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lunes, 14 de febrero de 2011

3194.- OMAR TAGORE


OMAR TAGORE
Poeta, músico. Nace el 5 de septiembre de 1970 en la ciudad de Tacuarembó (Uruguay). Ha publicado en antologías de poesía, en separatas culturales y revistas uruguayas y españolas. Su libro-poema “Azimant” fue primer premio en el Concurso Literario Municipal de Montevideo, 2001. Como músico ha editado de forma independiente “Materia de Catamarca - Los Músicos del Oeste” un disco fragmentario donde conviven la canción, el paisaje sonoro y otros seres; el mismo es parte de una “Saga” construida entre poemas, Cancioneros, Cantares y textos narrativos, que nos lleva a un mundo mítico, una mitología personal. Su obra permanece inédita y bajo el abrigo de la Cofradía de San Fructuoso.



EL TENUE ÁRBOL DEL CARPINTERO

a mi padre

Hacia la tarde, sobre nuestras manos,
pudo avanzar la gracia como una escuadra
de insectos moribundos rumbo al estanque.
Un dulce maestro quedaba atrás. Tendido
en una siesta después del trabajo, atascado
en la veta dorada de la pinotea o el aroma
profundo del lapacho. Así mi niñez, ovillo
de préstamo en tallos de la lívida palude.
Serán los últimos aromas en mi Padre,
latentes, tan parias, ahogados en la viruta,
esa fina lluvia sobre el resto de los maderos
que perdieron la espera de ser el paraíso
del colgado, y ahora son presas probables
de un armario, una repisa, una puerta
que indicará por su grito a dónde irán
nuestras largas cabelleras más allá de sauces,
de los manes, de los mientras. Trepamos
esa ausencia por sus ramas menos flexibles
hasta llegar al plano del verde acento.
El fruto diminuto a la hora de la luz aplomo.
Prima bella. Mi primavera de rosario
que fue a través de su pie en una horqueta
a la altura de mis ojos perdidos para siempre
en esa luz templaria bajo su vestido
de niña venida de lejos. Sube un Cristo
sordomudo y errante hasta la rama más alta.
El Cristo verde agua, el Cristo de corazones.
El Cristo ondina, amarillo cromo como
un sol pariente incrédulo ante el fuego.
Un mediodía nos abraza, nos eleva
por encima de la siesta del carpintero,
de su grúa mental detenida a la sombra,
por encima de las migas del templo,
del amor y de aquel pájaro prendido al muro,
exhausto, de las formas del pitanguero,
de nuestro ascenso y de nuestros zapatos
dejados allá abajo en la base del árbol.







VINO UN AVE QUE COMPLETÓ EL DESIERTO

Vino un ave que completó el desierto.
Lo contempló. El desierto cedió su memoria
para alojarla. Era su ave enhiesta
hasta que fue desierto por completo.
Su paso en la noche trajo pequeños animales
y escasos insectos propicios para alimentar
la carga de nuestra lengua rasurada
por la lluvia maleable del Sur. Su aplomo
nació de la misma tarima del aire grave.
Lo contemplado nos sirvió de manual
a lo largo de la procesión. Tenues circos
de la palabra bordaron su trayecto de ave,
de palanca, de pentámetro derribado, que
no resistió la tensión del arco en su pecho.








APICULTURA CELESTE

Ante la verticalidad de algunas sustancias,
como ser, el pensamiento enhiesto que
intenta abarcar la totalidad del horizonte,
la inmovilidad vestida de anterioridad
dentro del muerto, la barba derivada
de una línea finita, la obrera cuerda,
la paleobrera que recuerda, ha echado
a andar un solo. Modalidad oculta del nodo,
un metejón que no dice nada que procure
estar y no estar presente bajo la luz
a la hora de los primeros premios del prado.
Palabra antes de. Su pasado de colmena,
de comunión repleta, no colmada, sino
armada, construida para crear, procrear
al poeta del hijo. Al poeta hijo del hijo.
Este lugar donde contemplar es panal
y lo inefable alteración pura del buey,
desmenuzado, estallado en miles de obreras
que rondan el sitio de un gravemente,
de un centro de sensatez de tierra seca,
su gracia de porta-incienso sabandija.
Pronunciar o transitar la carne del poema
es, de alguna forma, salirse de su carga
para equilibrar el poderío de las colmenas.









VIDA Y RAZÓN DEL GRAN CADUCEO

Sueño y silencio por dentro. En la vida religiosa de la víbora,
Mundo es a su silbo. Y el mundo es todo su silbo mientras ella
se extiende para reducir los vientos que van y vienen
desde el sur constreñido por los albores del primer canto
al desvaído norte-límite, lúcido, donde la música arrastra
su carga rugosa y definitiva entre cardos y pedregales,
cíclicos eucaliptos y areniscas del Paso. Entre los fariseos
se desplaza, mancha sobre mancha, como una delicia irreal,
una caída esperada, pareja, unitaria de reflejos y escamas.
Debajo del bucólico paisaje, maraña que rodea la cantera,
la vibración del ofidio busca salir a la luz intensa del mediodía.
Vive en el árbol de enfrente que es también su instrumento de viento,
un desmejorado instrumento que vemos remar hasta el cansancio,
cada tarde del otoño, deseante en llegar a unirse, definitivamente
el próximo año, al gran cardumen migratorio de sus antepasados.
Los ataúdes habían comenzado a emigrar fuera de la ciudad
dos semanas antes como de costumbre para las celebraciones.
Apenas percibíamos el movimiento del grupo principal,
visto por nuestros ojos como una desformación óptica del paisaje,
tenues ondulaciones sobre las lomas que abarcan el campo del Cristo,
pasarán, pienso yo, por debajo del cementerio de automóviles,
formados al igual que los tordos del cielo, como escuadrones del ocaso.
Una tarde, entramos con el fin de remontar los tres restantes.
Nuestra familia sabía de antemano que uno de aquellos barriletes,
ese día, inevitablemente, apagaría por unos instantes la luz del cielo.
Son los ataúdes los que emigran, no los muertos que arrastran.
Se evaden religiosamente sobre esta fecha imprecisa de las calendas
a pesar de la voluntad del huésped o sencillamente a pesar de la voluntad.
Años anteriores fueron menos esquivos. Ahora huyen de la ceremonias,
del amor, del ciprés y de las danzas sin sentido de la vieja casamentera.
Antes, a la hora de la siesta junto al alambrado, casi siempre,
solíamos sentir pasar bajo nuestras espaldas el tenue montículo
de sus lomos en procesión bajo tierra sin mordisquear siquiera
con sus pensamientos la claveteada sombra de nuestra merienda.
Mas la humeante especie divide al mundo en dos: el que su silbo
ha contaminado y el otro, impoluto, soñado y silenciado
que la recorta del primero y la hace tocable bajo los bordados
del manto de los jóvenes ascetas, la hace visible a los ojos
que solo ven desde abajo a través de la secreta esmeralda del pasto.
La blanda ascensión que la define durante sus encantos la obliga
a detenerse en las aulas de los eucaliptos simuladas en otros aires,
ensambladas bajo las alas de dos olvidos: el de los amantes dormidos
y el de la forma original, ora polvo, ora cáscara de metáfora.
Por dentro, solo el sueño y el silencio han sido conminados
al movimiento continuo sobre los caminos de tierra colorada
o ese lugar extremo del final de la siesta labrada bajo un níspero,
tal vez un jueves bajo una parra en un patio de piso hormigonado
en una casa tramada sobre un barrio perdido en alguna ciudad del interior.
El camino que fluye desde las alas del muerto como terca maleza
y conduce los hábitos derivados de la antigua madriguera del plano,
tempranamente llevará mi vaso a la mesa del pasto, y el rumbo
que he esperado del fresno a través de los años sobre ella dormirá.
También serán silbo los aromos. El tragaluz con su botella lujosa,
el espadachín que lo oprime con su pliegue, serán carne misma del silbo.
El plan que nos eleva por encima de los imanes de la carne, del verbo,
silbo han sido, silbo serán. La luz que siempre ha sido pan de pocos,
lira de laico, perfume del prisma, parásito del profeta de las aguas,
contra su voluntad intoxicará a nuestros hijos, silbo a silbo.
El ganado romo, también, el que duerme o el que pasta, pero
que al fin riega de sombras el constante movimiento de la pradera,
el constante sueño que llega después de la espina, de la espera.






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POEMAS INÉDITOS DEL POETA URUGUAYO OMAR TAGORE

“Y Rubén se puso ante Joaquín, y le dijo:
No te es lícito aportar tus ofrendas al primero,
porque no has engendrado, en Israel, vástago
de posteridad...”
Evangelios Apócrifos






SEIS ÁREAS PARA EL DILUVIO QUE NO VENDRÁ

a la memoria de J. Brodsky.

I

El dolor de Joaquín conjuga la pastosa nada de un verbo
inestable.
Ensambla la sombra de su mano perlada de palabras
no aprendidas sobre la saliva rígida de la madre que vacila
en la salvia de la noche entre el súbito salto a una extrema
ausencia y el carcomido abrazo.
Todo ese amor que huye confluye en una misma plaza dentro
del lienzo:
una línea de bramantes y un fondo lluvioso de animales
en estampida.
Cuando él mira así, sus hojas se visten. Anda un tramo
y una rama amiga cae y vive sumisa a sus pies.
Dice y el buen aire entra hecho virutas.
Ama tanto lo que llega como lo que se va del límite;
ese roce de la cerda contra la cuerda templada en la mesa
del viento echa más leña por la boca
del sueño que, ardiendo por sus bordes,
ora bajo el haz de la lupa.


II

El dolor de Joaquín repite. Reprueba callando.
Calmo entra a la luz.
Es un dolor sedentario sin casa fija.
De un pelaje miel que es un don
casi dormido, parecido al mío, al del hijo
que en parte, parte de mí:
mi súmmum, mi somos, mi símil, mi semen,
mi suma alterada de pasos y silenciosos regresos
sobre las mañanas en la greca de la tierra,
donde los rancios enigmas, las trampas y los frescos
desastres son traídos por el humo-pienso que irradia
la sierpe. Ella se mueve consumida
por su mezquino y empobrecido oficio de abandonar
el árbol a la hora que los residentes ahogados
por su tísico ajuar y su corsé de miasmas
despiertan en coro y luego se abandonan bajo la leña
unísona para verla revolcarse en la fiebre de su cría,
besar su frente y trepar el relámpago.



III

El dolor de Joaquín repara. Responde a la hilera de dientes
(nube que pasa como un borrón o un solo pensamiento
que sobrevuela el diluvio anunciado en los pomos
y en la memoria de la bisagra).
Aquí dentro el aire caliente pertenece al tórax
o al desierto creciente.
Los afectos del nómade mueren con los primeros
destellos del día y sus afeites caen como densos animales
fulminados por un rayo al rozar sus colas el neutro andamiaje
de los aromas domésticos.
La sierpe ama la secuencia del nómade, enumera la estabilidad
de sus grietas. Persigue con su cuaderno de planas la plenitud que cambia:
un largo movimiento que, al dragar la cima del sueño con toda la miseria
de su lomo lacónico y mitómano, afianza el deterioro de su arrastre.


IV

El dolor de Joaquín, rey sin caballo ni reino, pasea su verde aljaba,
su tierno blindaje por la casa tendida, vaciada, cosida, cauterizada,
ya sin el abrigo de los débiles misterios que con todo su desprecio
escupen los dioses menores sobre el plan de los objetos inútiles.
El dolor sin trama canta, sin trino llega aquí, sin remos piensa en ver
palabras que aún crecen planas y ocultas, bajo el manto de la mugre,
y en los resquicios, y los bretes donde no llega la temerosa música
de los hombres que solamente mueren, donde no llega el canto de la lluvia
que nace o suele nacer en su secreta Orden sembrando simetrías
entre el alma y el cardo, el melisma de la ropa sucia acumulada en el altar
(esa sangrada piedra del baño) y la memoriosa cabeza de la Gorgona.



V

El dolor de Joaquín merodea como el hermano tenue de una melodía
que envuelve minuciosamente con papeles de insomnios las apariciones
repentinas dentro del templo, como la proteica procesión de hormigas
que cada noche cruza el hierático hundimiento de la viga central del credo,
para volver a la humedad de cada muerto nombrado dentro y fuera
de las cinco bolsas de basura apiladas bajo la cruz patada de la cocina.
Por parda procesión, casi un tentáculo a oscuras, por donde se irá
el pan de la última cena, la fruta futura de la escoba, el asma inestable
de la flor de la higuera, los besos negros, los versos blancos tiznados
por la luna y el ciempiés, el nombre de la saga, el número del archimandrita
que escribe el lugar donde el polvo no es otra cosa que polvo del camino.



VI

El dolor de Joaquín, imantado silencio que ronda las mañanas hundidas
en los pliegues de los últimos anillos propone un río de áreas, un abismo
(mas de Cartago siguen enviando a la boca del sueño la apremiada leña,
mientras la cetrina cocción que lo guía se aviva. Única es la nervadura
que lo nutre en el giratorio gobierno de los días. Delenda est Carthago).
Y del dolor, padre de mi canto educado, hijo de mi llanto conducido,
santo espíritu de mi instrumento traído a rastras a través del tiempo
hasta esta tienda de campaña, he cosechado una firme ergástula colgada
del alto muro, desde la cual lucho a diario por mi ración de amor,
y cuando el cansancio trabaja en mis horas, restauro un poco el rostro
del ángel, limando, podando, trasegando en canciones el aire que sobra.

de DEL HUMO EN WITTGENSTEIN

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