Vicente Cristóbal (1953) es Profesor de Filología Latina en la Universidad Complutense desde 1975, Catedrático de la misma disciplina y en la misma Universidad desde 1999. Investigador sobre literatura latina, mitología clásica y pervivencia de autores clásicos en la literatura española, es también traductor de los principales poetas de Roma (Catulo,Virgilio, Horacio y Ovidio). Ha acometido además, en algunos casos, la empresa de trasladar la poesía antigua al castellano en sus propios ritmos. Como creador ha publicado el libro Silva mitológica (Madrid: Ediciones Clásicas, 2007), que es una colección de poemas sobre figuras del mito clásico, alumbradas en su vivencia interior, en su dimensión humana e intemporal y en su paisaje.
ORFEO
Siete meses debajo de la piedra
tejiendo su caudal de pena y gloria.
Siete cuerdas hablaban.
Vagó luego a través de nieves solas.
En vano ya buscó
la sombra subterránea, el polvo de humo.
Halló la luz cuando más ciego estaba.
Cantaba la tortuga.
Su voz hizo el milagro entre los tigres,
los bosques lo obedecen,
logró la sumisión de los insectos
y el silencio asombrado.
Noche y rama del nido, madre ausente,
pájaro fiel al canto lastimero,
flor de música brota en cuello blanco,
olas del río, playas de una isla,
grito salvaje de mujeres ebrias,
música aún de tu garganta trunca,
álamo blanco en medio de la estepa,
mano ladrona, mano sanguinaria,
mano que roba el pájaro sin pluma,
mármol nunca a tu voz.
Adiós, cabeza amante,
lengua que busca el cielo sin descanso,
espada contra el frío de la muerte.
Adiós entre las ondas que te llevan.
(de Silva Mitológica, 2007)
ARIADNA
Nada se pierde en este mar poblado
de velas a millares y delfines.
Nada es baldío ni falaz ni estéril.
Todo es huevo de un ave milenaria,
semilla de un albor resplandeciente
allá en el horizonte de los días.
Doy al mar la traición que me regalas
por haberte seguido con mis ojos,
por haberme olvidado locamente
de todo cuanto tuve antes que tú
llegaras a la isla de los toros.
Después que te miré, se hizo la noche.
Allí queda mi casa centenaria,
el reino de mi padre, sus cien pueblos
y la dulce inocencia tan temida
de mi hermano con sienes monstruosas.
Allí, entre la tiniebla de los sótanos,
sus doce otoños son sangre y silencio.
También yo me disuelvo en aguas tibias,
como nieve al ocaso del invierno,
recordando su frente tumefacta,
su mirada infinita, sin recelo
de la herida culpable, hermano mío,
a quien yo asesiné con mi locura.
Y esta locura, ya vuelta en razón,
con las alas del ágil pensamiento
por fin a nuestra casa me devuelve.
Aquí, sobre la arena de esta playa,
voy a sembrar la pena, grano a grano,
de este mi amargo amor ya moribundo.
Nacerá –bien lo sé– de tanta lágrima
la voz ebria de luz y de alegría
que me rescate de una larga sombra.
Despertaré en el mundo de los vivos
coronada de estrellas diamantinas.
Porque nada se pierde en este mar
inmenso, de sonrisa inagotable.
(de Silva Mitológica, 2007)
FILOCTETES
Amo mi juventud libre y montana,
aquella juventud ya fenecida,
aquellas cacerías de las cumbres
y el aire de los dardos voladores.
Añoro de mi patria lo remoto,
aquel yo de otro tiempo que gozaba
con la charla y los juegos aldeanos,
con el rostro diario de los míos,
con mis fieles molosos y mi yegua.
Pero ahora que habito este desierto,
que mis huesos arrastro por las peñas,
que de sueño, de noche y de horizonte
alimento esta herida de mi planta,
esta raíz del grito inagotable,
ahora que me muero poco a poco,
aborrezco la raza de los hombres.
Pues he sabido de su doble rostro,
de sus bellas palabras ambiciosas,
de sus nobles ideas criminales,
de su amistad fingida y de su estiércol.
Estiércol yo, arrojado a estos escollos
por una sola culpa: infecta llaga
que carcome mi pie, llaga hedionda
que ofende sus dichosas asambleas
y es una mancha en el lozano ejército.
Mordedura de sierpe sorprendida.
Su nariz y su oído me condenan.
Mis ayes y el hedor que me circunda
me han hecho compañero de las rocas.
Aprenden mi lamento las montañas
y repiten la voz ya conocida.
En tal conversación quemo las horas
escuchando bramidos de las grutas,
ecos de mi dolor multiplicado.
Pues ni al sol ni a la luna me abandona
esta afilada podredumbre viva.
Su diente me transforma en alimaña,
aferrado a la vida sin razones,
víctima de la carne y el espíritu,
enfermo, despreciado y solitario.
Los barcos no se acercan a estas piedras.
He perdido la suma de mis días
en esta reclusión bajo los cielos.
He olvidado la humana compostura
y la palabra me es innecesaria.
Sólo el grito me sacia y me da bríos
para esperar un rumbo diferente,
soñar que alguien se duele de mi ausencia,
que mi mano es precisa para el mundo.
La costumbre, no obstante, hace muralla
contra el agrio veneno de los días.
Una hoguera de troncos me calienta,
mis flechas me dan carne de los pájaros,
una cueva me libra de la escarcha,
la brisa me acaricia algunas tardes
y en la playa me limpio la ponzoña
de mi pie vulnerado. No estoy muerto,
y acaso algún navío se extravíe,
se llegue a los eriales de esta isla
y me dé la salud y el rostro humano.
(de Silva Mitológica, 2007)
POLIDORO
Fui el menor de mis hermanos príncipes.
Mies de venablos me clavó en el suelo.
Raíces me atenazan. Soy arbusto.
Ruina es el oro, plaga de la mente.
Ahora, sabio ya, bien lo comprendo.
Perdí mi corazón en tierras frías,
muy lejos de mi padre, cuando apenas
he visto helarse el río doce veces.
Me sobra el pedagogo y las lecciones.
Ya todo lo aprendí desde esta orilla.
¡Cómo se ha equivocado mi verdugo!
Mi sangre hace brotar agudas varas,
y aquí florezco en paz. Ramas y fruto.
Quietud y lentamente ver el cielo
con mis oscuros ojos.
(de Silva Mitológica, 2007)
Un pez
se ha tragado tu corazón
y ahora ya no sonríes
ni buscas agua
ni tienes ojos de hogar distante
porque siempre duermes
en ese rincón brumoso
donde la luna no tiene importancia
y el pez no vuelve, no vuelve.
(Inédito)
MAÑANA DE JUNIO EN JARDÍN GINEBRINO
No hay luminaria tan clara en ningún horizonte. Torcaces
dan su rumor salpicado en las ramas del tilo más alto. Y responden
mirlos ocultos y pájaros otros que beben el aire.
Conversación y silencio en igual proporción. Hacia el tiempo
más ancestral y dorado. Los troncos enormes, la yedra, la gran esperanza, los años,
siglos pacientes. La sombra y el sol que alimentan
tantos rebaños de fronda madura. Y el canto perenne
del corazón que brotó una mañana de un cálido huevo
bajo el plumaje azulenco amoroso, a la luz de las hojas oscuras.
(Inédito)
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