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lunes, 3 de marzo de 2014

NICOLÁS UREÑA DE MENDOZA [10.630]

Nicolás Ureña de Mendoza

Nicolás Ureña de Mendoza 

Nicolás Ureña de Mendoza nació en Santo Domingo el 25 de marzo de 1822.
Se dedicó al magisterio, enseñando en la primera escuela oficial que tuvo Azua, y, más tarde, a la abogacía. En 1847, contrajo matrimonio con doña Gregoria Díaz y León, de quien tuvo, entre otros hijos, a Salomé Ureña, llamada a ser una de las más notables figuras literarias de la República. Se sabe que orientó a su hija en su producción literaria, y que sentía por ella una gran admiración.

Participó activamente en la política partidista de su tiempo. Adicto a Buenaventura Báez, fue desterrado por Pedro Santana hacia el año 1855. Su producción literaria, antes de interrumpirse, se intensificó en el exilio, y en tierra extraña compuso algunas de sus composiciones más celebradas.

Nicolás Ureña, junto con Félix María Del Monte, inicia en nuestras letras el costumbrismo, el primero con «Un guajiro predilecto» y el segundo con «El banilejo y la jibarita», amén de otras piezas secundarias. Marcelino Menéndez y Pelayo elogia las pastorelas de Nicolás Ureña de Mendoza, género menor al que tan aficionado éste se mostró publicando un buen número de ellas en la prensa de la época.

En 1853 fundó "El Progreso" y hacia la misma época empezó a popularizar, con su asidua colaboración en los periódicos de la primera república, el seudónimo de Nísidas y el de Cástulo. Su obra poética se halla en gran parte dispersa en los periódicos "El Dominicano", "El Porvenir", "El Oasis", "El Eco del Pueblo", "El Sol" y "El Laborante".

Desempeñó cargos públicos de significación, entre ellos el de magistrado de la Suprema Corte de Justicia.

Murió en Santo Domingo el 3 de abril de 1875, en la misma casa donde había nacido.

Obras
Poesías (1932), coleccionadas por Pedro Henríquez Ureña.







Un guajiro predilecto [1]

Besa el Ozama al pasar 
el pie de una alta ladera, 
que conduce a una pradera 
circuida de un guayabar. 
No muy lejos descollar 
se ve un grupo de colinas, 
y entre lindas clavellinas 
matizadas de colores, 
cual salido de entre flores, 
se ve el pueblo de Los Minas.

Aunque todo el caserío 
no llega a doscientas almas, 
de yagua y tablas de palma 
hay uno que otro bohío. 
Uno está frente al río 
hecho con pencas de guano; 
allí habita un pobre anciano 
con su hija, casta doncella, 
muy más hermosa y más bella 
que el cielo dominicano.

Desde Neiba a Palo‑hincao, 
desde el Cotuí a la Isabela, 
es adorada Manuela, 
el ángel de Yabacao. 
Es fama que de Nizao 
un apuesto campesino 
emprendió el largo camino, 
dudoso de tanta fama, 
por sólo ver del Ozama 
el ídolo peregrino.

En una noche de luna, 
libre el pecho de cuidado, 
de un tiple al son acordado 
cantaba la media‑tuna. 
Las aguas de la laguna 
ligero el viento rizaba, 
su ramaje columpiaba 
la corpulenta jabilla, 
y el viejo, desde la silla, 
satisfecho la escuchaba.

Los monteros se acercaban 
del Ozama a la ribera, 
y aquella voz hechicera 
arrobados escuchaban. 
Sus canoas aseguraban 
del mangle al tronco flexible, 
y entre el murmurio apacible 
de las aguas y del viento, 
oían del canto el acento 
y la magia irresistible.

Un guajiro atravesó 
rápido por la pradera, 
y a la cantora hechicera 
comedido se llegó. 
¡Camilo!, entonces gritó 
Manuela sobresaltada, 
y de amor turbada, 
junto al viejo tomó asiento, 
que al verla en aquel momento 
suspiró sin decir nada.

Entró el apuesto Camilo, 
y la temblorosa mano 
apretó del pobre anciano, 
que le miraba intranquilo. 
Yo soy, dijo, el que este asilo 
hace un año visitó, 
el que inspirar consiguió 
su cariño y su ternura 
a la más bella criatura 
que quizás el mundo vio.

Manuela será mañana 
mi esposa tierna y querida, 
y de mi amor, de mi vida, 
será dueña y soberana. 
Mis vacas en la sabana 
pacen el verde pajón, 
y entran en mi posesión, 
por ser el hombre más rico, 
los llanos del Guabatico 
y los montes de Chavón.

También tengo en mis lugares 
de la comarca de Higüey, 
montes vírgenes de abey 
y dilatados palmares. 
Gigantescos, a millares, 
se ven los cedros crecer; 
en las nubes esconder 
quiere el caobo sus ramas, 
y entapizados de gramas 
se ven valles por doquier.

El espinillo que eleva 
la tierra de mi comarca, 
es el mejor que se embarca 
y que a la Europa se lleva. 
Campiñas de rosa‑nueva 
se encuentran en aquel clima, 
y de la sierra en la cima 
se mece, a impulso del viento, 
el guayacán corpulento, 
el campeche y la cabima.

Yo tengo árboles frutales, 
cajuiles y cocoteros; 
en mis playas hay uveros, 
en mis llanos caimitales. 
Crecen en mis platanales 
matas de mango y mamey, 
y cuento en el mismo Higüey 
por enteramente míos, 
los dos más grandes bohíos 
cobijados de yarey.

Mi provincia en lo feraz 
no cede en nada a Galindo; 
allí crece el tamarindo 
entre el roble y el capaz. 
Allí se ve la torcaz 
que en bandos revolotea, 
y en lo fértil de la Enea 
se hallan nidos, a millones, 
de huevos y de pichones, 
de gallinas de Guinea.

De flamencos encarnados 
se ven vagabundas tropas, 
o sobre las verdes copas 
de centinela apostado. 
Los búcaros tan preciados 
no faltan allí tampoco; 
allí en los lagos el coco 
zabulle entre las espumas, 
y luce el pajuil sus plumas 
en las llanuras del Soco.

Bellos mares apacibles 
bañan mis costas de Higüey, 
donde se pesca el carey 
y otros peces comestibles. 
Vamos, anciano: insensibles 
los hombres no son al bien; 
deja el Ozama; también 
allí hay mil ríos caudalosos, 
y viviremos dichosos 
en el más tranquilo Edén.

Guardó silencio el anciano; 
comprimió más de un suspiro 
y después dijo al guajiro 
extendiéndole la mano: 
¡Camilo! Jamás en vano 
dio su palabra algún rey; 
hoy para mí es una ley 
darte a la mujer que te ama, 
mas yo no dejo el Ozama 
por las campiñas de Higüey.

Esta choza mis mayores 
con afanes construyeron; 
aquí mis padres vivieron; 
aquí tuve mis amores. 
Yo mismo sembré las flores 
que adornan este lugar. 
Mis días quiero terminar 
en este risueño asilo. 
Ve, Manuela, con Camilo; 
yo no abandono mi hogar.

Tres días después la pradera 
que conduce a su retiro, 
atravesaba el guajiro 
con su Manuela hechicera. 
Ella dejó en su ribera 
más de una ilusión querida, 
y mientras de amor rendida 
cabalgaba por el llano, 
acá en la choza de guano 
se halló al anciano sin vida.

[1] El Dominicano, No. 25, Santo Domingo, 22 Diciembre 1855.







Pastorela

En Belén se hallan 
los Santos Reyes 
que al Niño traen 
ricos presentes. 
¡Reyes felices, 
que en el pesebre 
vieron radiante 
de luz celeste 
al que buscaban 
desde el Oriente!

Los pastorcillos 
con sus mujeres 
al Niño cantan 
y le divierten 
porque en la cuna 
siempre esté alegre.

Vamos, muchachas, 
¿qué las detiene? 
Cojan mil flores 
de las que crecen 
en los frondosos 
lindos vergeles 
y hagan de todas 
un ramillete, 
para que al Niño 
Dios Inocente 
lleven cantando 
como otras veces.

Yo una cestilla 
de juncos verdes 
tengo adornada 
con cascabeles 
y he de llevarla 
para que juegue 
el deseado 
de tantas gentes.

Conque, muchachas, 
¿no van ustedes 
a regar flores 
en el pesebre?

Pues anden pronto, 
no más lo piensen, 
que aún allí se hallan 
los Santos Reyes.






Un guajiro en Bayaguana [1]

Entre juncos y malezas 
el Comate se desliza, 
y en su curso fertiliza 
llanuras sin asperezas. 
Hay en su margen bellezas 
para el vate peregrinas. 
Allí crece entre las ginas 
el hicaco en la sabana, 
y mas allá Bayaguana 
se destaca entre colinas.

Una mañana de Enero 
celebraba a su Patrono, 
ese pueblo dó su trono 
fijó un Cacique altanero. 
Todo era grato, hechicero 
entre esa gente sencilla, 
lazos de cinta amarilla 
los sombreros adornaban, 
y las indianas bailaban 
con polleras de rejilla.

Por donde quiera se oía 
la voz de la animación, 
por dó quiera un galerón 
y del cuatro la armonía. 
En el fandango lucía 
sus zapatos el guajiro, 
y alegre siempre en el giro 
de su inocente recreo, 
repicaba el zapateo 
al son del tiple y de güiro.

Insensible a aquella fiesta 
de esa mañana de Enero, 
a largo paso un montero 
se internaba en la floresta. 
Subió rápido la cuesta 
a cuyo pié está el calvario, 
e insensible y temerario 
por la selva discurría, 
como el que teme y confía 
desafiar un adversario.

Machete al cinto y cuchillo 
llevaba de gran valor, 
con vainas de Hato-Mayor 
incrustadas de espejillo. 
Era su traje sencillo 
y en estremo descuidado, 
vestía calzón de listado 
gran chamarra de coleta 
y tosca y ancha soleta 
llevaba en vez de calzado.

Silencioso entre el verdor 
de la selva proseguía, 
solo el paso detenía 
cuando escuchaba un rumor. 
Lleno entonces de valor 
y radiante de esperanza, 
en ristre ponía su lanza 
y el perro detrás de un tronco 
con ladrido fuerte y ronco 
daba la voz de asechanza.

Llegó de un cerro a las faldas 
donde en alfombra infinita, 
la olorosa campanita 
ostentaba sus guirnaldas. 
Allí se tendió de espaldas, 
fijó la vista en el cerro, 
después halagó su perro 
que apenas podía acesar, 
y le dejó descansar 
sobre colchones de berro.

La voz del cuervo palero 
se oía en medio de la calma, 
y el ruido que hacía en la palma 
el pico del carpintero. 
Silvaba el viento lijero 
del córbano en el follaje, 
blando agitaba el ramaje 
del guárano y algarrobo, 
y aun el altivo caobo 
le tributaba homenaje.

Presto, del cerro en lo alto 
un rumor se percibió, 
mas el montero le oyó 
sin el menor sobresalto. 
De esperanza casi falto 
estuvo un tiempo indeciso, 
el perro siempre sumiso 
no osó ladrar esta vez, 
cuando mostró su altivez 
un verraco de improviso.

El perro más no esperó, 
y rápido como el fuego 
de rabia y coraje ciego 
a la fiera arremetió. 
El montero contempló 
aquella escena impasible, 
luego se acercó insensible 
al tronco de un aguacate, 
y se dispuso al combate 
con un valor indecible.

Después de una lucha brava 
y de un esfuerzo inaudito, 
bajo un hermoso caimito 
el puerco se revolcaba. 
El perro ya no ladraba 
y el montero satisfecho, 
de su afán y de su acecho 
vió la esperanza cumplida 
cuando la creyó mentida 
en sus horas de despecho.

Después de una ruta larga 
y de constancia y de brío, 
al festivo caserío 
llevó el montero su carga. 
Llega y su acento le embarga 
el amor que tanto abriga, 
pero su amante, su amiga, 
de amor en el dulce exceso, 
le dió un abrazo y un beso 
en premio de su fatiga.

[1] El Eco del Pueblo, No. 18, Santo Domingo, 23 Noviembre 1856.





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