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miércoles, 25 de agosto de 2010

916.- BELLA AJMADÚLINA

Bella Ajátovna Ajmadulina. Poeta rusa (Moscú, 1937). Descendiente de tártaros, estuvo casada con el poeta E. Evtuchenko. Su voz poética está marcada por una relación con la naturaleza y un uso magistral de las imágenes visuales, que presentan al mundo como nuevo. La inspiración poética temprana de Ajmadulina se nutre de las estaciones del año, como se aprecia en Un cuento sobre la lluvia (1962). Más tarde, se desplaza hacia espacios metapoéticos, que le valieron el menosprecio de la crítica soviética por su carácter elitista. En su obra destacan las colecciones de poemas El secreto (1983) y El jardín (1987). Su estilo es solemne, semiparódico, caracterizado por la exuberancia del lenguaje, el uso de la perífrasis y un humor chispeante. Heredera de M. Tsvietáieva y A. Ajmátova, publicó el volumen de memorias Mig Bytiia (1997). Su obra ha sido traducida al inglés. En 1989 recibió el Premio Estatal de Literatura.





Un cuento sobre la lluvia

Desde la mañana la lluvia no me abandonaba,
-Oh, déjame- le decía yo groseramente.
Pero ella no cedía, fiel y triste,
me seguía como una pequeña hija.

La lluvia se pegó a mis espaldas, como un ala.
Yo la retaba
-Avergüénzate, mala!
Llorando te implora el quintero
-Vete a las legumbres y a las flores!
¿Qué quieres de mí?

El tiempo era pesado y seco.
La lluvia estaba conmigo, olvidando
al resto del mundo.
Los chicos bailaban en torno a mí,
como si fuera una máquina regadora.

Me ingenié para entrar en un café,
Me escondí en una mesa, detrás de un nicho.
La lluvia, cual un mendigo, se pegó a la ventana,
y quería llegar a mí a través del vidrio.
Salí otra vez, la mejilla fue castigada
con una bofetada húmeda,
pero en seguida, arrepentida,
la lluvia, triste y valerosa,
me lavó los labios con olor a cachorro.

Creo que mi apariencia era ridícula.
Me envolví el cuello con un pañuelo gris.
Y la lluvia me pellizcaba la oreja.
La sequía era tensa. Todo estaba seco.
Sólo yo me empapé.

Traducción: Irina Astrau




Invierno

Este gesto del invierno a mí,
frío y aplicado.
Sí, hay algo en el invierno
de la medicina tierna.
De otro modo, cómo de repente,
de la oscuridad y el tormento,
la enfermedad confiada
le dirige sus manos.
Oh amable, sigue con tu brujería,
de nuevo rozará mi frente
el beso santo del anillo helado.
Y es cada vez más fuerte la tentación
de encontrar el engaño con la confianza,
mirarle los ojos a los perros,
abrazar los árboles.
Perdonar como jugando,
y habiendo perdonado
perdonar todavía a alguien.
Confundirse con el día invernal,
con su óvalo vacío,
ser siempre para el
su matiz pequeño.
Reducirse a no existir,
para implorar detrás de las paredes
no una sombra mía sino la luz,
por mí tapada.






***




En qué me diferencio
de la mujer con la flor
o de la muchacha que ríe
y juega al anillo.
¿Y el anillito no llega hasta sus manos?
Me distingo de la habitación
con el empapelado,
donde estoy sentada sobre el final del día
y la mujer con los puños de cibelina
aparta de mí su mirada arrogante.
Cómo compadezco su mirada altiva,
y temo, temo espantarla,
cuando ella se inclina
sobre el cenicero de cobre
para sacudir la ceniza.
¡Oh, Diós mío!
Cómo le compadezco,
su hombro, su hombro deprimido,
y su cuello blanquito y fino,
que siente calor bajo las pieles.
Y temo que de repente comience a llorar,
que sus labios griten terriblemente,
que esconda las manos en las mangas
y que las perlas golpeen el suelo...

1950






La noche

A Andréi Smirnov

El alba oscurece por tres puntos
y temerosa la mano no se atreve
a irrumpir en la blancura del papel
cortando el aire denso que lo guarda.

Como sin remedio mi razón es honesta
se avergüenza de su imperfección
y no deja a la mano alcanzar la dicha
de tramar yambos con el descuido de ayer.

Mientras está plena de signos la penumbra
una idea imprecisa que hace arder mi frente,
el poder del café o la pasión nocturna
se pueden confundir con chispas
de la inteligencia.

Pero, en realidad, como grande es mi juicio
está a salvo de las locuras de estas vigilias,
pues esta ardiente excitación, como un genio,
méritos suyos no las considera.

¡Acaso es pecado desconocer mi infortunio!
Es tan inocente la pequeñez, tan dulce
la tentación de violar el anonimato
de esta noche,
nombrando todo lo que me rodea
por su nombre.

En tanto ordeno a mi mano no moverse
cada objeto me observa provocativo,
resplandece y vigila cada gesto mío
que insinúe le rinde pleitesía.

Seguro de que los amo
los objetos gruñen y mendigan,
anhelando con toda el alma
sea mi voz la que los cante.

¡Qué agradecida estoy a la vela,
quisiera hablar de su amada luz
y concederle la incansable caricia
de los epítetos! Pero, callo otra vez.

¡Qué dolor y tormento el de estar muda,
sin confesar ni con una palabra
toda la belleza que el amor
con mi pupila severa contempla!

¿De qué me avergüenzo?
¿Por qué no soy libre en la casa desierta,
bajo la nieve creciendo para escribir mal,
pero con justeza,
sobre la casa, la noche y el cielo azul
tras la ventana?

¡No quiera Dios que pierda la vergüenza
ante la hoja de papel tan indefensa
ante la vela sencilla y luminosa
ante mi rostro esfumándose en el sueño!








La traición

Me traicionan. Me traicionaron. Y después
me olvidan. Yo misma soy culpable.
Y tengo que admitir con mi razón rendida
que me estoy volviendo loca, volviendo loca.
Y si están vendiendo las naranjas
y huele a naranjas todo el cesto,
entonces me parece que a mí me venden,
a mí me venden, no a las naranjas.
Cuando los padres echan al olvido
a sus propios hijos para distraerse,
pues me parece que a mí me traicionan,
a mí me traicionan no a sus hijos.
Y cuando a ninguna cosa le dan valor,
engañan, mienten, andan con los chismes,
pues me parece que a mí me traicionan,
me venden y me traicionan.


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