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lunes, 5 de septiembre de 2011

4808.- RAMIRO ROSÓN


Ramiro Rosón
(Santa Cruz de Tenerife, 1989). Escribe poesía lírica y teatro. Ha publicado “La desgracia de Orfeo y el desdén de Colombina”, libro que recoge dos obras teatrales, y el poemario “Tratado de la luz”, ambos en Ediciones Idea. Ha publicado poemas en la revista “Nexo”, del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias, y en la revista “Fábula”, de la Universidad de La Rioja. También es un melómano amante de la música clásica.

WEB DEL AUTOR:http://cuadernodefulgores.blogspot.com/



Bonanza de septiembre

Océano en bonanza,
sesteas, dulcemente,
bajo el sol de la tarde,
sobre la media luna de la playa.
Unos niños erigen,
entre voces y risas,
castillos en la arena.
Una bañista, sola y deslumbrante,
se lava en tus orillas,
acariciada por un hondo viento
y una luz atenuada por las nubes.

Cerca de unos escollos,
reposan unas barcas, amarradas.
Y, sobre el horizonte,
la diáfana silueta de un velero
se pierde en la borrosa lontananza.
Una gaviota sube
los dominios del aire,
pero, luego, desciende
y casi roza el agua, volandera.

Océano en bonanza,
eres la suave gloria de septiembre.








Las montañas de Anaga

I

Absortas en el sueño de las piedras,
ante mis ojos nacen
las montañas de Anaga.
Innúmeras edades han fraguado
sus rocas y laderas.
Barbusanos, madroños y laureles
verdean sus caminos.
Los dragos y palmeras se dibujan,
en las paredes de sus hondonadas,
como guardianes solitarios.
Todos forman el bosque
sagrado y más anciano de esta isla,
anudándose al suelo,
con sinuosas raíces,
urdiendo la espesura de sus frondas,
bañadas en rocío.

Se desliza la bruma, leve y fresca,
a través de las cimas escabrosas.
Mis pensamientos rondan esas cimas,
atalayas de mudas soledades,
a donde ni siquiera
los caminantes suben.
Si los montes me abriesen un sendero,
subiría hasta ellas
en busca del silencio más hermoso,
del sosiego absoluto,
donde acaso mi alma
lograría fundirse con la isla.
Mas sus paredes altas, escabrosas,
sólo me dejan verlas a distancia.

Las olas de un océano lejano,
volutas espumosas,
estallan en los filos
de los acantilados.
Los montes y el océano me advierten
mi brevedad humana.
Su inmutable silencio me recuerda
que nada son los años
pasajeros de un hombre
ante la edad inmensa de esta isla.


II

Los roques desgastados, que han sufrido
la erosión de los vientos y las lluvias,
me descubren la fuerza de esta isla.
Envueltos en las frondas y las nubes,
emergen de las crestas de la inmensa
cordillera de Anaga.
Parece que esos roques elevasen
al zafiro celeste,
con muda voz, un canto de silencio,
canto de inmemoriales resonancias.





Nocturno

Cuando la isla duerme,
en abismal silencio
se sumergen sus valles y montañas.
Las ráfagas de viento
zarandean sus árboles durmientes,
frondosas manchas negras.
En sus playas resuenan los gemidos
de un océano insomne.
El ruido sempiterno de las olas
trae consigo voces de sirenas,
que llaman a los barcos,
en vano, desde el agua.

No temas a la noche, que mis ojos
han de velarte, fieles.
Regazo tenebroso,
un lecho nos acoge.
Las estrellas fulguran
como súbitas luces de recuerdos.
Yo, terco y desvelado,
me asomo a la ventana para verlas,
y vuelvo a la tibieza de ese lecho
donde yacemos ambos,
en busca de mi sueño fugitivo.

En medio de la noche,
quiero sólo tu suave cercanía.
Quiero sólo que duermas a mi lado,
navegando los mares de tu sueño.
Quiero sólo que el viento rumoroso
no nos lleve jamás de nuestro lecho,
donde los besos duermen.





Los vencejos

En la azotea, desde
la balaustrada, miro los vencejos.
Como negras saetas,
danzan volando, con audaces giros,
en los desnudos áticos del aire.
Y los siguen mis ojos, admirados.
En un espacio libre de fronteras,
en una inmensidad vertiginosa,
ingrávidos, se mecen.

¿Qué leves garabatos
esbozan con sus alas,
afiladas tijeras de las brisas,
en la página azul de un vasto cielo?
¿Qué evanescentes formas, en las tardes,
sus vuelos insinúan,
enlazando sus hilos invisibles?
Mi alma les pregunta, silenciosa,
qué señales me envían,
qué me dicen sus vuelos.
Y sólo me responden,
lejanos en la altura, sus silbidos.

Lamentos elegiacos
de sílfides tornadas en vencejos
lloran la suave muerte
de un sol en el ocaso.








La luz devuelta

Tú me devuelves, con tus manos tibias,
la luz que yo perdí sin darme cuenta
y creía perdida sin remedio.
Has andado las calles recogiendo
los mil fragmentos de la luz quebrada,
que los vientos, airados,
dispersaron en todas direcciones.

Asiéndome a tus manos,
desando los caminos de la angustia;
vuelvo a los manantiales
de la alegría clara.
Como un hilo invisible,
tu voz me va mostrando la salida
del negro laberinto
de mis desolaciones.
Mis ojos, en los tuyos,
descubren una aurora
desconocida, nueva.

Sólo tú me devuelves la esperanza,
que ayer agonizaba, moribunda,
y ahora cobra fuerza, más que viva.









Guerra

Traigo una rosa en sangre entre las manos
ensangrentadas. Porque es que no hay más
que sangre,

y una horrorosa sed
dando gritos en medio de la sangre.

Blas de Otero, Ángel fieramente humano


Los aviones están sobrevolando
la ciudad insegura,
cuyos largos gemidos
sobresaltan al mundo.
Con aceradas alas,
desgarran los espacios de la aurora.
Y siembran maldiciones,
lanzando bombas, Ícaros de fuego,
que reducen a escombros humeantes
el más durable muro.
En sótanos cerrados,
se esconderá la gente, silenciosa,
hasta que los aviones
se alejen, como sombras, en el viento.

Los soldados celebran
el rito de la sangre,
el triunfo del crimen y la muerte.
Y dejarán su estela:
grandes osarios, desoladas madres.
Sabemos que la historia
es un hilo de sangre derramada,
mas, viéndola de cerca,
sólo caben las voces del espanto.

Naciones agitadas
se consagran al odio,
en su danza de ménades furiosas.
La iniquidad es el mensaje
de todas sus banderas.





Canción de la biblioteca

En una biblioteca,
alejados del mundo en una sala,
remanso de silencio,
moran los libros de poemas.
Siglos de versos, deslumbrantes,
años de erudiciones y hermosuras
se esconden en sus hojas, esperando
las manos delicadas
que un día los descubran;
los ojos que leyéndolos despacio,
con moroso deleite,
los salven de la fosa del olvido.
Sin embargo, esos libros de poemas,
en sus estanterías,
duermen un largo sueño.
Descansan, como Lázaro, yacentes,
pero nadie se acerca
a devolverlos a la vida,
salvo yo, que sin ruido los hojeo.

Qué sensación de muerte,
desoladora,
me turba si los miro.
Cuánto me duele, en fin, su desamparo,
el silencio que guardan ante el mundo,
ese mundo insidioso
que los ha abandonado en esta sala,
igual que muebles en desvanes.

Fuera, la vida canta, en los verdores
de un parque soleado,
al que dan las ventanas de la sala.
Rodeando los muros,
bajo el azul purísimo del cielo,
fulgura la belleza.
Jacarandás erguidos
enseñan flores malvas.
Las mimosas descubren
el oro de las suyas.
Lozana yedra sube
el grueso tronco de un laurel umbroso.

El parque soleado
es el triunfo de una luz hermosa,
la apoteosis de la vida,
el suave mes de mayo.
Mas aquí, silenciosos,
en una fría sala,
sólo quedan la muerte y el olvido.


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