Alejandro Bekes. Poeta y traductor argentino. Nació en Santa Fe en 1959; desde 1969 reside en Concordia. Es docente de la Universidad de Entre Ríos y del Profesorado de Lengua de la Escuela Normal de Concordia; fue docente y rector interino de la Escuela “Jorge Luis Borges”. Ha publicado, en poesía, Esperanzas y duelos (Concordia, 1981), Camino de la Noche (Paraná, 1989), La Argentina y otros poemas (Buenos Aires, 1990), Abrigo contra el ser (Concordia, 1993), País del aire (Concepción del Uruguay, 1996), El hombre ausente (Córdoba, 2004) y Si hoy fuera siempre (Valencia, 2006). Es autor asimismo del volumen de ensayos Los caminos tortuosos (Logroño, 1998) y del manual Breviario filológico (Concepción del Uruguay, 2005). Como traductor ha publicado versiones de Shakespeare, Auden, Mallarmé y Baudelaire, una selección de la Poesía de Gérard de Nerval (El copista, 2005) y las Odas de Horacio (Losada, 2005), y últimamente Geórgicas de Virgilio y Venus y Adonis y poemas diversos de Shakespeare (en prensa). Es colaborador de las revistas Fénix, de Córdoba (Argentina) y Clarín, de Oviedo (España).
La Argentina
El cielo miente una bandera en hilachas
y la brisa apresura el caer de la tarde
sobre filamentosas manos de enredaderas
que ansiosamente besan el patio ausente.
Sabemos que hay costas de barro y soledad
a todo lo largo de los ríos, que hay días
desperdiciados a todo lo largo
de nuestros días. Y aún el sol
se empecina en dorar los queridos fantasmas
y una música sola nos extraña
desde nuestro baldado corazón.
¡Nuestra desesperanza! En el patio
grande, casi desierto, de una escuela rural,
unos pocos chicos de guardapolvo arrían
la precaria bandera contra el ocaso
y el polvo y la sed absorben
sus vidas y lo que es patria, aquello
que conmovedoramente defienden, aquello
que sus vidas aisladas y difíciles cuidan,
el cariño, la patria, sin para qué, sin premio.
O también este carro que devuelve basuras
a la intimidad del basural, a la verdad
última, al sumidero de nuestras verdades;
el producto final de las preocupaciones
que dos chicos revuelven en el atardecer;
aquí debiéramos también buscar nuestro nombre
como en las hondas bibliotecas y en las monstruosas galerías
del insomnio y del sueño:
nuestra desesperanza
son estas cosas sin remedio, aquel mapa
que tan bien hermanaba las hermosas provincias, dibujadas
por nuestra lápiz nuevo, y el heroico
itinerario de la libertad;
estamos tristes por Mariano Moreno
abandonado a la gula de los tiburones
y por Boulogne-sur-mer, que mira lejos, más allá de la gloria,
y por los pardos y morenos que fueron carne de cañón
y por las montoneras de Caín
y por ciertos vergonzosos tratados
y porque nos obligamos a aprender la verdad,
que en la Argentina es siempre otra.
Recordaremos un país
de consteladas noches infantiles,
de música perdiéndose en el aire del campo
y veremos en este atardecer
un gran cielo, un gran pecho
donde palpita la primera estrella
y nos diremos que todavía hay un mes de jazmines
y sin embargo nos desesperamos:
la historia es como el pasto que ahoga los jazmines
y el país un conscripto que desapareció
en su noche de guardia,
la tristeza es Hipólito Yrigoyen que vuelve a pie a su casa,
derrocado por el golpe del ‘30,
aún vestido de patria y amargura,
la amargura es saber que abrazamos fantasmas,
que somos la Argentina que jamás existió.
1989
Río Uruguay
Este silencio que de mí me aleja
desagua en el color de tus orillas;
allí la tarde de olas amarillas
al cielo de tus aguas se asemeja.
Luego se dormirá el silencio mío
en tu silencio como en un abrazo.
Unidos en el líquido regazo
la tarde y yo somos un cielo, un río.
—Lejos, lejos un bote se desplaza
y te ocupa una música de remos
y viene el agua a la costa tranquila.
Arrullo de arboledas nos abraza
y otro silencio que no comprendemos...
La tarde en mí tu corazón destila.
Como las generaciones ...
Como las generaciones de las hojas,
así también las de los hombres.
Homero, Ilíada, VI, 146
La música del tiempo es siempre triste.
Los años, las familias, los milenios,
memorias que naufragan en los sueños,
de lo que fue o no fue, ¿qué es lo que existe?
Por el camino que al confín nos lleva
de los afanes y de la alegría
viajamos como ciegos, y nos guía
la eterna voz que se oye siempre nueva.
La misteriosa voz teje su canto
con el hilo de voz de nuestra vida,
con el latir del corazón y el llanto
y el coro irresistible de los otros.
Su música nos hace y nos olvida
y prosigue su viaje, sin nosotros.
Nocturno
El oro de la luna sobre el agua.
Imagino este verso y tal vez no sea cierto
en este atardecer sobre el agua
el oro de la luna.
La tarde muere entre los árboles
—los viejos eucaliptos cuya familia cubre
las orillas crespas del lago—
y el viento nos promete
lo que no nos hubiéramos atrevido a pedir.
Cómo se extiende el horizonte si nos sentamos junto al agua
y cómo se amoneda
visto de cerca el oro de la luna.
¿Por qué ha de ser más raro decir oro que decir luz o esplendor?
Igualmente no hay modo de decirlo
que pueda de verdad retener esta imagen.
Si nos sentamos junto al agua
podrás verla. A lo lejos
—cada vez más lejos— los viejos bosques de eucaliptos
se entenebrecen tocados por una mano inmóvil
y la noche es azul
más allá de toda palabra. La noche es azul.
El oro de la luna en el agua.
Mar Dulce
A Pablo Anadón
No es éste el mare nostrum sino el río infinito
que ha perdido una margen. El ojo ama la costa
que no está. Su fatiga
de mirar y no ver es nuestra justa pena.
No es una patria aquella bandera en la bahía.
Los hijos del dolor han tocado este suelo.
No es éste el mare nostrum sino el río extraviado
que ha perdido una orilla buscándose en la nada.
¿Qué embarcación podría con vida atravesarlo?
Pobres velas vacilan a lo lejos. Se entiende
que el horizonte es falso si no existe un destino,
certidumbre que preste refugio a la mirada.
No es el mar nuestro, es nuestro desorientado río.
De lejos viene el viento que no nos dice nada.
Regreso a casa
Sit tibi terra levis
Fragmentos de existencia, pulverizadas imágenes convergen,
conviven confundidas en el momento de la música,
allí suena la cítara
enredándose en sánscrito o en ceniza,
veo los ojos de la niña débil
juntando caracoles en la playa
o veo el corazón de un buey bajo el cuchillo,
el corazón del viejo donde acecha el infarto;
veo al viejo en el auto, lo detienen, le piden
Documentos, los busca, los ha olvidado,
debe dejar el auto, tienen que comprender,
ya no está ella para recordármelo,
pero ellos no lo comprenderán
y este viejo son ellos dentro de veinte años:
desperdicios de vidas, la mirada sin rumbo
de ese que sale solo de una iglesia vacía,
la voz azul de la muchacha débil
cantando sola entre los muertos,
la paz de la alta noche cuando todos se han ido
y ella no canta ya, la verdad de la nada.
Frases, restos de frases, imágenes caídas,
desperdicios de idiomas y de existencias
viviendo confundidos en el momento de la música,
enredándose en él como un murmullo desatinado,
queriendo decir algo o queriendo
explicar la razón de ese llanto estúpido
(no hay gracia alguna en el llanto de un viejo,
es como un chico a quien le quitan la gracia:
Dios le ha quitado la gracia, es el desgraciado
que vuelve a pie llorando hasta su casa
donde nadie lo espera,
sólo ese corazón en la heladera
y la sartén sobre la hornalla sucia
y la gran casa).
La tierra sabe más ahora de ella
(allí se pulveriza la existencia
sin imágenes ya donde la música conviva con el mundo).
No está baja la música, es que el mundo está alto:
no escucho el llanto del que queda,
sólo el silencio de la ausente.
Tierra, sé leve para ella.
Pesó tan poco sobre ti.
Paolo
Quali colombe dal disio chiamate
Inferno, V, 82
Estas roncas palomas de deseo
que en tu garganta laten, la ceniza
que arrastra el huracán, este desliza-
miento de un cuerpo en otro, este deseo,
Francesca, que nos une y nos abisma
uno en otro, tus ojos en mi vida,
un aliento en dos bocas, una herida
doble que duele amándose a sí misma
con furioso placer, con desgarrada
ternura, nos será castigo eterno,
o eso dirán los ángeles adustos.
Pero por nuestra dicha condenada
los dos tendremos cielo en el infierno;
sin ti es infierno el cielo de los justos.
La niña de San Marcos
Como un agua secreta, como el agua
fresca bajo las ásperas higueras
que a la acequia profunda se abatían
devotas: como el agua
que de la sierra viene, de la menta
y el granito, la noche y las estrellas.
Ábranse —dijo el aire
a la tribu nocturna. Y te recuerdo:
dibujaba tu mano
vidas, constelaciones. La terraza
daba a una eternidad límpida y tuya;
y la clara asamblea te escuchaba
desde las hondas gradas siderales.
Y el agua, abajo. El agua que corría,
platicando, llamando
en su lengua, delicia entre la sombra
como la que a mis ojos por tu boca
desde los astros sin dolor venía.
En tu boca tu lengua como el agua
sobre piedra locuaz me regalaba
sílabas puras, líquidas sonantes
y vocales resueltas que decían
su silencio a la noche
lejana. Te recuerdo,
te recuerdo llorando, levemente
bajo el ojo de Sirio, bajo el arco
de Orión: ¡lágrimas tenues
de agua humana, reliquias
de agua mortal que se desliza y ama!
El ruiseñor del Escorial
A Lucrecia
Libre sonido y vida fugitiva
alienta el ruiseñor entre los pinos
de la tarde. Voy solo, caminando
sendero arriba por una ladera
casi arcádica. Abajo, atardecido,
el Escorial eleva sus alados
torreones de pizarra.
Cernuda lo llamaba “el ruiseñor
sobre la piedra”. Sé por qué. Su firme
arquitectura es aire. Se dibuja
con pureza, se curva suavemente
como el verso final de una plegaria
o la música limpia de este pájaro
(tan literario y sin embargo un pájaro)
que ahora trina en la tarde. Te decía
que voy subiendo por esta ladera,
solo; empinada, serios caserones
o tranquilas casitas la ocuparon
y ya es un pueblo. Subo, fatigado,
la colina, buscándole la cumbre.
No se la encuentro. Es tarde. Todavía
creo escuchar la música del ave
del ensueño, ¡es tan alta! Y todo esto:
el ruiseñor, la senda entre pinares,
el hondo monasterio del Rey pálido
y mi cansado corazón, no tienen
música propia. Se la da tu nombre.
Este mundo es tu espejo. Yo te veo
ausente, yo te sigo
por la pendiente solitaria. Escucho
en el trino fugaz otro sonido
aun más dulce: tu paso que regresa,
tu amor que vuelve a casa...
El Escorial, marzo de 1997
La despedida
A mi padre
Ahora me parece que no pasa
el tiempo del dolor, y detenida,
incrédula, retorna y se acompasa
la escena de la eterna despedida.
Los dos en la estación, las grandes ruedas
que se mueven, el gesto de la mano...
Un año se ha cumplido sin que puedas
irte de allí donde te busco en vano.
¿Cuándo vas a volver? Ya sé que nunca.
No hay milagros así. Y el tiempo miden
las agujas, y el duelo ahí está siempre
regresando: tu voz, tu vida trunca.
Cuando los que se quieren se despiden
es mejor no saber que es para siempre
Homero, Ilíada, VI, 146
La música del tiempo es siempre triste.
Los años, las familias, los milenios,
memorias que naufragan en los sueños,
de lo que fue o no fue, ¿qué es lo que existe?
Por el camino que al confín nos lleva
de los afanes y de la alegría
viajamos como ciegos, y nos guía
la eterna voz que se oye siempre nueva.
La misteriosa voz teje su canto
con el hilo de voz de nuestra vida,
con el latir del corazón y el llanto
y el coro irresistible de los otros.
Su música nos hace y nos olvida
y prosigue su viaje, sin nosotros.
Nocturno
El oro de la luna sobre el agua.
Imagino este verso y tal vez no sea cierto
en este atardecer sobre el agua
el oro de la luna.
La tarde muere entre los árboles
—los viejos eucaliptos cuya familia cubre
las orillas crespas del lago—
y el viento nos promete
lo que no nos hubiéramos atrevido a pedir.
Cómo se extiende el horizonte si nos sentamos junto al agua
y cómo se amoneda
visto de cerca el oro de la luna.
¿Por qué ha de ser más raro decir oro que decir luz o esplendor?
Igualmente no hay modo de decirlo
que pueda de verdad retener esta imagen.
Si nos sentamos junto al agua
podrás verla. A lo lejos
—cada vez más lejos— los viejos bosques de eucaliptos
se entenebrecen tocados por una mano inmóvil
y la noche es azul
más allá de toda palabra. La noche es azul.
El oro de la luna en el agua.
Mar Dulce
A Pablo Anadón
No es éste el mare nostrum sino el río infinito
que ha perdido una margen. El ojo ama la costa
que no está. Su fatiga
de mirar y no ver es nuestra justa pena.
No es una patria aquella bandera en la bahía.
Los hijos del dolor han tocado este suelo.
No es éste el mare nostrum sino el río extraviado
que ha perdido una orilla buscándose en la nada.
¿Qué embarcación podría con vida atravesarlo?
Pobres velas vacilan a lo lejos. Se entiende
que el horizonte es falso si no existe un destino,
certidumbre que preste refugio a la mirada.
No es el mar nuestro, es nuestro desorientado río.
De lejos viene el viento que no nos dice nada.
Regreso a casa
Sit tibi terra levis
Fragmentos de existencia, pulverizadas imágenes convergen,
conviven confundidas en el momento de la música,
allí suena la cítara
enredándose en sánscrito o en ceniza,
veo los ojos de la niña débil
juntando caracoles en la playa
o veo el corazón de un buey bajo el cuchillo,
el corazón del viejo donde acecha el infarto;
veo al viejo en el auto, lo detienen, le piden
Documentos, los busca, los ha olvidado,
debe dejar el auto, tienen que comprender,
ya no está ella para recordármelo,
pero ellos no lo comprenderán
y este viejo son ellos dentro de veinte años:
desperdicios de vidas, la mirada sin rumbo
de ese que sale solo de una iglesia vacía,
la voz azul de la muchacha débil
cantando sola entre los muertos,
la paz de la alta noche cuando todos se han ido
y ella no canta ya, la verdad de la nada.
Frases, restos de frases, imágenes caídas,
desperdicios de idiomas y de existencias
viviendo confundidos en el momento de la música,
enredándose en él como un murmullo desatinado,
queriendo decir algo o queriendo
explicar la razón de ese llanto estúpido
(no hay gracia alguna en el llanto de un viejo,
es como un chico a quien le quitan la gracia:
Dios le ha quitado la gracia, es el desgraciado
que vuelve a pie llorando hasta su casa
donde nadie lo espera,
sólo ese corazón en la heladera
y la sartén sobre la hornalla sucia
y la gran casa).
La tierra sabe más ahora de ella
(allí se pulveriza la existencia
sin imágenes ya donde la música conviva con el mundo).
No está baja la música, es que el mundo está alto:
no escucho el llanto del que queda,
sólo el silencio de la ausente.
Tierra, sé leve para ella.
Pesó tan poco sobre ti.
Paolo
Quali colombe dal disio chiamate
Inferno, V, 82
Estas roncas palomas de deseo
que en tu garganta laten, la ceniza
que arrastra el huracán, este desliza-
miento de un cuerpo en otro, este deseo,
Francesca, que nos une y nos abisma
uno en otro, tus ojos en mi vida,
un aliento en dos bocas, una herida
doble que duele amándose a sí misma
con furioso placer, con desgarrada
ternura, nos será castigo eterno,
o eso dirán los ángeles adustos.
Pero por nuestra dicha condenada
los dos tendremos cielo en el infierno;
sin ti es infierno el cielo de los justos.
La niña de San Marcos
Como un agua secreta, como el agua
fresca bajo las ásperas higueras
que a la acequia profunda se abatían
devotas: como el agua
que de la sierra viene, de la menta
y el granito, la noche y las estrellas.
Ábranse —dijo el aire
a la tribu nocturna. Y te recuerdo:
dibujaba tu mano
vidas, constelaciones. La terraza
daba a una eternidad límpida y tuya;
y la clara asamblea te escuchaba
desde las hondas gradas siderales.
Y el agua, abajo. El agua que corría,
platicando, llamando
en su lengua, delicia entre la sombra
como la que a mis ojos por tu boca
desde los astros sin dolor venía.
En tu boca tu lengua como el agua
sobre piedra locuaz me regalaba
sílabas puras, líquidas sonantes
y vocales resueltas que decían
su silencio a la noche
lejana. Te recuerdo,
te recuerdo llorando, levemente
bajo el ojo de Sirio, bajo el arco
de Orión: ¡lágrimas tenues
de agua humana, reliquias
de agua mortal que se desliza y ama!
El ruiseñor del Escorial
A Lucrecia
Libre sonido y vida fugitiva
alienta el ruiseñor entre los pinos
de la tarde. Voy solo, caminando
sendero arriba por una ladera
casi arcádica. Abajo, atardecido,
el Escorial eleva sus alados
torreones de pizarra.
Cernuda lo llamaba “el ruiseñor
sobre la piedra”. Sé por qué. Su firme
arquitectura es aire. Se dibuja
con pureza, se curva suavemente
como el verso final de una plegaria
o la música limpia de este pájaro
(tan literario y sin embargo un pájaro)
que ahora trina en la tarde. Te decía
que voy subiendo por esta ladera,
solo; empinada, serios caserones
o tranquilas casitas la ocuparon
y ya es un pueblo. Subo, fatigado,
la colina, buscándole la cumbre.
No se la encuentro. Es tarde. Todavía
creo escuchar la música del ave
del ensueño, ¡es tan alta! Y todo esto:
el ruiseñor, la senda entre pinares,
el hondo monasterio del Rey pálido
y mi cansado corazón, no tienen
música propia. Se la da tu nombre.
Este mundo es tu espejo. Yo te veo
ausente, yo te sigo
por la pendiente solitaria. Escucho
en el trino fugaz otro sonido
aun más dulce: tu paso que regresa,
tu amor que vuelve a casa...
El Escorial, marzo de 1997
La despedida
A mi padre
Ahora me parece que no pasa
el tiempo del dolor, y detenida,
incrédula, retorna y se acompasa
la escena de la eterna despedida.
Los dos en la estación, las grandes ruedas
que se mueven, el gesto de la mano...
Un año se ha cumplido sin que puedas
irte de allí donde te busco en vano.
¿Cuándo vas a volver? Ya sé que nunca.
No hay milagros así. Y el tiempo miden
las agujas, y el duelo ahí está siempre
regresando: tu voz, tu vida trunca.
Cuando los que se quieren se despiden
es mejor no saber que es para siempre
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