Pedro Antonio Urbina nació en Llucmajor (Mallorca) en 1936 y falleció en Madrid en 2008. Se licenció en Filosofía y Letras, y obtuvo el grado de doctor en Filosofía y en Derecho. Su extensa producción narrativa le proporcionó un considerable número de lectores. Para ésta se servía de técnicas realistas y experimentales, el análisis crítico de la realidad y el reflejo de las frustraciones, soledad y desvalimiento del ser humano desde donde se abrían paso con frecuencia las reflexiones trascendentes y las propuestas sociales utópicas. También es reconocida la calidad de sus ensayos filosóficos, entre los que se encuentra Filocalía o amor a la belleza ( 1988), y de su poesía. Ésta última se encuentra publicada en los volúmenes: Mientras yo viva (1976), Los doce cantos (1979), Estaciones cotidianas (1984), Hojas de calendario (1988), La rama (1988), Las edades como un dardo (1993), Algún interminable mérito (1998) e Incesante clamor (2002). La obra de Pedro Antonio Urbina se halla recogida y comentada en libros de historia de la literatura española. Numerosos son también los trabajos doctorales y de tesis sobre este autor, y los comentarios de prestigiosos críticos y escritores como Guillermo Díaz Plaja, Vintila Horia, Rafael Conte, Criado del Val, Dámaso Santos y Rosa Chacel, entre otros.
Me parece que no tengo Poética alguna y, menos, preceptiva literaria ni nada semejante. Me parece que mi poesía no está sólo en los versos sino también en la narrativa que he escrito y publicado, en muchos pasajes al menos.
[…]
Decir en el hoy siempre lleva consigo decir al modo de hoy, de alguna manera, si de verdad se ama y se conoce ese paisaje, el urbano y el otro, las cosas que suceden –y te ocupan y preocupan–, y sus gentes, una a una amada, con o sin esfuerzo...; pienso, digo, que al escribir todo eso y de todo eso ya lo hago en el hoy y al modo de hoy.
[…]
Así que amar es la condición previa y constante del escribir. Con eso –y es consecuencia–, la unidad interior lleva o permite conseguir la unidad en lo escrito. También, y al mismo tiempo, claro, conocer unitariamente eso de lo que se escribe. Es decir, ver cada realidad en la armonía de totalidad; por ejemplo: ver al hombre como criatura. Una de mis escritoras favoritas –una de mis maestras– es Isak Dinesen; y ella habla expresamente de esa perspectiva que permite conocer la realidad unitariamente, sin hojarasca, sin malos subjetivismos; ella dice –me parece que en Sombras de hierba– que su lejanía de Kenia, una vez vivido aquello, el reposo, la serenidad, la distancia anímica le hizo posible escribir sub especie aetemis –lo escribe así–: Puede parecer tremendo ese escribir desde la perspectiva de lo eterno. Quizá suene filosóficamente a algo parecido a las tesis de Baruc Spinoza. No. Se trata de ese estado y estadio en el que y desde el que pueden verse y conocerse cosas y personas con comprensión, sin odios ni rencillas bobas, con piedad, humildemente, es decir, con amor.
En la obra de arte una es donde habita la belleza.
A su vez es consecuencia de todo eso que ese ver y ese conocer –y por tanto el escribir– estén en las antípodas de la banalidad. Me parece que hoy hay muchos escritores banales, groseros, zafios, superficiales, dispersos… En algunos se guardan las formas, y el cuidado de la forma casi se convierte en un dios. Una preciosa cáscara. Y cuando no se da esa liturgia de las formas, lo que se dan son libros banales.
[…]
¿Más cosas sobre mi Poética, si es que se puede llamar así? La sinceridad. La sinceridad es condición previa de la verdad. Quizá resulte innecesario decir que no me refiero a la verdad conseguida discursiva o racionalmente y luego incrustada en el poema o en el escrito que sea. No. Me refiero a la disposición anímica constitutiva del quehacer artístico. No sé bien el sentido exacto que dio Antonio Machado a ese famoso unas pocas palabras verdaderas. Pero sé que si las palabras lo son, son verdaderas. Y una palabra tan sublime como es la poética no puede no ser verdadera. Y esta verdad parte de su fuente: de la verdad interior.
[…]
Así, todo lo anteriormente dicho lleva a la libertad de escribir: para escribir como persona hay que ser libre. Nada es más ajeno a la libertad del escritor o poeta que la esclavitud de la moda […] Lo que pida la mayoría nunca puede ser directriz o estímulo al poeta. La masa como tal es una realidad dispersa, disgregada, una suma de individuos cuyo resultado no es persona. El poeta tiene que ser tan hondamente amigo del hombre que sea el castigador del individuo para convertido en persona. Que le haga comer lo que no gusta... –como aconsejaba el poeta Juan de la Cruz– para ir y llegar a lo que es gustoso. Ir por donde no sabe para llegar a lo sabroso... La oscuridad de la noche para llegar a la felicidad del alba.
Así se muera, así no llegue, así reviente... Estas esforzadas palabras son de otra grandiosa escritora: Teresa de Jesús.
Estas ideas […] las he visto, y a veces leído, en grandes escritores amigos con quienes simpatizo en el alma: Eugene O’Neill, Katlherine Mansfield, Valle Inclán… y tantos otros.
He visto confirmadas mis convicciones en ellos, mi experiencia personal la he visto reflejada en sus obras de valor universal, en el espacio y en el tiempo, para la más alta utilidad del hombre. Y eso pretendo, aunque mi pretensión se quede en deseo, y mis libros se desmenucen como ceniza en la región del olvido, como dice el rey poeta David.
Extracto de las “Notas del autor” a su poemario Algún interminable mérito (1998)
APÓLOGO
Apólogo histórico e inmoral a modo de colofón, sin serlo, sino más bien corolario indemostrado anteriormente, pero posteriormente epilogo que no compendia nada... pues, si algo dije..., siempre quedará abierto, joh!, ¡abierto! Amad las ventanas, os lo recomiendo. Y dice así esta epimone epinícica, aunque melancólica, pues la vida es epitáfica, y la misma aurora: se corona de –oh paradoja– acimut, y, aunque nadie lo vea, hay un cénit de oro en la azul violeta, por morada, por violeta...
Dice así:
Esta tarde, que, como todas, ha sido eterna, me he subido y he visto, desde dentro y desde fuera, desde lo alto y en la entraña... me he visto dentro y cubierto. ¡Cómo decirlo! A los lados, en flanco, los troncos de su fortaleza y negros; y, a cubierto, la ternura de otoño, que es verde y amarilla, y el sol lejos. La más sábana, la encimera, es azul de tan hueca, pero muy dentro, más adentro que el vientre, más que el gotear de la sangre en las venas, las notas .huecas de un pálpito en ocho o en seis tiempos, que miden un siete de quietud; bajo los pies –otro cubierto–, el agua soterrada, que fluye en el buen silencio, la otra quietud, que dicen viva, la de verdad eterna; y lagrimea el iris, cálido como un beso tan tierno...; lisas las piedras combas, duras, crespón cristal, puntas de estrella.. Lo dije: fuera y dentro. No lo supe decir: es que es lo eterno.
(de Los doce cantos, 1978)
Eran olivos fieles.
Al borde del camino
ven pasar caravanas, vientos, gentes
perdidas; ellos
sufren y callan.
Cuando es el tiempo,
los olivos sonríen en olivas sabrosas, hilos
de aceite suave,
y, a la luz de su muerte,
callan, siempre callan.
(de Estaciones Cotidianas, 1984)
La ceniza en la frente
cayó
y llevada del viento
voló .
por entre las violetas
que empiezan a nacer,
por las delgadas ramas
que resucita el sauce.
Muerte por las violetas,
y entre los sauces,
muerte.
La vida se ha quedado
quieta:
con lentitud solemne
surge de nuevo,
avanza, grave,
como quien va a morir.
(de La rama, 1988)
DESCONOCIDO ALGUIEN:
No eres mi amigo. A mi amigo no hace falta que le escriba cartas (además, lee todas las otras...). No eres mi amigo porque no estoy seguro de que él esté aquí, o yo con él. En esta soledad no sé si estoy verdaderamente solo.
Así que no sé a quien escribo, no sé a quién dirijo mi queja. No sé si me escucha.
Tampoco estoy convencido de que merezca la pena escribir esta carta; lo hago para disipar un poco esta soledad. Esta soledad parece alguien. Alguien malvado. Parece alguien, porque si es algo..., si es algo estoy loco.
No puedo respirar bien, no tengo fuerza, me cuesta hasta abrir los ojos. Hay algo dentro del pecho, desde el corazón hasta casi la garganta, y por eso ni la voz me sale firme. Y un casquete en la cabeza, justo hasta encima de los ojos, y justo bajo la nuca.
Quizá a este algo escribo la carta.
Hay alguien dentro de ese algo que como un líquido denso anega el interior del pecho; el corazón se ahoga.
Pero no se ve, y todos a mi alrededor pasan sin advertir esta muerte, la angustia del agua estancada, que ahoga.
No lo ven y no lo sé gritar; ni lo sé escribir porque, ¿a quién escribo?
Pero aún sigo en pie.
(de Hojas y sombras, 1990)
Si se abre el aire y rompe
los lagos aún dormidos...;
si puesta en pie la inmensa maravilla de los árboles...;
si el ave descubierta mira primero el brillo
de sus plumas al viento...,
no es traición que sostenga
mis pies cada día, por mirarte,
sobre la tierra.
Cuando los lagos y sus aguas
ya nunca duerman en tinieblas,
cuando los árboles beban de las nubes,
cuando el ave se mire en ti
los colores de sus plumas, entonces,
a sol abierto,
no apoyarán mis pies sobre la tierra:
porque mirarte será la raíz.
(de Las edades como un dardo, 1993)
Desgranad despacio
las casas rojas de la granada;
con manos blancas
echad fuera la tela de amargura;
vidas de sangre, enjambre
liberado.
(de Las edades como un dardo, 1993)
(Juan de la Cruz)
Dolencia de amor.
Me duele tu presencia tan ausente,
me duele tu recuerdo.
Tengo ceguera de no verte.
Dolencia de amor es lo que deja en mí
esta tu rara ausencia tan presente.
(de Las edades como un dardo, 1993)
ÁNGELES
(A Jerónimo Padilla)
Entró en la sala
de estar cuando no estaban, y eran otros
–invisibles y ciertos como ausencias–
los viejos habitantes
Bajaron invisibles en la lluvia
los viejos habitantes:
estaban en el musgo,
estaban en las tejas, en el brillo
irisado de una gota de agua,
en el silencio denso, en el frío sereno
de la tarde de lluvia
Llegaron a la plaza los viejos habitantes,
llegaron a la tarde, la víspera de fiesta,
y se estaban allí
–invisibles y ciertos como ausencias–
escuchando la música que la banda ensayaba,
las viejas partituras
Con el eco se fueron los viejos habitantes,
se fueron con el eco de aquella tarde quieta,
invisibles y ciertos como ausencias.
(de Algún interminable mérito, 1998)
Se resiste a morir la flor de la mostaza.
Cada año asoma, menuda, sonriente.
En los campos, qué hermosa,
papelitos blancos, puñados amarillos.
En el jardín, donde crece medido
el boj, y se cultivan
las petunias, begonias y anémonas,
no cabe.
Se resiste a morir,
cada año promete no volver, pero
[nos miente.
–No salgas más de nuevo, terca mostaza,
a este jardín cercado.
Te arranco, y te lanzo a la muerte,
a los campos soñados y libres,
abiertos, vivientes...
(de Algún interminable mérito, 1998)
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