Javier Foguet (San Miguel de Tucumán, Provincia de Tucumán, Argentina, 1977)
"La tumba de los viajes"
Nota
No te conozco y no me conoces
pero he dormido en tu cocina de piedra
al resguardo del hielo y de la niebla
y he quemado un poco de la reserva
de yareta ( el único combustible
de que dispones a esta altura, lo sé)
y todavía mi ropa está impregnada
con su humo resinoso y tampoco
me perdono no haber tenido una ginebra
para dejarte bajo el techo tiznado
para las noches apenas más cálidas
y hondas que te tendrán aquí, de nuevo
junto al olor de los pastos
y el goteo más decidido y saludable de la vega.
Como me ha recomendado la gente
que me indicó tu puesto, he terminado
de apagar los tizones ahogándolos
con su propia ceniza y un poco de agua
que no se congeló durante la noche.
1
He aquí los hombres que me impresionaron:
el que apuntaba su casa
con grandes árboles que no verá;
el hombre detrás del cementerio
que amusga los ojos porque allí se abre el paisaje
y todavía no ha sentido la tibieza de los aplausos
por regresar vivo, cada vez y sencillamente;
el que ha vuelto a escribir después de mucho tiempo
y aún es joven y dice que fue igual a encontrar un río,
toda la siesta he nadado en oro
y el sol me seca la muerte.
Al oído
Hay, sobre lo real, una costra
que las palabras no logran
disolver.
Ahora lo sé. No hubiera podido
decirlo antes.
Pero las palabras
no deben endurecerse
o fingir una luz
más líquida que la miel
que siempre ha dado cuerpo
a tu voz.
Las palabras toman su cuerpo
de tu cuerpo:
coraje, mi amor,
toma el cuerpo de tus ojos.
Es la ley de la poesía
que quiebra toda ley de lenguaje.
a María Josefina Sánchez
La caravana
Despierto petrificado:
día visto desde hospital
de tuberculosos.
Desde una jaula de osos.
Cierro los ojos.
Despierto en una escalera
pulida como calavera
por las suelas de la historia.
Cierro los ojos.
Despierto a kilómetros en un globo:
el planeta
del olor de los árboles.
Los cometas.
Cierro los ojos.
Despierto a la orilla del bosque:
un cachorro va a mi encuentro
a toda velocidad.
Es la pura verdad.
Abro los ojos.
E. S.
Siempre noticias clementes traes,
tus cartas son translúcidas
como la cáscara de los grillos,
un torbellino invisible
si no hubiera pinos
a lo largo de la playa.
Hoy tu cargamento es: tesoros
junto a naves negras,
amarillas,
amarradas a palos de memoria.
¿No sales a saludar o desde muy lejos?
Cuánto más te perdemos…
es que tu música nos ha traspasado
o nos traspasará.
a la memoria de Juan Lanosa
Explico a mi madre la foto
de desconocido que creció
junto a los libros.
Le dije: su nombre
hecho con palos mojados
tiene un sonido humilde
a mis oídos. Escúchalo.
La biblioteca es de su edad,
los lomos cuarteados
le recuerdan frentes
de casas conocidas.
En cuanto a Pentecostés
salvado del diluvio
y el advenimiento
del fuego: yo soy la arena.
Ahora son mi responsabilidad.
Porque es la juventud de mi padre,
tu esposo.
Porque murió joven.
(¿Temes la ligereza,
nubes sobre tu hijo, madre?)
Las nubes
son naves,
y montañas se levantan en el mar.
Reciba, madre mía, esta relación,
mi diseño del pico y el cráneo
de los pelícanos
que comen de las olas
metálicas al sol, gruesas como caldo:
acéptela y no pregunte por mis uñas…
Días enteros estuvo la tribu
flotando contra las rocas
a la espera de una agitación del mar…
Hasta que la inspiración llegó hoy:
hilera tras hilera de material
para hender la obra
de cada cual.
Las olas se espigaban
en dirección al sol,
aunque esto es cierto
toda vez que bajamos tarde
el camino de la playa.
(De mañana conservan
la turbidez lunar
de la base del mar.)
Yo sin embargo, donde las olas concluyen
pienso en dejarme
flotar, bajar en el puerto
a comprar frutas
o a esperar la tormenta
que unas brisas anunciaron:
las brisas sin sonido
son las olas sin sonido
de la atmósfera.
Madre, mire desde aquí el mar,
mucho más lejano, inmóvil y pacífico.
Como si ya le hubiera escrito.
Al volver a casa me aventuré
tras una tormenta eléctrica en retirada.
Buscaba el poema del futuro…
Los árboles habían perdido sus escamas,
la luz de la calle se había “ido”
de modo que avanzaba en ochos
por una tierra oscura y revuelta.
Todavía me alcanzó
una batería de la retaguardia.
Luego, kilómetros adelante
crucé a mi hermano
en dirección opuesta,
sonreía a sus pies.
Lo saludé con un grito
pero ni siquiera alzó los ojos:
la tormenta lo abstraía
hasta no retener nada
de este mundo…¡mi hermano!
Era el poema del futuro.
Diario de la intensidad
Vi la primera tormenta a lo lejos, encajonada,
con ganas de marchar, y pude adivinarla
en pleno sol en el húmedo silencio que rodea
los frescos de la capilla de Susques y después:
un volcán borrado tras un rasgón de lluvia y
las perdigonadas de hielo afuera de Colchani
buscando los refugios de sal sumergidos en el lago y
la lluvia en Purgatorio, en Ataúd, en Afligidos,
la que obligó a cuadrarse contra la orilla al Masada II
en un tramo ancho del Ucayali,
la lluvia en el boulevard donde descuelga Belén,
la cordillera Escalera bautizada en silencio por la lluvia:
Camino Amarillo del Infinito
pero sobre todo, en sus flancos, la flor llamativa
y roja del tangarana –árbol de lluvias–,
la que compartía voces con otro volcán más al norte,
cosa que descubrí al día siguiente buscando
la misma comunicativa melancolía,
la lluvia recién comenzada y eterna y familiar en Yacambú
y la otra que profundizó la hermosura del bosque Henry Pittier,
la lluvia luminosa combando la bahía de Santa Marta donde
fijé, con el poder que a veces me acompaña,
el límite de la Tierra…
Descripción
A la altura de los ojos
las tres gotas de sangre
de las torres.
Sobre el resplandor de la ciudad
algunas estrellas muy pequeñas,
muy débiles.
Abajo calle con árboles, al fondo
la hilera de últimas casas
tragadas por lomas.
A mi izquierda gran ola chispeante.
A mi derecha tierra de rocío.
Contra la soberbia
La importancia de tus ojos
está en la sombra,
como un tizne viejísimo,
que acumulan en sus orillas..
En estos días no he visto poetas,
hombres que sepan viajar
y no ignoro que es un peso
que cae precisamente sobre mí.
Pero he visto tus ojos. He visto tus ojos.
Si, como lo presiento
Si, como lo presiento,
tendré que reconstruir la casa un día
no debo olvidar la ventana de la cocina
apenas sobre el mármol que da al oeste,
a lo religioso de la luz atardecida del oeste,
filtrada por las ropas tendidas
y la verdura de unas cañas,
de donde adquiere volumen el pan,
el acero, la vasija griega
inútilmente retratada
-la luz sobre el azul femenino-
con la Rollei que rescaté
del olvido de mi padre
para olvidarla después con absoluta justicia
porque el humor de la luz,
el humor de la luz buscó mi padre con su cámara
y en acuarelas y aun en los calculados
y atractivos tonos (para el ojo esmaltado
de un pez secreto) que el plumaje de las moscas tomaría
sobrevolando los reflejos del pastizal
y al contacto con el declive del río
que lleva las aguas y a la luz de retorno
hacia la semi-apertura de la ventana.
A Iquitos por agua
El cacao con agua y canela
tenía en los platos el mismo color,
las mismas vetas que los montículos de río
junto a las paredes del barco.
Lo bebíamos todo en silencio. Y escuchábamos.
Conté (porque lo pidieron)
un millón de veces la historia
del vagabundo,
hasta que perdió sentido.
Después, cuando subía al techo
el viento golpeaba las lonas y se sentía
el borbollón de la hélice en popa.
Al atardecer el río se metía en mí.
Los forestales me mostraron
una línea lejana en la tierra
y yo repetí: esa línea
de árboles azules
se llama la ceja de selva.
En ese momento el río era naranja
-un hocico
husmeando la superficie-
y estaba manchado de oscuro
junto a los taludes.
De todo esto me acuerdo.
El árbol de pan es la puerta
de una catedral salvaje.
El hombre que vendió a mal precio
su ternero moribundo
fue primero en la hilera la noche del estofado.
Francoise vio la misma luz que yo
en la boca del Marañón.
Y también el sol acribillado por las hamacas
cruzando la sombra de nuestro piso.
De noche el piloto sigue con un faro
la línea de las orillas o envía delante
una chalupa cuando el canal se oculta.
Los barcos que vienen en la noche
-los toldos, las bombitas encendidas-
parecen una fiesta que deriva.
Repetí la historia
a los que colgaban nuevas hamacas:
el taxi acuático metía su trompa
en las aldeas, dejaba y recogía hombres,
animales, fardos y el oleaje
contra las orillas levantaba
de los palos secos algunos pájaros.
Entonces llegamos;
los que no tuvimos a nadie en tierra
dormimos a bordo una vez más
mirando las luces nocturnas, duplicadas,
de la ciudad isla.
De El humor de la luz, Huesos de Jibia, 2010
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