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sábado, 17 de diciembre de 2011
5596.- ISABEL DE LOS ANGELES RUANO
Isabel de los Ángeles Ruano
Nació en Chiquimula, Guatemala el 3 de junio de 1945. Poeta.
Vivió parte de su niñez en México, de 1954 a 1957. En 1957 regresó a Guatemala, donde vivió en los departamentos de Jutiapa y Chiquimula, en el oriente del país.
En Chiquimula ingresó al Instituto Normal de Señoritas de Oriente (INSO). Se graduó de maestra de educación primaria en 1964.
En 1966, a la edad de 21 años, viajó a México nuevamente donde publicó su primer libro de poemas titulado Cariátides, con prólogo del poeta español León Felipe, quien le dijo: ‘Eres un niño, un ángel, un poeta. Tienes un destino. Y has venido a decir algo’.
Regresó a Guatemala en 1967 y empezó a trabajar en medios periodísticos. A finales de la década de los ochenta empezó a padecer trastornos mentales.
Se dedicó a vendedora ambulante en el centro de la capital, donde vendía lociones, desodorantes y jabones, junto con sus versos. Hoy día todavía deambula por la capital, vestida de hombre y alejada de la realidad.
En el año 2001 el Ministerio de Cultura y Deportes le concedió el Premio Nacional de Literatura Miguel Angel Asturias. Al concederle el Premio Nacional de Literatura, el Consejo Asesor para las letras del Ministerio de Cultura y Deportes opinó que solo en ella existe una insondable y heroica cohesión entre vida y obra.
Si usted camina por la sexta avenida del Centro Histórico, puede que se encuentre con Isabel de los Ángeles Ruano, una de las grandes voces de la poesía guatemalteca.
Ella le ofrecerá algunas de las cosas que vende, puede que sea un perfume o un lapicero, si usted le felicita por ser una gran escritora, ella sonreirá y allí nada más. Isabel vive en su mundo, alejada de todo ese mundo donde prevalece una cultura de violencia, intriga y muchas cosas más.
Isabel no es que esté fuera de “onda” como la señalan muchos con el dedo. Ella vive su mundo y allí es feliz. En ningún momento cuando charla critica a nadie. Habla del arte poético como si estuviera escribiendo un bello poema.
Desde hace ya varios años reside en la zona 21 de la ciudad de Guatemala, en la colonia Justo Rufino Barrios, lugar donde se le reconoce el mérito por toda su trayectoria y labor.
Fuente: Literatura guatemalteca y Diario nacional La Hora.
A Luis Cernuda
Viejo solitario de la tarde,
te veo con tu vaso de ron, escribiendo
tu tristeza de niebla, trajinante
como una yegua loca, sorbiendo lentamente
una lágrima gris, deslucida, amarillando
junto a la briosa estación del verano.
Te veo envuelto en papeles oscuros
en el departamento quieto, separado
de la ciudad, caminando en sigilo,
viendo que gota a gota se te escapaba el cielo,
huyendo en la bruma metálica de la lluvia,
resguardado en los terribles potros que cabalgaban
tu antiguo vicio de llorar despierto.
Te resucito en las pavesas alejadas
en las remotas playas del insomnio acezante
y en los inquietos torbellinos de espera.
De niño te encuentro en un caserón deshabitado
y siento crecer en ti brillantes mariposas,
el júbilo de los cuerpos desconocidos
deseados en cualquier parte.
Te quiero en ese resplandor de miedo voluptuoso
donde nació el acento melancólico,
en las ventanas del sueño, en ese gemir suave
de adolescente incendiado en el otoño,
te quiero en el vaivén de habitaciones olvidadas,
ignorado en escalerillas fantasmas,
martillando una angustia sin nombre,
tragando besos sucios a hurtadillas del día,
comprando una primavera inexistente
bajo un silencio de sombras y sábanas revueltas.
Te busco guarecido en oscuros cinematógrafos,
hundido en cualquier esquina, pensativo,
rumiando tu ingenuidad desmelenada,
sentado en algún bar, fugitivo en derrota,
oyendo un vulgar silbido de jauría,
almacenando siluetas, rompiendo espejos falsos,
lanzando amargas flechas sin respuesta.
Y te gustaba pasear sobre los puentes,
sentir correr los ríos, oír el mar,
te esfumabas con las volutas del ocaso
y mirabas de vez en cuando a las estrellas.
A veces te dolía la vida, casi recuerdo tu gesto,
tu voz taciturna, aquellos ojos que se perdían
tras una lejanía invisible,
tus manos desgranadas en las puertas del alba,
la canción siempre hirviendo en tus torres de espanto,
el violín cabizbajo que reptaba tu ensueño
la máquina de escribir que te seguía
y los discos de jazz disfrazándose en la penumbra.
Entonces añoro las cortinas regadas en torno tuyo,
ese misterio vacío, esa leyendas de avenidas esparcidas,
la guitarra del viento acompañada de roncas voces,
las vacilantes perspectivas de los desvanes macilentos,
el suicidio de peregrinas campanas desquiciadas
desapareciendo en las esclusas derruidas del tiempo.
Añoro las dispersas ansiedades que desgarraron
tu vibrar de avecilla desgajada al invierno,
tu displicente recorrido de espermas apagadas,
la aguja que rompía tu vibrante relámpago,
la cuchilla del sexo trepanndo tus nervios,
tu tibio abrazo dulce de ruiseñor tremendo,
las noches en que el mundo te crujía insepulto
tras una cordillera de plumajes azules,
la rosa que perdiste en las veredas náuticas,
la emoción presentida, los caminos abiertos
a tus zapatos que hollaban las inciertas regiones
donde un ancla de bermellón ataja los placeres prohibidos
tras las puertas abiertas desbocadas al sueño.
Te siento pasajero, de una inmensidad amorfa
viviendo en las filas de los que retan, en esa
difícil soledad de ir cargando una cantidad de absurdas cosas,
entre fórmulas aparatosas y obligadas,
en una pirámide de aburrimientos continuados,
y el hastío de ir repitiendo historias
en evasiones que se esconden en laberintos
dislocados, en ese rugir sordo que nace y quema,
en la protesta que vuelca y hiere
junto a las murallas.
Porque llega la hora en que ya nada importa
y entonces explotaron tus versos, te regaste
como una erupción incandescente, como una lava violenta.
Porque morías en la secuencia de las semanas
de disecadas focas, en las farolas mudas
que quiebran los anhelos caracoleantes,
en los lechos abandonados, en los cocodrilos
de taxidermia inconclusa, en los años que doblan,
en ese instante de ya no sorprenderse,
en ese susto repentino que arrasaba, desolador,
temible, en la repentina voz que aullaba
exigente, profunda, en un fluido de fiebre
como una líquida plataforma que te llevara.
Ahí estaban las azoteas del hielo,
el grito partiéndose en pedazos,
la atribulada pesadumbre de repartirse,
de huir, de esconderse en suburbios pedregosos,
de ser frágil, de humo, efímero, de sólo aventar
un ruego caldeado en disgregados cristales,
en un frío que recorría callejones sonámbulos,
intemperies agonizando bajo epilépticos alambres
sincronizados al fúnebre estertor.
Y te esfumabas en la sangre disuelta de los cadáveres morados,
en la serenidad del paseante
que violaba las tiránicas ataduras, en la fiera,
inextinguible antorcha que encendías, en la valiente
y dolorosa actitud de ser tú mismo.
Caricatura De La Verdad
Vengo de mitos desbaratados
donde se quiebra el tiempo.
Armo en mi ser nuevas estructuras.
necesito el mármol de las viejas creencias
para apoyarme en algo.
Definitiva ha sido mi luz y mi ceguera,
ha sido tajante su alucinada escarcha
y mi intento triste de huir de cualquier dogma.
Así, regreso a buscar el techo de una casa,
el calor de las mentiras conocidas,
el cristal que deforme una visión
con los gastados sueños rosa.
Huí de falacias acreditadas,
me despojé de su facilidad y sus cristales,
y de pronto en la gruta de Platón vi mi silueta
terriblemente deformada.
Cinematógrafo
Luz azulada y besos distraídos,
amnesia momentánea, afuera llueve.
Siluetas, siluetas de días desaparecidos,
alardear de vida, sin telones, con butacas
inmóviles.
Humo de cigarrillos, almas calladas
con espirales de sonrisas anestesiadas.
Afuera llueve, los carros encienden sus faroles
pero la sala quieta
se estremece ante sueños encadenados con ceniza.
Hora Sin Soporte
Hoy pierdes un objeto, mañana otro,
como si te arrancaran a pedazos la vida;
te mutilan la voz, te quedas sin lágrimas
te cuentan del suicidio de un amigo.
Mueres a pausas tu también.
de ayer a hoy
cada dolor es una nueva llaga,
en cada instante hay una herida
El mundo de las cosas, caprichoso,
no responde a tus ideas, se te escapan los
objetos
como pequeños tiranos, se te esconden,
y te hacen girar y girar, golpearte la cabeza,
o mascar trozos de papel con ira desbordada.
Pierdes todo lo que has amado,
te hundes sin retorno en cada pliegue del
pasado
Y de súbito un caos interior,
la tempestad, la locura, toda la rebeldía,
lo indescriptible se te mete dentro,
tensos los nervios, los dientes encorajinados…
… y el tedio invencible de las horas vacias…
La Noche
Qué edad, qué frío, qué tormenta
puede ser más terrible
que una noche
a solas,
una noche sin nada, una caverna
olvidada, un pasaje secreto,
de hielo.
Y digo una noche a solas
una noche de tiempo.
Y no hablo de sexo
ni del calor de un cuerpo,
no hablo de alguien, de algo,
hablo de una noche a solas
frente al universo,
en el infinito,
a solas con el cosmos chispeante,
con preguntas fósiles,
con nosotros mismos,
con todo.
Los Del Viento
Nosotros, los del viento,
los que llevamos versos incrustados
al centro del timón de nuestra sangre.
Nosotros, los portadores de enredaderas turbias
nacida en lo incierto de la raza.
Sí, los que llevamos el destino broquelado
más allá del color de nuestro sexo,
más allá de las voces de la herencia,
más allá del dolor de nuestro grito.
Sí, iremos cantando, cantando,
como si germinaran las palabras
y no fuera prestado nuestro aliento;
como si en verdad la luz nos recubriera
y no tocara la muerte a nuestra puerta.
Desde el corazón al alma
nos vemos royendo nuestras propias ansias,
nosotros, los seres de la tarde aniquilada,
los del perdido otoño, los del viento,
los que llevamos nuestra vida
más atada a los cielos que a la tierra
y que vamos cantando, desde siempre, cantando.
Los Desterrados
Hoy he visto un cementerio vacío,
solo un niño
correteaba sobre las tinieblas,
corría huyendo de los asesinos
y quería atrapar una mariposa.
Entonces me dolió tener la voz
de los desterrados,
me dolió que no me dejaran gritar,
me dolieron las víctimas, la carne torturada,
me dolió la miseria.
Lloré sobre las flores, entre los muertos,
bajo la luz del cielo, entre geranios tristes,
lloré con el gemido de las cocinas deshabitadas,
con el coraje de los desempleados, con la
apagada
linterna de las barriadas escondidas.
Lloré por mis anhelos asesinados,
por esta sorda metralla que ciega,
por no tener donde decir, por no poder hacer,
por el dolor de los que estamos desterrados,
amargamente desterrados, escabulléndonos,
morosos de las tumbas, inquilinos de las criptas
que esperan.
Los Farsantes
Para ir decapitando monumentos
hace falta el silencio,
los santones hicieron sus columnas
pero no tienen estandartes.
Qué lugar daremos a cada quién
en nuestra historia?
Ya ni siquiera importa,
los héroes están muertos
y cada quien fabrica sus hazañas.
El tiempo es un invento malévolo,
nunca aprendió a creer
en la verdad
porque nació desnudo como los hombres,
y, además, es que existe la verdad?
Poema De La Sangre
Aquel que yo parí
remonta mi sangre a todas las generaciones
hasta Adán.
Trae la voz encontrada de la raíz
en que germiné
y quizás perpetúe mi estirpe
hasta cuando el mundo termine.
El que parí
es resultado de violencias inexplicables.
Está tatuado
para siempre tatuado
de las llamas que me han florecido.
Tiene designios en el caos
o turbulencias sin nombre
heredadas del día en que conocí la luz,
del instante en que me mostró la faz de Dios
o del enigma en donde las tinieblas
han incinerado la razón.
Onán
Con horas viejas colocadas en desvanes y
perspectivas deshabitadas
con silencio de lluvia y azucenas que se tiñen con
la tarde
las manos acarician la soledad, penetran sus
vertientes
y producen el vértigo mientras un rayo se
desprende.
(Afuera los jardinillos tiemblan, demudados).
Estremecimiento de armazones de hojarasca,
sin ningún galope, y con una suave, dulce
violencia
delineando la alcoba.
No hay ira, sólo la ternura pequeña, íntima,
del instante desflorado sin entrar ni a la luz ni
a la sombra.
De esta manera las manos se desciñen de sí mismas
y se sienten de barro, y así puras,
han sido desfloradas de su ruta
y se muestran como dos clowns grotescos
danzando sobre la nieve.
En el misterio, junto al vagido muerto,
en el calor perdido de una chimenea apagada
por miles de milenios de rostros convulsos
pudo entonces, Onán, encender una hoguera.
Café Express
Isabel de los Ángeles Ruano
Editorial Cultura, 2008
Por Magdalena Camargo
Tratar de descubrir, descifrar e intuir al mismo tiempo la poesía de Isabel de los Ángeles Ruano, me conduce de modo irremediable a la pregunta sobre hasta qué punto la creación poética es un acto de conciencia, de abandono, de aislamiento. Esta mujer a la que llaman loca, deambula por las calles de ciudad de Guatemala, y me pregunto cuáles son las calles que se construye con la argamasa de sus palabras, cuál es verdadero mundo que ella habita, donde ella vaga… o bien, donde ella reina; y cómo, a pesar de la supuesta locura, sigue escribiendo poesía.
Uno de sus libros que pude traer de mi viaje a Guatemala fue Café Express. Este libro de Isabel de los Ángeles Ruano sugiere inevitablemente beberlo junto a un café, es de esos libros que se leen de un tirón, ya sea en la privacidad del estudio, entre los ruidos de un parque, o en la cafetería de siempre. Cada poema da esa sensación de sorbo cálido, de familiaridad, donde uno se encuentra con la franqueza de esos temas universales, imperecederos.
En Café Express se yergue el amor, por sobre todas las cosas el amor, y sus sombras nocturnas, y sus rosales recién abiertos, y sus promesas y despedidas, la moneda del recuerdo y el olvido girando y alternando sus cruces y sus caras. El enfoque del amor que Isabel de los Ángeles Ruano abarca en el poemario da de pronto la sensación de evocar los versos de Alejandra Pizarnik: “Siniestro delirio amar una sombra / La sombra no muere.”; o bien ese: “Algo he de andar buscando en ti, algo mío que tú eres y que no has de darme nunca” de Jaime Sabines. Es ese tipo de amor turbio y limpio a la vez, inflamado de búsquedas y de rupturas, el que nos encara:
“¿Me recuerdas acaso?
Tú que vas caminando
por las tardes sin vuelta
¿recuerdas esta vía trazada
con soles rojos?”
Pero en esos momentos en los que transitamos los límpidos corredores, los que van tapiados de la ilusión donde hayan espacio para habitar el gozo, la felicidad, el canto, la esperanza, se nos muestran plagados de la ternura fresca y sencilla, acaso juvenil, del amor:
“este es mi corazón
que se despeña del tramonto
hacia las sombras nocturnales.
este es mi corazón que sueña
y te cobija en su abrazo”.
Aún así impera siempre el naufragio, un mar revuelto de puñales y nubarrones, porque el libro es sobre todo el enfrentamiento con lo efímero del amor, con su carácter expreso, de pronto tumultuoso, lo innegable de los finales y las partidas, junto con la condensación de esos desencantos:
“Más allá de este tiempo
de brújula extraviada.
Más allá de mis días
solitarios y crueles.
Más allá de mis horas
este dolor sin puertas”.
La nostalgia nos guía por la ciudad y sus campanarios, los cafés, las torres, y los parques; una ciudad en la que parece que todo el tiempo es la hora de la tarde. Ese es nuestro escenario, donde el amor es ese derrumbe abrumadoramente desproporcionado e indetenible:
“y creces en mi pecho
con tu sed de hojas muertas”.
Nos vemos también en la incapacidad de librarnos de esa impaciencia del amante que se embriaga en las memorias, entre las fotos desgastadas y los ecos de las risas, y que espera, siempre espera:
“mi corazón te anhela
te espero y tú no vienes”.
Isabel ha seguido ese destino que vio en ella León Felipe, ha seguido diciéndonos ese algo misterioso de la palabra, por el que ha venido. Y más allá de la trascendencia y del carácter imprescindible de su obra, de su lugar indiscutible en literatura centroamericana, al final permanece la poeta, Isabel y su mano abierta que nos extiende una llave, los portones que en el fondo aguardan; y la poesía, y el amor, y la locura, si hay entre ellos alguna diferencia.
“Eso soy yo.
Un umbral
con rótulos de gas neón
un umbral brillando
a lo lejos,
un umbral
brillando en la altanera
noche
eso soy yo”.
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