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lunes, 5 de abril de 2010

385.- RICARDO PEÑA BARRENECHEA


Autor de algunos poemarios realmente notables, Ricardo Peña Barrenechea (1896-1939) corrió casi la misma suerte que muchos de los brillantes poetas de la generación peruana de 1930 y acabó transformándose en una especie de autor de culto, que es muy apreciado por la crítica literaria y los poetas en general, pero, la­mentablemente, no es muy conocido por los lectores comunes y co­rrientes y el público en general. La explicación de este fenómeno posiblemente tiene mucho que ver con un problema más complejo y que no viene al caso discutir aquí, como es la suerte de la poesía en el Perú, y con la misma biografía breve pero vital de este vate que es considerado —para usar las mismas palabras de Luis Fabio Xammar— como el lírico más fecundo de la poesía peruana.

Si algo puede decirse sobre el periplo vital de Peña Barrenechea es que fue un poeta fino, sensible y exigente hasta más no poder. Tuvo un debut poco alentador con la publicación de su primer poemario, Floración (1924), donde todavía aparecía como un cultor de un modernismo artificioso y sentimental. Más tarde, sin embargo, supo ponerse a tono con su época y pudo asimilar fructíferamente las nuevas tendencias poéticas, tanto de las escuelas vanguardistas pro­piamente dichas como de «la vuelta al orden» o el «post vanguardis­mo» de la generación española del 27. El fruto maduro de esta especie de proceso de aprendizaje artístico fue Eclipse de una tarde gongorina y Burla de don Luis de Góngora (1932), donde ya asoma como un vate con un lenguaje poético altamente depurado y contemporáneo que sabe ocultarse tras los símbolos, se deja absorber por las fuerzas ocultas de la Naturaleza y hasta puede orientarse, con ferocidad casi animal, hacia su propio subconsciente.

Al poco tiempo, vendría su tercer libro de poemas, Discurso de los amantes que vuelven (1934), que muchos críticos han calificado, con acierto, como una verdadera obra maestra. Se trata de una colección de siete romances de perfecta factura, donde, mediante la pureza del lenguaje, el vocablo escogido, la emotividad y musicalidad del verso, la delicadeza y el uso de colores matizados, logra expresar una ver­dadera efusión de sentimientos, recuerdos y presentimientos que tenían que ver con los mil sucesos de su vida cotidiana y, sobre todo, con las cosas que lo alejaban del mundo sensible del color y las sen­saciones. Al respecto, el poeta y crítico Ricardo Silva-Santisteban ha escrito que aquí, al intentar una forma añeja y tradicional, con la materia de una temática moderna, Peña Barrenechea logró renovar para los peruanos, como ya lo había hecho unos años antes Federico García Lorca para su España natal, la forma clásica y popular del romance. Otro tanto se puede decir del último poemario que Peña Barrenechea llegó a publicar, Romancero de las sierras (1938), donde, por medio del romance y un espontáneo lirismo, logra mostrar una sierra llena de paisajes de encantamiento, lejanos, leves e ingrávidos, que parecen brotar más del cogollo de su corazón que de la tierra misma. Así, en esta verdadera lucha por superarse de libro en libro y alcanzar la inasible meta de la perfección estética, Peña Barrenechea acabó pergeñando una obra poética tan original como bella, que se caracteriza, entre otras importantes cuestiones, por su inclinación por el romance y el lirismo intenso y acendrado.

Pero, aparte de escribir poesía, Peña Barrenechea se dio tiempo para confeccionar obras dramáticas de gran aliento lírico, como Bandolero Niño (1935), que forma parte del ciclo de su deno minado «teatro de color» y se inspira, por cierto, en la vida de un personaje que hasta ahora sigue inquietando la vigilia de un buen grupo de narradores peruanos: el famoso bandolero social Luis Pardo. Por último, al igual que otros vates peruanos, como José María Eguren, César Moro o Jorge Eduardo Eielson, Peña Barrenechea también incursionó en el terreno de la pintura y hasta participó en una exposición que tuvo lugar en la ciudad de Valparaíso, Chile, a fines de 1935.

Por todas estas razones, cuando aún vivía y recién acababa de publicar su Eclipse de una tarde gongorina y Burla de don Luis de Góngora, Peña Barrenechea concitó la fina atención de varios ensayistas, entre los que se encontraba el mexicano Alfonso Reyes, quien, aparte de poeta y crítico, era un gran conocedor de la obra de Góngora. Más tarde, después de su temprana e inesperada muerte, la fama de Peña Barrenechea se incrementó todavía más, gracias, antes que nada, a los recuerdos, testimonios, homenajes y ensayos que le dedicaron los poetas tanto de su tiempo como de otras generaciones. Así, uno de estos vates, Martín Adán, dolido aún por la desaparición del autor de Discurso de los amantes que vuelven, escribió lo siguiente: «Ricardo Peña es, en nuestra literatura, una figura ejemplar, así por austera y generosa. Su poesía, que nunca se apartó de estrechos caminos de perfección, mantuvo en su largo discurso, sin decaimiento y sin apuro, la ternura de la primera despedida y la espe ranza de la llegada gozosa. Poeta, verdadero y grande poeta, pudo ser versificador para solo representar y aquilatar su poesía. Desdeñó sin arrogancia lo que no servía a su destino: nunca cesó en ello. Pocos en el Perú han servido su personalidad propia con tanta abnegación, esmero y gracia. Fue ingenuo y fue artista: fue humanísimo y fue exquisito. Y le fue concedido por divino premio el ser de su más honda persona en la más noble forma. Recordémosle, no como se recuerda al que plació en su día sino al que en vida y obra, y por la sola virtud, nos obliga a que le imitemos».

Además, como si no bastara con lo anterior, Peña Barrenechea también fue objeto de diversas tesis universitarias. La primera de ellas fue la que en 1947, con el título de Ricardo Peña Barrenechea, sustentó el recordado Francisco Carrillo en la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Varios lustros después, un joven estudiante de la Pontificia Universidad Ca tólica del Perú, Ricardo González Vigil, que con el tiempo se haría muy conocido en el campo de la enseñanza y la crítica literaria, sustentaría otras dos nuevas tesis universitarias acerca de nuestro ilustre poeta: Ricardo Peña y su elogio burlesco de Góngora (1973) y Forma e indeterminación en «Eclipse de una tarde gongorina» (Manierismo y modernidad de Ricardo Peña Barrenechea) (1974).

Pero, mientras la fama de Peña Barrenechea se acrecentaba de manera notable, sus poemarios se volvieron prácticamente lujos de bibliotecas y archivos privados, pues a nadie se le ocurrió hacer una nueva edición de los mismos ni tomarse el trabajo de reunir y publi car su obra inédita. En este caso, la excepción a la regla fue Luis Fabio Xammar, quien, desde un primer momento, se encargó de difundir la obra inédita que Peña Barrenechea había dejado. Así, a fines de 1939, Xammar reprodujo dos poemas inéditos de Peña Barrenechea en el Mercurio Peruano y Social y, además, convenció a los editores de la revista 3 para que incluyesen en sus páginas la obra dramática Bandolero Niño. Más tarde, en 1943, Xammar también tuvo mucho que ver con la edición póstuma del poemario Cántico lineal que, conjuntamente con Lucimiento y desvelo y Eco de la luz, salió bajo el sello de Ediciones de la revista Signo. Aparte de Xammar, se puede mencionar también a Francisco Carrillo, quien, en su citada tesis universitaria de 1947, ofreció algunos poemas inéditos como «Romance de mi soledad y de mi vida» o «Saya y manto, II», que formaba parte de Colonial, un poemario que Peña Barrenechea anunció desde muy temprano pero, al parecer, nunca terminó de escribir. Otro tanto se puede decir de Ricardo González Vigil, quien, a fines de 1982, en el número 22 de la revista Cielo Abierto, reprodujo Eclipse de una tarde gongorina y Burla de don Luis de Góngora. Por último, no se puede dejar de mencionar a Ricardo Silva-Santisteban, quien, además de haber estado detrás de la publicación del poemario Instancia de Angustia, que en septiembre de 1973 apareció en el número 16 de la revista Creación & Crítica, fue el encargado directo de la nueva edición de Bandolero Niño que en 1987 hizo Ediciones Kuntur.

Hoy, sin embargo, ya se puede volver a leer a Peña Barrenechea, pues, por fin, sus poemarios y sus obras dramáticas han sido reunidos en los dos magníficos volúmenes de su Obra Poética Com pleta, que el Rectorado de la Pontificia Universidad Católica del Perú acaba de publi­car. La obra, que forma parte de esa verdadera fiesta de la poesía que es la colección «El Manantial Oculto», abre con un inteli gente y esclarecedor prólogo escrito por Ricardo Silva-Santisteban, quien es el responsable de esta importante edición, y tres textos de Peña Barrenechea que revelan, entre otras cosas interesantes, la noción que éste tenía sobre su propia poesía. Se trata de un valiosísimo docu­mento de carácter autobiográfico —«Mi poesía»— que apareció de manera póstuma en el diario La Prensa, de Lima, allá por 1941, y de dos breves esquemas o planes para una posible antología de su obra que el mismo vate redactó poco antes de morir. Luego viene el corpus propiamente dicho de la obra, que está conformada, antes que nada, por Floración, Eclipse de una tarde gongorina y Burla de don Luis de Góngora, Discurso de los amantes que vuelven y Romancero de las sierras, que son los libros que el mismo Peña Barrenechea llegó a publicar, y El alba en los ojos, Instancia de angustia, Lucimiento y desvelo, Eco de la luz y Cántico lineal, que son los poemarios que aparecieron en forma póstuma. Además, bajo los títulos de Primeras poesías, Colonial, Gracia y diseño de las horas, Camino de sal, La torre del mar y la higuereta, Gozo y pérdida del cielo, Poemas varios, Canción en prosa para los reyes magos, Visión de la flor de mayo, Romance y can ciones y Últimos poemas, la obra in cluye la recopilación de una serie de poemas que andaban per didos en las diversas publicaciones y revistas donde Peña Barrenechea acostumbraba colaborar y otras composiciones que, por diversos motivos, permanecieron inéditas. Por último, la obra contiene tam bién una sección dedicada a los poemas dramáticos de Peña Barrenechea, donde, aparte de Bandolero Niño, que ya ha sido publicado en diversas oportunidades, se incluyen Canción del atar decer, Campos de hermosura, Don lobo de la luna verde y El ángel y la tierra, que son piezas teatrales inéditas.

Carlos Arroyo Reyes



Adónde

Adónde, qué las flores de tu cuerpo
el perfume que escancian y que recoge el alba?
Adónde tu sonrisa que va de labio en labio?

Como una luna muerta se abre tu mirada.
Y son tus manos, tímidas como dos golondrinas
que giran perdiéndose en el aire.






Albor de cielo y mar....

Albor de cielo y mar.

En la campiña
el mar -lebrel de espuma-
se enroscaba en mi pecho
salpicando de angustia
mis cabellos.
Las algas transparentes
bajo el agua arrastraban
sus músicas vivientes.
Oh, campo azul lunar

Mis sueños, qué delirio!
Velados por la niebla estelar?

Oh, míos, míos míos.








Aquella flor de luz inmarcesible...

Aquella flor de luz inmarcesible
recogida en su vuelo de armonía.

Sobre campo de nieve oscurecida
la sangre oculta de su rostro en llamas.

En la cumbre más alta, donde el aire
se prende y se entrega en cada rama.

Más pura que el azar y la agonía
de las absurdas noches que nos llaman.







Bebíamos el mar...

Bebíamos el mar
-licor ansiado
que el aire derramaba
por sus contornos claros
La tierra parecía un niño enamorado.

Se quemaba la luna en un bosque de olvido.

En un árbol
la naranja, ah, tan alta,
de una estrella nevada.







Blanca

Blanca, blanca, blanca la melodía
ardiendo de sus hojas.
Nació la tierra enferma.
Nació la luna con la sal del sueño.
Llovió el asombro de mis ojos.
Con el dolor la vida se filtraba.
Enloquccida ya entre mis manos.
Sola, sola, tán sólo sola.







Corría el aire puro...

Corría el aire puro
por mis cabellos negros.

Mi sueño blaríco era
un pétalo finísimo.

Un ópalo que el aire
besaba con delicia.

Qué bien que olían campo
el mar, la leve brisa.







En el jardín del cielo está tu nombre...

En el jardín del cielo está tu nombre
como el malva de luz de la mañana.
En el jardín del cielo, un ángel niño
jugando está con tu sonrisa, hermana.

Déjame que te llame, que me asombre
de verte aquí con tu delirio grana.
Blanco, como la luna de tu nombre
como el marfil de luz de la mañana.

Oh dulce niña, que del cielo vienes
a escrutar el dolor de tus hermanos,
y te deshojas en rosal y nieves,
en manantial de música divina.
Celeste coro de ángeles enanos
en torno de tu alma matutina.






En malva azul tendida niña...

En malva azul tendida niña,
geranio de ojos de gacela
sobre el cristal de la campiña.

La pierna corre por la arena
lebrel de espuma que despide
la nalga limpia azul morena.

Es negro el pelo que la encinta
desde la nuca hasta el ombligo
azul morena y verde en pinta.

Fulgor de aristas y querubes.
Jugando a solas con el sexo
se van sus ojos por las nubes.







Es un cristal tu cuerpo y su hermosura...

Es un cristal tu cuerpo y su hermosura,
en soledad mi alma la enamora.
Cuando más fría está, vibra más pura,
que si la toca el aire se evapora.

Herida en su tristeza el alma vuela
buscando la apariencia de otra fuente.
El silbo de la luz, la luz que anhela
para la oscura noche en que se miente.

Mas torna a tu presencia, mira el oro
que en sándalo transforma tus cabellos;
la gracia de arpa de tu fino lloro,

la púrpura amorosa que se vierte.
Y disuélvese mi alma en mil destellos
sobre la noche de tu dulce muerte.







La piel azul de tu sonrisa, el fuego...

La piel azul de tu sonrisa, el fuego
de cada estrella, de cada flor dorada.

Emerge el canto de tu cabellera.
Emerge el sueño y la voz perdida.

Pienso que todo lo que tú trajiste
no ha muerto todavía.

Está en la flor del aire. Está en la flor
del fuego.

Golfo de luz apenas perceptible.
Arca de sal apenas entreabierta.

Mas, cómo habría de morir
lo que nevó tu sombra,
lo que calló la angustia de tu Muerte?






Las flores de la noche se entreabren...

Las flores de la noche se entreabren
con sólo aproximarse tu hermosura.
Qué olor a jazmines en tu pecho.
Que de manos abiertas en el aire.

Como tú los despiertas van mis ojos
perfilando montañas, ríos, valles.

Quisiera ser el aire que destruye
tu cabel!era ardiente frente al alba.
El sueño de una noche, un copo de alas,
la transparente música del agua.

Quisiera ser aquello que acaricia
un instante no más tu carne pálida.







Máscara-niña, que se anima cuando...

Máscara-niña, que se anima cuando
la luz despierta la montaña.

No has muerto todavía.

Brillan tus ojos, tu cadáver arde.
Tu cabellera -espada que traspasa el aire.

No has muerto todavía.

Brillan tus ojos, tu cadáver arde.
Traspasan mi cerebro, fuego, grito, aire.







No sé qué dulzura vierte...

No sé qué dulzura vierte
tu soledad. Hay un eco
de rosas que nunca tuve
junto al rumor de tu pecho.

Es como el canto de un pájaro
que se recoge y en su vuelo
va despertando en el aire
lirios, cristales, luceros.

Sigo escuchando en tu pecho
no sé qué voz. Hoy el viento
es como un ángel que pasa
Con los labios entreabiertos.







Oh, blanca flor intacta...

Oh, blanca flor intacta.

Abierta y ya cerrada, Trasplantada
tan sólo por mi sueño.

Cómo, cuando alcanzarte?
Adónde enamorarte?

Qué puedes tú desear
hoy que vives el gozo de aquel cielo lejano?

Hoy que encierras las nieves invisibles
de tus canciones altas?






Qué sombra invisible es esa...

¿Qué sombra invisible es esa
donde tu rostro aparece,
abierta flor que en el aire
inmóvil está y se mueve?

¿Qué nuevo arroyo de sangre
abre sus márgenes breves,
donde tu pie, lirio grande,
hunde sus alas de nieve?

¿Dónde tu imagen se pierde
-niebla dispersa en mi frente-
y las venas de tus pechos
son más augustas que mieles?

Dónde tú y yo, sal de besos,
sorbemos la misma suerte:
tú, cual la sombra que nace,
yo, aquel arroyo que muere.







Sueño morir cada hora...

Sueño morir cada hora
frente al rumor de su frente.
Sueño que muere en mis labios
la luz de aquello que siente.

Mil lenguas cubren de oro
la soledad de su cuerpo.
Niños con alas de nieve
cubren su pecho por dentro.

Ángeles malvas recogen
su cabellera en mis labios.
Mi cuerpo, el suyo, asombrados
cual hilos de oro de un cántico.

Mi cuerpo, el suyo, enlazados
cual vivos troncos en llamas
que un viento azul agitaran,
caliente en mieles y nardos.







Tan sólo sonreíase...

Tan sólo sonreíase
cuando yo la miraba.
No me miraba nunca,
sólo yo la miraba.

Andaba lentamente
por las nacientes albas.
No me besaba nunca.
Sólo yo la besaba.

Hundíase en los bancos
de las nocturnas aguas.
No me inculpaba nunca.
Sólo yo la inculpaba.







Tu rostro, el mío ya desvanecidos...

Tu rostro, el mío ya desvanecidos.
Tu rostro, en mí ya entremezclados.
Tu rostro en cada hora, rostro
en cada olvido.

La perdición del cielo.

Aquella voz tan leve
donde la pena su sonrisa abre,
y es aquí el dolor lo único cierto.

De la isla del fuego pasaba a la del cielo.
De la isla del fuego a la del cielo,
sólo había una lágrima.

A la montaña pálida.
A la luna de agua.







Tu soledad y la mía no viven hoy en el mundo...

Tu soledad y la mía no viven hoy en el mundo
de insospechadas flores, de recónditos cielos?
Tu cuerpo sombra de agua,
no alienta un mundo nuevo?
Tu alto pecho helado, tu cuerpo, abierta planta
de animales nocturnos,
cual resplandor de humo,
cual corazón del alba y que descubre un pecho
dulcísimo de mi sombra?

Se acentúa el silencio y la angustia declina.

Una estela de cánticos se eleva y expresa
cómo es de leve y pálida tu alma matutina.







Yo soy el fuego oscuro que penetra...

Yo soy el fuego oscuro que penetra
tu bosque de alas y esmaltados peces.
Yo soy la clara sombra proyectada
sobre tu sombra de silencio y muerte.

Soy la tierra que abraza tus rodillas,
la exaltación de tu garganta en llamas.

Oigo cantar, por dentro, el agua de oro
que corre entre los árboles; los pétalos
del aire en la espesura; el murmullo
de hogueras en un mar, raudo de miedos.
Oigo cantar las flores, y mis labios
respiran el perfume de sus alas,
enlazadas al silbo de tu muerte.








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