezquina ciencia
encadenar mi libre pensamiento,
recuerda altivo su divina esencia,
y surge a lo Alto con mayor aliento!...

   ¡Oh del Destino caprichoso y ciego
sangrienta mofa y hórrido sarcasmo!
¡Prender en mi alma el devorante fuego
de la hoguera de luz del Entusiasmo,
y condenarme a estúpido sosiego!

[...]

   ¡Sentir aquí, sentir aquí en mi pecho
el volcán de la ardiente Inspiración,
que hierve y ruge en su recinto estrecho;
y, temblando de angustia y de despecho,
sofocar su poética erupción!

[...]

    ¡Yo necesito solitarios ocios!
¡Campos!, ¡aire!, ¡la Luz!, ¡la Inmensidad!...
Yo el idioma no sé de los beocios
que me hablan de guarismos y negocios...
¡Yo aborrezco la triste Realidad!

[...]

  




Desolación. El poeta y el siglo

A don Fernando Velarde


    ¿Cómo cantar, cuando llorosa gime,
sin esperanza y sin amor, el alma;
y por doquiera, con horror, la oprime
de los sepulcros la siniestra calma?

   ¿Cuando de los espíritus el vuelo  
ata doliente, universal marasmo;
y, con sus alas azotando el suelo,
palpita moribundo el Entusiasmo?

   ¿Cuando, si un generoso pensamiento
surge en el alma y su dolor halaga,  
del piélago sin fin del desaliento,
en las ondas inmóviles naufraga?

   ¿Cómo cantar, cuando al audaz poeta
al mundo cierra con desdén su oído;
y el noble acento de su Musa inquieta  
muere en la vasta soledad perdido?

    ¿Cuando la envidia, que aún las tumbas hoza,
con torvos ojos pálida le espía;
y sus entrañas a traición destroza,
y escarnece el dolor de su agonía?  

    ¿Cuando la turba de plagiarios viles
a sus cantos se lanza jadeante,
revolcando en su lodo, cual reptiles,
su corazón sangriento y palpitante?

   ¿Cuando su canto ardiente y sobrehumano
amalgama y confunde el vulgo idiota
con las míseras rimas, donde en vano
mezquino vate su impotencia agota?

   ¿Cuando, si el noble y dolorido bardo
su alma descubre rota y destrozada,  
en su honda herida revolviendo el dardo,
le arroja el vulgo imbécil carcajada?

   ¿Cómo cantar, cuando en la sed de fama
la generosa juventud no arde;
ni el santo fuego del honor la inflama,  
ni hace de heroica abnegación alarde?

   ¿Cuando de Patria y Libertad los nombres
en ningún corazón encuentran eco,
cual se apagan los gritos de los hombres
de los sepulcros en el hondo hueco?  

   ¿Cuando, al amor, ya sordas las mujeres
y al brillo indiferentes de la gloria,
corren en pos de frívolos placeres
y ansiosas buscan la mundana escoria?

   ¿Cuando el justo derrama inútil lloro  
y bate el vicio triunfadoras palmas,
y, entre el aplauso universal, el oro
es el sol refulgente de las almas?

   ¿Cuando, como Proteo, a cada hora
nuevas formas reviste el egoísmo;  
y en los áridos pechos sólo mora
estéril duda, fúnebre ateísmo?...

    ¡Ay, cuando en torno el ojo atribulado
descubre sólo corrupción, miseria!
¡Y doquier, al espíritu humillado  
huella con pie triunfante la materia!...

   ¡Oh! en tan inmensa postración, el vate
su turbulenta inspiración acalla;
la llama extingue que en su pecho late
y en los sepulcros se reclina, y ¡calla!  

   ¡Y nada, nada su silencio amargo
un solo instante a interrumpir alcanza,
ni a turbar el horror de su letargo,
ni a encender en su pecho la esperanza!...

   ¡Ay! yo he palpado el corazón humano;  
y muerto ¡para siempre! le encontré...
¡Muerto!... ¡Rompamos, generoso hermano,
nuestro laúd con iracundo pie!

Lima, octubre de 1852.
  



  


A don Fernando Velarde

    ¡No te amedrente el ponzoñoso dardo
de turba vil, que con rencor bastardo
te provoca y te insulta!; ¡firme lidia!...
¡Porque jamás vio el mundo, oh noble bardo,
fuego sin humo, gloria sin envidia!  






En el segundo centenario de don Pedro Calderón de la Barca

(Fragmentos)


(Dedicados a don Manuel Tamayo y Baus)


[...]


IV

    Del Ecuador en los azules mares,
antes que el sol las cúspides trasmonte,
contempla el nauta gigantesco monte
vestido el pie de bosques seculares;

   entre lianas, y flores y palmares,
canta allí el guacamayo y el sinsonte;
mas su cumbre, rasgando el horizonte,
¡sube hasta los eternos luminares!

    ¡Así tu obra titánica; en tus dramas,
como entre selvas de frondosas ramas,
la pasión canta en melodiosa rima;

    mas, alzándose audaz hacia los cielos,
del símbolo sagrado entre los velos,
se pierde en Dios su inmaculada cima!


V

    Yo vi, también, undosa catarata
que desde cumbre de eminencia suma
precipitaba, entre fragor y espuma,
sus lienzos de cristal, de luz y plata;

    y mientras que el peñón do se desata
coronan hielo y misteriosa bruma,
el trópico, en el fondo, la perfuma
con floreciente primavera grata...

   Tequendama de fúlgida armonía,
así tu majestuosa poesía
desciende desde místicas regiones;

    y, al caer de la tierra en la llanura,
de flores bordan su corriente pura
la esperanza, el amor, las ilusiones...


VI

    ¡Del universo alado peregrino
águila audaz, tu portentoso vuelo
abraza la extensión de tierra y cielo,
y salva los linderos del destino!

    Como la mente angélica de Aquino,
arrebatada de infinito anhelo,
mas allá te hundes, del azul del cielo,
en la esencia del Ser Único y Trino...

   ¡Mas, bajando, después, del firmamento,
con sosegados giros circulares
en tu vuelo recorres, vagabundo,


    los dilatados ámbitos del viento,
la ancha faz de la tierra y de los mares,
los tenebrosos senos del profundo!...


VII

    Desde las playas de la mar de Atlante
tendido, hasta el confín remoto hesperio,
y el Ártico y Antártico Hemisferio
abarcando con brazos de gigante;

    bajo sus pies el rayo fulminante
en las garras del ave del Imperio;
así el mundo, doblado al yugo ibero,
miró de España al Júpiter Tonante.

    Y, entre el asombro del linaje humano,
brotó en seguida, tras congoja acerba,
tras dolorosa agitación confusa,

   del gran cerebro del coloso hispano,
armada y refulgente cual Minerva,
¡oh Calderón, tu prodigiosa Musa!


VIII

    Sobre la frente el astro de la idea,
y en ambos hombros poderosas alas,
tal se mostraba, entre esplendentes galas,
del mundo ante la atónita asamblea;

   risueña como en triunfo Galatea,
o como Dione en las empíreas salas;
o bien lanzando, cual ceñuda Palas,
el grito de furor y de pelea...

    Y levantando hasta el cenit su vuelo,
de la eterna creación sacerdotisa,
alzó su acento, que escuchaba el suelo.

    ¡Por casi un siglo, en actitud sumisa,
desde su himno infantil, Carro del cielo,
hasta el canto del cisne, Hado y divisa!

[...]


X

    ¡Buzo inmortal del corazón humano!
Cuando en su oscuro fondo hundes la frente,
a tu mirada muéstrase patente
de su anchuroso abismo todo arcano;

   al remontar el piélago, tu mano
la perla lleva de risueño oriente,
mas divisaste en la onda transparente
los horrendos colosos del océano...

   De tu Justina y Príncipe Constante
la virtud brilla con mal en guerra,
cual bajo el hierro el fúlgido diamante;

   y, víctimas del monstruo de los celos,
mira en tus dramas, a la vez, la tierra,
grandes como el de Shéspir39, cinco Otelos!


XI

    De tu espíritu múltiple y fecundo
-lumbre creatriz, intelectual Proteo-,
brotar la estirpe, más grandiosa, veo
de cuantos genios ha admirado el mundo:

    Cipriano, como un Fausto más profundo,
vence a la Duda en choque giganteo;
a Hamlet y Caín y Prometeo
en sí resume el fiero Segismundo;

    Tu audaz Eusebio, en su siniestro tipo,
los rasgos muestra de un consciente Edipo
y de un don Juan y Carlos Moor gigantes.

   Y fueras tú el mayor de los pintores,
si, emulando tus gráficos colores,
no se elevara junto a ti... ¡Cervantes!


XII

(A España)


    ¡Un tiempo fue -por el que en llanto bañas
vanamente tus templos seculares-,
en que tus altas glorias militares
inundaron del orbe las campañas;

   españolas del mundo las hazañas,
las playas todas, españoles lares;
al circundar las tierras y los mares,
¡no halló el Sol el confín de las Españas!...

   Mas si los lauros te arrancó de Marte
la Fortuna envidiosa de tu gloria,
no puede los de genio arrebatarte;

    ¡que no se pone el sol de su memoria
en los cielos sin límites del arte,
ni en los mares inmensos de la historia!

Lima, mayo 22 de 1881.
  





Doce años después

    ¡Todo se ha transformado en los lugares
que hoy recorro doliente y solitario,
y que fueron un tiempo el escenario
del drama de mi dicha y mis pesares!

   Del corazón los ídolos y altares  
juntos cubre del tiempo ya el sudario;
¡todo lo disipó su curso vario...
como el viento la espuma de esos mares!

   ¡Ay, en tan vasta ruina y tal mudanza,
sólo inmóvil mi espíritu subsiste,  
huérfano del amor y la esperanza!

    Y fiel a sus dulcísimas memorias,
pensativo contempla, y mudo y triste,
la tumba de sus sueños y sus glorias!

(1883)
  




 Desde mi estancia

Al eminente crítico y poeta argentino don Calixto Oyuela


    Mi ventana, que se abre a la campiña
do se extiende fantástico paisaje,
cubre del huerto trepadora viña
con la tupida red de su ramaje;

    entre su fronda, hasta la oscura estancia  
filtra su blanca luz la luna llena
que, alumbrando los campos a distancia,
surge en el cielo fúlgida y serena;

   dando tregua a misérrimas congojas,
contemplo yo, de la penumbra opaca,  
el arabesco de las negras hojas
que en argentado fondo se destaca;

   de la cumbre de próxima montaña
desciende el aura y el follaje agita;
¡y siento entonces emoción extraña,  
ansiedad soñadora e infinita!...

   ¡Afuera, allá, las mágicas florestas,
dormidos valles, encantados montes!...
¡Y esos hierros, y ramas interpuestas
ante aquellos grandiosos horizontes!...  

    De la terrena cárcel tras la reja,
mira así el alma con dolor profundo
el infinito que su luz refleja
en los oscuros ámbitos del mundo;

    ¡y así contempla en la penumbra hundida,  
el lejano ideal de su ventura,
por entre las malezas de la vida,
donde, a veces, de lo alto descendida,
la divina pasión sólo murmura!...

(1891)



Grandeza moral

(A orillas del río Calí, en el valle del Cauca)


(Fragmentos)


Llegamos a aquel sitio en donde el río,
      como en muelle descanso,
tras largo viaje y ronco vocerío
      formaba hondo remanso;

[...]

La escena era grandiosa: al lado nuestro,
      atados los caballos
a las plantas en flor, por el cabestro,
      pacían verdes tallos;

El Calí sesgo y cristalino, al frente,
      como sierpe de plata
arrastraba entre rocas su corriente
      con voz sonante y grata;

Allende el río, fértiles collados;
      detrás, el arduo monte
que, con severos tintes aplomados,
      cerraba el horizonte;

al rededor, vastísimas llanuras,
      boscajes y praderas...
y en el lejano fondo, las alturas
      de azules cordilleras;

¡Y sobre aquel inmenso panorama,
      cual de zafiro un velo,
al través de la atmósfera de llama
      vasto, profundo, el cielo!...

¡Delante de esa gran naturaleza
       do el ser absorto se hunde;
cerca mirando la inmortal belleza
      que vida a mi alma infunde;

de infinita ventura rebosante,
       al Dios que el orbe rige
alzando mudo el corazón amante,
      por su bondad bendije!...

Ella, escuchando mi pueril deseo,
      la voz de mi ternura,
libre dejó de todo vano arreo
      su olímpica figura;

[...]

Y al fin sus formas de belleza suma,
      como las griegas ninfas,
dejando surcos de bullente espuma,
      sumergió entre las linfas...

¡Ah! ¡no contaba yo con las mudanzas
      que sufre el Universo;
y olvidé las aleves asechanzas,
      de nuestro hado perverso!

¡De ese remanso diáfano y tranquilo
      -más que las rocas fuerte-
hizo el tiempo una rápida, un asilo
      oculto, de la muerte!...

¡De repente escuché de mi adorada
      un grito penetrante,
y a mí la vi volver acongojada
      su pálido semblante!

«¡Ay! ¡el agua me arrastra, esposo mío!»,
      clamaba en voz doliente:
«¡En vano lucho del pujante río
      con la veloz corriente!».

Y al pétreo fondo se aferraba en vano,
      como al tronco las yedras;
¡pues resbalaba su pequeña mano
       en las lamosas piedras!...

¡Oh tremendo peligro! ¡oh duro trance!
      ¡el raudal turbulento
que la arrastraba, lejos de mi alcance,
      con empuje violento!

Y a breve trecho, rauda catarata
      del río en la revuelta,
de su corriente ronca se desata
      en tumbos mil disuelta;

[...]

¡E iba a morir en ese vórtice! ¡Ella!
      ¡El ser privilegiado,
tan inspirada y santa como bella,
      por ciega ley del hado!

¡Iba a morir, la víctima inocente
      de atroz destino infausto,
cual paloma ofrecida ante inclemente
      deidad, en holocausto!

¡Ah! ¡no! ¡jamás! Rasgando mi vestido
      con ansiedad vehemente,
cual por fuerza titánica impelido,
      lanceme en la corriente;

cogí sus manos, entre angustias hondas,
      con desusado brío;
y en pie logró ponerse entre las ondas
      tumultuosas del río;

¡Pero en el sitio aquel más recia y brava
      era ya la avenida,
y a contrastar su empuje no bastaba
      nuestra fuerza, aunque unida!...

¡Y entonces ¡ay! en su congoja extrema,
      en tan terrible instante,
lanzó una voz de elevación suprema
      su corazón gigante!

«¿No lo ves? Nuestro esfuerzo es impotente
      a resistir la ola;
vas a morir conmigo inútilmente;
      déjame morir sola!»40.

¡Oh voz sublime! ¡Acento sin segundo!
      ¡Grandioso, excelso grito
de abnegación inmensa como el mundo!
      ¡Eco de lo infinito!...

¡Y ese grande clamor de sus entrañas
      rasgó también el viento,
sin que aquellas inmóviles montañas
      temblaran en su asiento!

¡Sin que en mi derredor se estremeciera
      cuanto sustenta el suelo!
¡Sin que, allá arriba, la azulada esfera
      se turbara, del cielo!...

¡No! ¡Ante el prodigio de moral grandeza
      de ese clamor doliente,
proseguiste también, naturaleza
       tu curso indiferente!

¡De esta raza de Adán que hacia la fosa
      por tu seno te arrastra,
no eres tú, ¡no! la madre cariñosa,
      ¡sí la atroz madrastra!

¡Pues de la humanidad miras tú en calma
      la dicha o la miseria,
un abismo sin fondo hay entre el alma
      y la inerte materia!

[...]

«¡Abandonarte yo ¡ángel mío!... nunca!
      El Cielo me es testigo:
¡o la muerte también mi vida trunca,
      o salvarás conmigo!».

Y, doblando mi fuerza en ese instante
      la emoción poderosa,
logré arrancarla, débil, vacilante,
      del agua procelosa.

¡Y al asentar su planta, del ribazo
      en la menuda arena,
dobló su blanca sien sobre mi brazo,
      cual pálida azucena!

[...]

Blanca paloma tú, en el cataclismo
       do naufragara todo,
me trajiste la fe, sobre un abismo
      de llanto y sangre y lodo.

¡Y con la fe, me diste la esperanza
      que lloraba perdida;
y, con flores de eterna venturanza,
      refloreció mi vida!

Y fue, a tu lado, la existencia mía,
      porque así Dios lo quiso,
ánfora inagotable de ambrosía,
      terrestre paraíso.

[...]

¡Mas, el grito por tu alma formulado,
      en tan supremo instante,
a tu sublime ser me ha encadenado
      con nudos de diamante!

Que, a esa voz, como a un lampo repentino,
      vi la moral grandeza
que unida llevas en tu ser divino
      al genio y la belleza;

y contemplé asombrado tu heroísmo,
      como desde alta cumbre
se descubre de luz inmenso abismo,
      golfo sin fin de lumbre...

Y por eso, al recuerdo de aquel día
      de tan mortal congoja,
que aún con el sudor de la agonía
      mi yerta frente moja;

cuando mi mente, vuelta hacia el pasado,
      las palabras evoca
que escuché, en ese instante incomparado,
      de tu divina boca;

de tu afecto sin límite a la idea,
       con que en el trance adverso
tu alma, en su sacrificio gigantea,
      dominó al Universo.

¡De tu moral excelsitud sencilla
      al grito heroico y tierno...
doblo ante ti, Lastenia, la rodilla,
      y absorto me prosterno!

¡Y humilde beso, en religiosa ofrenda,
      el polvo que levantas
al estampar en la terrestre senda
      tus celestiales plantas!

Guayaquil, junio 12 de 1888.
  



  


 Noche de dolor en las montañas

A don Juan Valera


   Rugió la tempestad; y yo, entretanto,
del monte al pie, la faz sobre la palma
vertiendo acerbo inextinguible llanto,
quedé en su pena, adormecida mi alma;
cuando cesó el sopor de mi quebranto,  
limpio estaba el azul, el viento en calma...
¡y con asombro y amargura y duelo,
alcé mi rostro a contemplar el cielo!...

   Sirio radiante sin cesar lucía;
Saturno, inmóvil, del cenit miraba  
la vida universal... La Láctea Vía,
que con luz taciturna centellaba
y al orbe en ancho círculo envolvía
de brillantes escamas, semejaba
la infinita, simbólica serpiente  
que se está devorando eternamente...

   ¡Cuánto silencio! ¡Oh Dios! ¡Cuánto reposo!
¡Y cuán honda y fatal indiferencia!
¡Cuán extraño ese todo prodigioso
es del hombre a la mísera presencia!...  
¡Al comprenderlo, un pasmo doloroso
penetra y acongoja la conciencia,
y en sus abismos íntimos clarea
una tremenda e implacable idea!

    Gira el mundo en el vasto firmamento  
con pompa augusta y majestad suprema,
y se agita, en acorde movimiento,
de los astros sin fin el gran sistema...
¡Y el hombre pasa, alzando su lamento,
y de su propio ser con el problema!  
¡Sufre y muere!... ¡y no turba su caída
el perpetuo banquete de la vida!

    Ser inmenso encerrado en su egoísmo
parece el universo soberano,
o un colosal y ciego mecanismo  
que gira sin cesar; ¡y el ser humano
-el que, entre todos, siéntese a sí mismo-,
la arista deleznable, el leve grano,
que va a saciar, sin que eludirlo pueda,
la actividad de la gigante rueda!  

    ¡Un resorte es, tal vez, de aquella vasta
maravillosa máquina divina,
mas resorte que sufre! ¡Que se gasta,
y que siente su próxima ruina!
¡Ser cuya triste pequeñez contrasta
con su instinto que a lo alto se encamina!
¡Que vive un día en cautiverio infando,
eterna vida y libertad soñando!

    ¡Vive! ¡en su mente el doloroso drama
llevando de sus propios pensamientos;
conjunto extraño, mísera amalgama
de opuestos y encontrados elementos;
mezcla de sombra y de celeste llama;
antítesis de todos los momentos;
híbrido ser; en medio a cuanto existe,  
de la fatalidad víctima triste!

    Como el príncipe aquel infortunado
de los extraños cuentos orientales,
que, en su inferior mitad petrificado,
lloraba inmóvil sus eternos males;  
a la inerte materia encadenado
el hombre, así, por vínculos fatales,
de las regiones ínfimas del suelo
¡ansioso mira y suspirando el cielo!

    Más dichosos, del ángel puro y fuerte  
no oprime el barro la sustancia aeria;
la inmóvil planta, el mineral inerte,
son insensible estúpida materia;
siente el bruto los males de su suerte,
¡pero no a su dolor y a su miseria  
da una perpetua y céntuple existencia
el cristal refractor de la conciencia!

   Sólo él, que se llama el rey egregio
de la vasta creación puesto en la cumbre,
sólo él recibe el alto privilegio  
de la razón, con que su noche alumbre;
él tiene el pensamiento, signo regio
que en su frente refulge, interna lumbre,
del Universo misterioso espejo,
y de su propio ser sombra y reflejo.  

   El sol, de eterna majestad vestido,
que nace en calma allá en el océano,
cuando, como de amor estremecido,
palpita y se alza su cerúleo llano;
cuando bullente mar de oro fundido  
su faz semeja; y su vapor liviano
flota en los aires, y escalando el monte,
desvanece el perfil del horizonte;

    cuando, en las altas cúspides quebrados,
hieren los dardos de oro las montañas...
y de los hondos valles y collados
el humo se alza ya de las cabañas;
y el distante mugir de los ganados
se oye, y la voz de montes y campañas;
¡y de la tierra la anchurosa escena  
de luz, de vida y de rumor se llena!

    Los espumosos rápidos torrentes
que, de los montes rudos y sombríos
relumbrando en las ásperas vertientes,
bajan al valle; los sonoros ríos  
por entre bosques, pueblos y plantíos,
se pierden en confusa lontananza...
¡como un sueño de amor y de esperanza!

    La hora augusta, callada y ardorosa  
del meridiano universal sosiego,
cuando la Tierra extática reposa
bajo su blanca túnica de fuego...
Las sombras de la tarde misteriosa;
de la campana el clamoroso ruego,  
en las pompas sublimes del ocaso;

    Del labrador alegre los cantares,
que, más feliz que próceres y reyes,
de la diurna faena a sus hogares  
al paso vuelve de sus tardos bueyes;
las voces de las granjas y lagares;
el tropel y balido de las greyes
que en silencio al redil el pastor guía,
a las vislumbres últimas del día;  

   Venus que asoma rutilante y pura
del dudoso crepúsculo entre el velo;
la muchedumbre de astros que fulgura
en el profundo cóncavo del cielo,
mientras cubre aún la tierra sombra oscura.  
¡Y el alma siente indefinible anhelo
bajo esa inmensa y trémula techumbre
de viva, ardiente y fulgorosa lumbre!

   ¡La aparición de la triunfante luna
en el azul más claro del vacío,  130
que con serenos rayos la laguna
argenta y la montaña y selva y río...
La misteriosa oscuridad que aduna
tal vez la noche en su recinto umbrío,
mientras del mar en la tiniebla oculto  
¡resuenan los gemidos y el tumulto!...

    Las nebulosas noches en que vela
el firmamento sombra vaporosa,
cuando la luna trémula rïela
en la mar alterada y tenebrosa,  
y su argentada rutilante estela
sigue el vaivén del onda silenciosa...
¡Y en el alma se eleva, conmovida,
como el recuerdo de otra augusta vida!

   ¡Las montañas inmobles y severas  
que se reflejan en el hondo lago,
cuyo luciente espejo auras ligeras
tan sólo agitan, en amante halago;
sus ondas que en las plácidas riberas
lentas expiran con murmullo vago;  
los nevados que elevan a lo lejos
sus cúpulas de fúlgidos reflejos!...

    Los azulados pálidos albores
de la aurora en los valles indecisa;
el amante susurro de las flores  
que el soplo inclina de la fresca brisa;
de la escondida frente los rumores;
de los cielos la fúlgida sonrisa;
la blanca nube que en su fondo rueda;
la tórtola que gime en la arboleda...

   Del panorama espléndido del mundo
cada aspecto magnífico y diverso,
cada acento sonoro o gemebundo
del himno augusto en la creación disperso,
de un sentimiento incógnito y profundo
llenan su corazón; y al universo
estrecha su alma con gigante abrazo,
¡y unirse quiere en perdurable lazo!

    ¡Perpetuamente contemplar quisiera
de la tierra y los cielos la hermosura;  
y, siguiendo en su rápida carrera
a la gloria e inmortal natura,
al revolver de la celeste esfera,
en éxtasis de amor y de ventura,
del éter por las vastas soledades
atravesar con ella las edades!

    ¡De la ley de la muerte vencedora,
gozar quisiera de inexhausta vida,
sin noche, sin ocaso y sin aurora,
sin término, ni valla, ni medida!  
¡Y la infinita sed que la devora
así saciando, al universo unida,
su espíritu fundiéndose en su esencia,
abismarse en la cósmica existencia!...

    ¡Que es la vasta creación, con los fulgores  
de sus eternos astros, con la orquesta
de sus seres, y cantos y rumores...
el coro inmenso, la perpetua fiesta
entre la cual, la humanidad, de flores
marcha ceñida, y a morir dispuesta!  
¡Ifigenia inocente y resignada
ante ignota deidad sacrificada!

   ¡Comprende que es inútil su esperanza!
¡Que -blanco de la cólera tremenda
del destino implacable o la venganza,  
o ante su altar propiciatorio ofrenda-,
por fuerza oculta arrebatado avanza
gimiendo el hombre en la terrestre senda,
a cuyo fin le espera silenciosa
la universal y sempiterna fosa!...  

    ¡Oh indecible dolor!... ¡Oh desventura
eterna, inevitable e infinita!
¡Contradicción fatal! ¡Ley de amargura
a nuestra raza mísera prescrita!...
Si por doquier a la infeliz criatura
su propia y triste condición limita,
¿por qué esta sed que nos devora interna
de amor, de vida y venturanza eterna?

   ¿Por qué esta ansia de espíritu gigante
puesta en un ser efímero y mezquino?  
¿Por qué este anhelo inmenso e incesante
de lo eterno, inmortal y lo divino,
si el sueño irrevocable de un instante
sólo es la vida que le dio el destino;
niebla que en el azul del firmamento  
veloz agrupa y desvanece el viento?

    ¡No! Armada de la séptuple coraza
de firme voluntad el alma fuerte,
el golpe esperarás con que amenaza
tu inerme seno la infalible muerte,  
¡oh, tú, de Adán desventurada raza,
hija desheredada de la suerte!
¡Y le opondrás la calma y la grandeza
de tu heroica invencible fortaleza!

   De la enemiga tribu prisionero  
y próximo a sufrir muerte cruenta,
atado al tronco el índico guerrero
las breves horas de su vida cuenta;
inmóvil, silencioso y altanero,
no a sus contrarios apiadar intenta;  
su suerte acepta; y de la turba impía
desdeñoso la saña desafía;


    en lo pasado engólfase su mente
largo tiempo, al rumor que en la enramada
forma el viento que le habla tristemente
de su selva, su choza y de su amada...
Levanta, alabo, la inclinada frente;
centellante recorre su mirada
de sus verdugos el salvaje coro...
¡y al fin entona un cántico sonoro!  

    ¡Un cántico de muerte y de victoria!
¡Himno a la vez triunfal y plañidero!
Que toda encierra la sangrienta historia
de sus luchas de guerra en el sendero.
¡Apoteosis de su propia gloria!  
¡Consolación de su suplicio fiero!
En su labio crispado al fin expira...
¡y el cuerpo entrega a la inflamada pira!

   Así ¡oh tú, alma generosa y fuerte
que el soplo alienta de viril potencia!  
aceptar debes de la adversa suerte
la injusta cuanto bárbara sentencia;
el aspecto cercano de la muerte
mirarás con estoica indiferencia;
¡y, al morir, sin flaqueza y sin quebranto,
entonarás tu funerario canto!

    Y en él dirás: de tus fugaces años,
las luchas, los cuidados y dolores,
incertidumbres, dudas, desengaños...
de la instable fortuna los rigores;  
de la callada edad los lentos daños;
de los seres más caros y mejores
la inesperada eterna despedida,
que extingue la mitad de nuestra vida.

   De invisibles contrarios el asedio  
en la terrestre encarnizada guerra;
la ponzoña letal y sin remedio
que allá en su fondo nuestra copa encierra;
la creciente congoja y hondo tedio
en nuestro triste viaje por la tierra...  
¡y aquel amargo y desdeñoso acento,
muriendo, arrojarás al firmamento!

    ¡Del propio crimen que nosotros, reo
sufriendo atroz suplicio en la alta roca,
no, de Jove, el antiguo Prometeo  
con viles ruegos la piedad invoca;
encadenado el torso giganteo,
cerró el silencio del desdén su boca;
mas, sublime, lanzó, con frente enhiesta,
a la eterna justicia su protesta!

    ¡Sí! que, al morir, elévese a lo menos
el grito de la mísera criatura,
y traspasando los etéreos senos,
allá resuene en la celeste altura;
que en los espacios mudos y serenos  
eterno vibre su eco de amargura...
¡y que después deshágase y sucumba,
y en polvo caiga en ignorada tumba!

Al pie de los Apeninos, enero de 1872.

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