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sábado, 19 de febrero de 2011

3264.- FRANCISCO GARAMONA


Francisco Garamona (Buenos Aires, 1976). Realizó estudios de música y artes plásticas. Es librero y editor. Dirige la editorial Mansalva, Poesía y Ficción latinoamericana, que difunde obras de jóvenes escritores latinoamericanos así como de autores consagrados de la lengua. Publicó Parafern, Ediciones Deldiego, Buenos Aires, 2000; El verano, Ediciones Deldiego, Buenos Aires, 2001; Carcarañá, Casa de la Poesía de la Ciudad de Buenos Aires, 2002; Tavali, Ediciones Amaranta, Rosario, 2003; Cuaderno de vacaciones, Siesta, Buenos Aires, 2003; Pequeñas urnas, Gog y Magog, Buenos Aires, 2003; Una escuela de la mente, Eloísa Cartonera, Buenos Aires, 2004; La momificación de Bárbara, Junco y Capulí, Rosario, 2004; Los patos, (con ilustraciones de Max Cachimba) Eloísa Cartonera, Buenos Aires, 2005; Que contiene láminas, Gog y Magog, Buenos Aires, 2005; Aceite invierno, Editorial Municipal, Rosario, 2005 y La leche vaporosa, Vox, Bahía Blanca, 2006. Es compositor y cantante. Grabó dos discos con sus canciones: Garamona!, 2003 y Soy tu espejo, 2006.





Unos signos de nieve

El vacío encierra un rostro aniñado que cuando
abre los ojos, láminas muy dulces se deshojan,
entornando una pupila, después otra.
Los pastos se doblan bajo el peso de las crías
que descansan en el claro lunar.
Montes vaporosos son dibujados de una manera rápida,
líneas se descifran al final, hay una nota,
lo desprendido se pervierte, en bollos de papel
queda una risa. Si el tiempo pasado sigue vivo,
si encontramos las razones del por qué de algún gesto,
y una gamuza se corre lentamente y la chica
de ojos de gamuza se pervierte junto a nosotros.
Dejamos una carta que estamos escribiendo.
Una nena nos habla dormida de que debemos irnos
a un lugar no lejano, comenzar el ascenso,
repetir ciertos tópicos que dieron un fruto antes.
Y está bien que hayamos dormido para después encontrar
en el centro de mesa unos signos de nieve.
O cosas que nunca han estado juntas, ahora calentándose
sobre el fuego. Se pierde el sonido que la mañana
nos devuelve ya muy cerca, de las flores vivas
y muertas, en eso es parecido el amor entre ellas.

(Una escuela de la mente)








Pomelero

Un recuerdo de la cruz alpina que cruzaba la cara
cuando íbamos debajo de los árboles raspados
por pinchazos de ramas.
Era lindo estar así en las burbujas, o en láminas
pintadas a mano sobre tabiques de madera.
Tocarnos mientras caminábamos, decir algo
sintiendo todo lo viejo y confortable del lugar
al que habíamos llegado.
Sombras ansiosas podrían despegar de cualquier lado,
eso era un táctil, la sensación que surcaba las palmas,
como los terrores recorren los caballos,
viajando a contraluz en el pelo.
Los miedos, las muecas forzadas, todo eso que hicimos,
fueron nuestras pasiones. Sincronizadas con los pasos
no iban al caer. Todavía pienso en esos días
cuando la luz quería durar un poco más sobre las cosas.
La inmovilidad señala causas. El viejo pomelero floreció
como en un molde. Con una voz que grita
desde la inmovilidad extrema.
Entre las plantas derrumbadas hay unas que parecen muy cerca,
apenas tocadas de humedad, flores caídas que nos dieran alergia,
la distracción de sus formas fue una de las formas de mi vida.

(Una escuela de la mente)








La escuela de la mente

Fuimos al cine y dejamos que un reno se subiera
a la nariz de una estatuilla de hielo,
a la que miramos derretirse, tocándola despacio
como un ciego palparía los objetos de una casa.
La oscuridad trae una noche, una novela
acabada que se quema por los bordes.
Dejamos algo en un lugar para olvidar otras cosas,
¿dónde están tus abuelos que te llevaban
a la cama cuando eras una nena dormida?
Palabras quedan, como brillos de pulir en la ventana.
Aplicamos nuestras bocas a decirlas,
nos acercamos a encontrar todo lo dulce
que se cambia por la luz de la mañana
La escarcha gotea en el cristal de éste,
en el de aquél despegan unas cintas muy tersas.
Y en el cine pasaban las imágenes que íbamos
cambiando por placer, dejándonos llevar
por un viento que embolsaba la campera florida.
Mientras buscábamos unas notas por el camino
de azulejos de esta escuela de la mente.

(Una escuela de la mente)






Vapores

Me pasó que sentía el crujido de una carne dulcísima,
que mis pensamientos se transmitían a tu lengua
por puentes que irradiaban otra voz.
En los museos de ciencias bajo una caparazón
de tortuga encontramos un signo celeste;
el promontorio de nuestros huesos también estaba allí.
Pero vos te detuviste a mirar como nadaban
unos renacuajos en el agua de unas piletas,
y cuando estuvimos cansados nos fuimos
a la habitación que compartíamos los dos.
La luz conforma una distancia que recubre
los días midiéndose sobre los cuerpos,
en las partículas que nos encuentran juntos.
En estanques los animales beben notas dulces,
de agua, terrones de azúcar que se dan con la palma
a un caballo ciego. De lugares así uno se queda
una experiencia por fijarse, aun ya vivida.
Las notas desprendidas en las ramas,
cada cual lleva su penacho amarillo;
el contagio del cubrecamas, la habitación
abandonada con sus vidrios marrones
que dejaban entrar el sol como en un marco.

(Que contiene láminas)







Un ratón

En los días de tristeza el ratón enumera
sus pasos a lo oscuro, andando bajo la cama
masticando una ciruela, el tronquito
es lo que más le gusta tener entre los dientes.
Piensa sobre todo en esas horas de felicidad
cuando levantaba una alfombra con dibujos de animales,
y bajo el calor húmedo se quedaba dormido.
Los chicos de la casa lo mantenían inquieto,
y esos momentos valían oro, todo el que él podría
juntar andando la vida entera recorriendo canaletas.
Porque allí se les caen las medalla a las viejas
cuando salen de la iglesia y andan como
despanzurradas, pura alegría y jolgorio.
Sobre el muñeco de una nena hay una incisión
profunda al lado de la mejilla ¿adivinen quién la hizo?
Los ojos cerrados del ratón cuando dormita
parecen esferas talladas con la mano temblorosa
de una ebanista anciano. Se preparan los sonidos
para llegar a sus orejas plegadas con los pelos
grises del alba temblando de miedo.

(Que contiene láminas)








El temple

Jugamos en las ramas con pesadas cabezas planas,
la habitación tiene un sentido. Y el sonido nos traía
la oscuridad como una fiesta para la que se habían
apagado las luciérnagas y los últimos fuegos.
¿Qué era ese silbido en los oídos, la masa
acuosa del temple en el constante bailar?
Esos libros que están al costado de la lámpara,
la frase que vuelve cubriendo con su estela
el despegue laborioso, controlado.
Los animales que amamos se van cerca del fuego,
y parecen que buscan su muerte persiguiéndose
por troncos y vallas. Y también esos pequeños
con que nos calentamos, todavía podemos
tocar sus narices, dejarlos rondar con sus
patas que marcan un camino sin fisuras
donde nos encontramos sin hablar.
Los útiles, las puntas de unos lápices
en un cubo fluór movidos por el viento.
La nota escrita con la lapicera sostenida
en la punta de dos dedos como una estrella temblorosa
y helada abriéndose una y otra vez.
Un hundimiento preserva las huellas anteriores
a esta tarde vistas en la luz marrón de una taza.
Si alguien se detuvo a contemplar el equilibrio
que se unía lejos de aquí, ese espacio
que resaltan las ramas para que nos acostemos.
Una laguna rosa se enciende en el momento de jugar
a encontrar adentro nuestro el lugar de las criaturas.

(Que contiene láminas)







Fugados

Pensaba siempre en las pequeñas experiencias
que sobrevuelan una taza de café,
al caer la tarde, antes de que una capa
más oscura cubra los pómulos de ella.
Junto a una ventana donde la luz se retira
a sorber algo del polvo que desde hace meses
se acumula en el lugar. Como un reloj de sol
ellos se acercan por los cuadrantes que modelan sus figuras,
y algo los cubre con pintas que se deshacen fácilmente.
Una hoja doblada parece que avanza desde el cuaderno
donde dibujan la cabeza y también parte
de los hombros de un muchacho.
Quien los nombraría en las sombras cuando ya estén de vuelta;
agitando una botella tal vez pudieron verse reflejados
en el líquido que rompía contra los bordes de la taza y la mesa.
Que no los alcance la repetición de un mismo tema,
mientras miran girar dos barcos solos.
Unos nombres les sirven en la fuerza
para tirar de las correas de una bolsa de tela.
Hacen signos en lo oscuro de una tienda
y en la pizarra unos conjuntos los están llamando.
La mujer con cabeza de perro y el chico del traje de oso
parecen darse vuelta en un espacio sin amigos,
sólo con un teléfono para llamar diciendo
que ya no es divertido estar así.
Pasaron dos meses juntos y ahora se dan cuenta
de que son muy distintos, y que el ruido de la ropa
lavándose en la habitación de al lado
los deja pensativos y ya no pueden oír nada más.
Pero cambian de idea y dejan la sala,
o se levantan de la silla con un salto.
¿Porqué cuando estaban llegando se amigaron
y volvieron a salir tomados de la mano,
con el invierno que los traía muy juntos y olvidados?

(Aceite invierno)







Los pinos

Si siempre hay una voz que dice cosas al oído,
al viento de la costa de arenisca caliente;
si en un recuadro hay dos figuras juntas
o cromos de sombrillas pegados en machimbre.
Dejamos en orden nuestras cosas, en atados circulares
que fingen seguirle la altura a un pino,
en filas de cuchillos irregulares y sin filo.
Nos alejamos de la leña aprendiendo sus maneras,
las posturas de cuando la viola el fuego
y el hacha cuadrada del viejo parquizador.
Mataba hormigas con los dedos del cartón de un muñeco;
como se siente la salida de las vacaciones,
por senderos de césped irregulares, apenas obstruidos
con girasoles de cabezas engreídas, recortadas de mechas.
Y siempre caminos desiertos, que suben sobre
terraplenes insinuados detrás de unas casillas,
donde aparecen ramas sosteniendo una tranquera,
y las agujas de los pinos que se encienden un segundo.
Nos quedamos quietos y ya algo nos dispersa,
somos como dos fantasmas que se aplican,
los broches de la ropa, las hebillas del pelo;
salimos a dar vueltas mientras todo está oscuro.
Las caminatas del año pasado renuevan sus colores,
en las instantáneas borrosas donde estamos más jóvenes.
Yo miraba tu espalda quemada con la marca de la malla,
atrás el agua fluía sobre una pileta azul.

(Aceite invierno)









Unos días afuera

Mientras bordeábamos un perímetro
de campo desierto, las estrellas parecían
del tamaño de la cabeza de un niño,
y cuando el colectivo resbalaba
sobre la escarcha adherida en la ruta,
la oscuridad iba cediendo a unos colores.
Un caballo volvía desde la tapa de un libro
a tomar agua, en la ilustración de una tranquera
no exenta de volumen, y el dibujo presentaba
unos relieves encima del vapor de una pavita
en la que el mate a la intemperie siempre estaba comenzando.
Dos chicas hablaban en el asiento de adelante
de la escuela de enfermería donde estudiaban,
y al escucharlas conversar yo me quedaba entre
algodones, las fibras del cansancio iban cediendo.
Tal vez ellas pudieran entender esa casita sin cimientos,
habitarla entre dos soplidos con la luz de un sollozo.
Un pensamiento nos seguía por un camino rectangular;
detenidos en el sonido de la cafetera o en los lugares
que se iluminaban por donde íbamos andando.
En una parada salí del colectivo a comprar una gaseosa,
admirando los oídos de papel de una muchacha
que parecían agotar algo del tiempo.
Caminamos por un piso sucio de polvo de cemento,
cerca de una pila de bolsas que esperaban
para terminar la construcción de un bar al paso.
Decíamos cosas estúpidas, gritando como animales
por los ruidos del motor. Estábamos ansiosos
por llegar, bajar en el reverso de unos
días adonde el invierno nos llevaba.
Entre la niebla encontrábamos un rostro,
una fila de árboles inclinados con la lluvia golpeando
un pote de helados. Eran las horas de la adaptación lenta,
las del viento celeste y la mochila de las tiras color crema.
Parecía el viejo de la montaña fumando,
ocultando la brasa con los puños del buzo.

(Aceite invierno)









Un descampado

La pendeja y el pianista se perderán de nuevo
entre las luces de la terminal de colectivos.
Conviene hallarlos con el humo de una sopa
barriendo todas sus muecas,
antes de que llegue el día.
Porque era clave la frescura
que envolvía sus piernas,
el olor del chocolate
cuando se empastaba contra el jarro de metal.
-¿Y qué buscaban?
Algo para ajustar las máscaras de cubiertas de auto
con agujeros donde respirar.
Ella no se asusta de nada.
Él repasa escalas mimeografiadas sobre los portales,
el hierro humedecido le sienta bien a los dedos.
Había que ver esa oscuridad como manchas de tinta
accionando las correas en el teatro de los novios,
en la montaña.
Una porcelana, la imagen de un perro pegado
en la tapa de un piano con rebordes de felpa;
las orejas alertas escuchando unas notas.
Él se mira la cabeza en el reflejo de un charco,
con las orejas puntiagudas parece un dios del verano.
Dos sílabas, despiertas, desnudas,
que se enlazan hasta quedar confundidas
en el revuelto de las sombras.
Los relojes sugieren el paso lento de las horas
que se renuevan, no saltan, no se incorporan.
Hay una piedra. Ellos están muy quietos,
es la mañana, no hay viento.

(Esculturas topiarias, inédito)







Estudio de una noche

Había que medir la fuerza de las pequeñas cosas,
esas vasijas esmaltadas con rostros de animales
pintados en el frente, estaban ahí, avanzando
con la mirada puesta en el horizonte,
hacia nuestro pensamiento.
Algo se escurría por los bordes
ahí donde el muchacho estaba tendiendo
sus manos para surcar la superficie
helada con la imagen de un lago
cerca de su corazón y sus pulmones.
¿Llamabas con voces duraderas,
en la puerta de piedra de la casa
que empequeñecía a cada año?
Hay fases fugitivas en el cuarto
creciente de la luna,
en las fuerzas sombrías
que llevaron y trajeron,
un carro de pan,
para posarlo sobre la mesa y hacerlo rodar.
Así, un día después de otro día,
con gusto a naranjada en los labios.
-¿Perderé por todo lo prisionero que había en mí?
-¿Esas voces granulosas me están llamando?
Eran respuestas a un mensaje de un mensaje,
que se internaba por las vallas disueltas,
los ríos desbordados, manchas de aceite
para lo inacabado.

(Esculturas topiarias, inédito)









La escuela morada

Ya pasó el año nuevo con sus luces y disparos.
Pasaban los barcos, las cáscaras
de nuez en una uña; las horas del día
en que estuve enfermo, desnudo sobre una cama.
Tomaba con mis manos pedazos de madera
y si andaba por el medio de un camino
solía señalarlas con una mueca
que quería decir, "estarían buenas
para la escuela morada o adentro
de una gruta de turismo".
Buscaba el partido de la extrañeza,
la oscuridad, lo hermafrodita,
eso que no tenía mensaje por encima de las cosas:
la clave del silencio era el silencio.

(Esculturas topiarias, inédito)



[http://www.revistasolnegro.com/sol%20negro/FranciscoGaramona.htm]


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