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jueves, 6 de marzo de 2014

MARA PASTOR [10.649]


Mara Pastor 

(San Juan, PUERTO RICO   1980) 

Poeta, editora y traductora. Ha publicado los poemarios Alabalacera (2006), El origen de los párpados (2008), Candada por error (2009) y, recientemente, Poemas para fomentar el turismo (2011). Su trabajo aparece en diversas antologías tales como  Red de voces: poesía contemporánea puertorriqueña (2012), Hallucinated Horse: New Latin American Poets (2012) y  Mi país es un zombi (2011), entre otras. Su obra ha sido incluida en revistas y periódicos tales como Radiador, Mandorla, Gaceta Literal, Los noveles, En Rojo, Letra en Ruta, Katatay, Transverse y Serie Alfa. Ha participado en lecturas y festivales de poesía en Cuba (Feria Internacional del Libro, 2012),  México (Caracol Tijuana, 2011; Carruaje de Pájaros, Chiapas; Vértigo de los aires, 2009), los Estados Unidos (Poéticas para el Siglo XXI, Universidad de Texas, Austin, 2011) y Puerto Rico (Poetry is Busy, 2009). También ha publicado ensayos y reseñas en Boston Review, Justzine, Gaceta Literal, El Roommate, Claridad y Primera Hora. Su obra ha sido parcialmente traducida al inglés, francés, portugués y catalán.  Actualmente termina el doctorado en la Universidad de Michigan (Lenguas Romances y Literatura con concentración en Literatura Latinoamericana).




Amerizaje un lunes de abril

Todos los lunes se puede amarizar
si se está en el aire, si te encuentras
diciendo cosas como una azafata
que descontrola a su tripulación.

Qué ve en aquella isla, ¿un trajinero
con la boca abierta?, es la noche, ¿qué pasa
si la escupo?, se calla la noche, es decir
se acaba la poesía, la canción, la cena.






Bocarnada

descarno al caracol sin molusco
con que decoraba a veces las paredes
a veces a mí

esto es solo una manera de decir boca o muerte
idioma de minúsculas
que imana alegatos pequeños
en las lenguas

devuélveme aquella
madera con que te veneraba.

no está en la contención
y sin embargo tampoco está
la fe en los contenidos

a veces las palabras para sujeto
están sujetas a cambio
y cambio la sed por el agujero

de alguna alcancía con pupitres

encima de todo, extraño los ácaros

extraño la apatía con que nos dirigíamos al parque

las contraportadas y sus árboles
de sombra plateada
en las listas de las revistas



Flora numérica

Ciento setenta y tres de cada mil mujeres
se llamaban Rosa en Alabama

en el mil novecientos cincuenta y cinco.

Una de ellas se sentó en un autobús
que nos llevó a todas a un futuro de posiciones

y museos pero con una idea de justicia
que rondaba las costuras de la automovilística.

(Hubo Rosas que no contaron en el censo
porque recién habían cruzado la frontera
o habían germinado).

Una niña que nació por cesárea y no lactó
fue la última en llamarse Rosa
en el mil novecientos ochenta y nueve.

Ese mismo año dejaron de nacer Rosanas.

En la década del ochenta se extinguieron las Rosario.

En el mil novecientos noventa
ninguna niña se llamó Rosemary.

En el dos mil cinco, una de cada mil mujeres
en todos los Estados Unidos se llamó Rosa.

Hay residuos del Big Bang en las rosas,
residuos de radiación, hay menos abejas
en el planeta polinizándolas, hay menos Rosas.








Moho

Los carros de mi casa tenían los retrovisores pegados con silicona
porque no había dinero para repararlos.
Los espejos fragmentados como en un rompecabezas mal hecho.
Cuando mirabas por ellos veías a conductores ebrios, mujeres golpeadas,
adolescentes maquillándose, niños olvidados en los asientos traseros,
parejas camino a los moteles o a la iglesia, asesinos vestidos de empresarios,
veías monjas serias que miraban hacia el frente,
al vecino evangélico gritándole a la esposa,
yerberos capsuleando, novios recién casados, ambulancias,
músicos camino a los conciertos en el anfiteatro,
transacciones de droga, de armas, de huesos,
veías plátanos verdes traídos de dominicana
y piñas gigantes más dulces que la miel,
veías volkys de colores, los contabas y poco a poco desaparecieron,
veías cañas de pescar, tablas de surfear,
las varetas de madera con las que enmarcaba el padre
y que los amiguitos de la escuela llamaban escopetas,
veías a los policías que querían multarnos por ir rápido, por ir lento,
por ir con los retrovisores rotos pegados con silicona,
veías la heroinómana en el semáforo que se quedaba pidiendo monedas
cuando los carros mohosos aceleraban para llegar a la casa,
a la escuela, a la universidad, al trabajo.
Retrovisores rotos, movilidad enmohecida por el salitre
mar por todas partes, reflejo de fractal en aguacero,
posibilidad de yunque, de ave costeña, de yagrumo,
de flamboyán como hemorragia del camino.
En los carros mohosos de mi casa se hicieron pequeñas revoluciones
amorosas y escolares, pronuncié correctamente la palabra periódico,
conduje rápido por las autopistas y la ruta panorámica,
me escapé al grito de Lares y a veces vi fantasmas,
en los retrovisores de los carros mohosos
vi los ferrocarriles dándole la vuelta a la isla
y los rostros de la gente asomados por las ventanas de los vagones
sin que nadie se quejara de no tener aire acondicionado,
vi a mis tíos sin cinturón yendo por la número uno
antes del accidente que hizo llorar tanto a mi madre
y a mi abuelo subiendo la ventana automática
como si fuera un gran adelanto para la familia.
Porque el pasado de esta isla sólo puede verse en un retrovisor roto con espejos mal
pegados: recuerdos enmohecidos que están más cerca de lo que parece.









Los que vuelan

Los que vuelan
(aves de rapiña, los pilotos, los turistas, las moscas, algunos globos, algunas balas
perdidas en el aire, algunos en jaulas que vuelan pero no lo saben)
tienen un avión por dentro
lleno de japonesas y yo sentadas en la misma fila
hablando como en una rama.

Los que vuelan llevan en el aliento un pájaro.

Todos mis despegues sólo quieren saber pico, ala, manubrio,
asiento al lado de ventana,
composta, helio.

La sed
     en los aviones
                 no se compara
                 con la sed 
                 en las islas 
                 debajo del plumaje  
                 anidados 
                 la sed en los parques 
                 la sed de los conciertos 
                 la sed de los muertos 
                 de sed.

En ese nido  
que flota  
en el agua 
se nombran aves
                     que tampoco pensé 
                     decir en tantas latitudes.

A veces 
se tiene sed 
en el aire,  
y a veces en la escalera  
de una casa que no es la tuya,  
pero es              tan nido.  

Afuera del pájaro  

digo los nombres  y  la lengua vuela. 








Pájaro que cae

Han pasado cosas rotas
como si la suerte fuese un error
que nos cae en la cabeza.
No hablo de accidentes.
Hablo de que ayer era otra
que decoraba una casa en un sótano
con imágenes de época
(la decoraba con mi
fijación a las revistas).
Tengo una abuela que muere
y tampoco me refiero a eso,
pero entro en la ducha
y me imagino el poema fúnebre
que le he escrito desde siempre,
desde que sé que la belleza se muere
y que mientras muere se deshace


como el error de un pájaro que cae.

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