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domingo, 13 de marzo de 2011

3530.- TESS GALLAGUER


Tess Gallagher. Estados Unidos (Nació el 21 de julio de 1943 en Port Angeles, Washington).


La poeta Tess Gallagher vivió con Raymond Carver desde 1979 hasta 1.988. Él murió en 1.988.


Tess Gallagher y Raymond Carver

ANILLO

No el que lleva en esta detenida extensión
de tierra, sino el que vimos juntos
en aquella tiendecita de Oregón: ágata musgosa,
de un verde tan subido que negreaba en el aro de plata. Difícil
de encontrar después, extraído de su mano
y vigilante. Pensando que sorprendería a su poder
con la traición, se lo regalé a un amigo nuestro que nunca llevaba
anillos y necesitaba su suerte. Pero pronto supe,
no me preguntes cómo, que el anillo
yacía, junto a baratijas diversas, en un cajón. Le pedí

que me lo devolviera y, durante algún tiempo, lo llevé al cuello, colgado
de una cadena. Pero resultaba extraño,
como un amuleto escolar: un recuerdo de amor para el que ya estaba
mayor, y que había cambiado por el oro rosa
de las alianzas matrimoniales. ¿Dónde está ahora?
En algún abyecto lugar seguro.
Pero ¿dónde? Apartado. Pongo la casa patas arriba
buscándolo. Pero no lo encuentro. Es peor
que una maldición. Como la felicidad que malgastamos en fuentes
con deseos equivocados. O la burla

azarosa de. la memoria, su embotada firma, tan casual
que me aplasta viva, y me creo lo que nunca me creo
de las verdaderas apariciones: que utiliza
mi deseo para venir a mí;
que mis sentidos están habitados, como el tronco
en cuyo interior se embute el oso
para hibernar; que la presencia en curso de los muertos
es volátil y sacramental. El viento al que
está unido ese muchacho, que corre con una cometa por
entre las tumbas, mirando a lo alto, pero manteniendo el equilibrio,

como si introdujera el cielo en la tierra con
fría temeridad. Así que mi amor, muerto pero viviente,
asoma en el flujo de la memoria, de lo que su memoria
recordaría, igual que él es recordado
en una calle de Dragón, muerto viviente de amor,
con la extrañeza de la plata fría
ciñéndole el dedo de la mano recién creada.





HABITACIÓN INFINITA

Habiendo perdido el futuro con él,
estoy dispuesta a amar a quienes
no me ofrezcan futuro – la forma
que tiene el corazón de extraviarse
en el tiempo -. Él me lo dio todo, hasta
el último y jaspeado instante, pero no como un exceso,
sino como si un propósito oculto fuese
una fuente junto al camino
a la que pudiera acercar mis labios y saciarme
de recuerdos. Ahora el amor en una habitación
puede hacer que me pierda con suma facilidad,
como una niña que hubiese de volver deprisa a casa
ya de noche, y tuviera miedo de
encontrarla vacía. O sólo miedo.
Dime otra vez que esto sólo va a durar
lo que dure. Quiero ser
frágil y verdadera, como quien prolonga
el momento con su muerte intacta,
con su corazón, demasiado sabio,
limpio de los desechos que llamamos esperanza.
Sólo entonces podré volver a visitar al último superviviente
y saber, con la alborotada exactitud
de una ventana rota, lo que quería decir,
con todo el tiempo ido,
cuando decía: “Te quiero”.
Y ahora ofréceme de nuevo
lo que pensabas que no era nada.

(El puente que cruza la luna.
-Traducido por Eduardo Moga y publicado
por Bartleby Editores 2.006-)





Ahora somos como aquel montón mate de arena
del jardín del Pabellón de Plata de Kyoto,
diseñado para revelarse sólo a la luz de la luna.

¿Quieres que esté de duelo?
¿Quieres que guarde luto?

¿O, como la luz de la luna en la arena blanquísima,
quieres que use tu luz para brillar, para relucir?

Brillo. Estoy de duelo.






Cuna Cadáver

Nada la hiere tanto como el exceso
de preguntas, porque preguntar es
acercarse, humillarse ante el núcleo coagulado.
Un llanto persistente lacera sus pómulos, pero no lo
detiene: permite que la capilla abierta de su infancia se ilumine
con luces de árbol. Futuro blanco y gris
del aliso, hipnosis del cedro, com cuando
un olor excesivo a néctar peina
su aliento. Llueve y llueve,
como si creciera en él la repentina necesidad de pacer
en la memoria de ella, con la cabeza descubierta en el muelle
en el que fumaba, soñadoramente, un cigarrillo y la guiaba,
a ella y al caparazón satinado de su quietud, hacia
la misma blancura que coronaba la lluvia, hinchada
y gradual. Qué lúcida es,
borrosa y sin filo, como escuchar,
para estar más despierta, la música con que lo rodeaba
para fascinar lo que hermosamente
había iniciado. Todo pájaro, pero sin recuerdos, piensa
ella, y vive en su pajaridad, no grávida,
sino extrañamente ligera, y quiere levantarse al alba,
cuando la nieve envuelve en su niebla a las montañas, y el mundo
duerme como si fuese
el mundo entero, y como si, por ello, pudiera verse
desde el principio, recién
entregado, como el sueño mismo, com la pálida fertilidad del sueño
al recordar ella su último descanso,
en el que se sumió, y se sume todavía, lenta y blanca,
preguntando hasta lo hondo, honda con su oscuro abajo.

(trad. de Eduardo Moga)





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