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jueves, 2 de enero de 2014

PATRICIA COTO [10.606]


Patricia Coto 

Nació en La Plata, Argentina el 17 de junio de 1954. Es profesora y Licenciada en Letras. Publicó cinco libros de poemas: Libro del vigía (1978), Libro de la memoria (1982), Libro del espejo ardiente (1985), Libro de la frontera (1992) y Libro de navegación (2003). También publicó De narradores populares y cuentos folklóricos argentinos (ensayo sobre narrativa tradicional, 1988) y ¿Qué dicen los migrantes cuando cuentan? (síntesis de la Tesis de Doctorado en Letras sobre narrativas orales de grupos migrantes provincianos, 2013). Recibió distinciones municipales, provinciales y nacionales. Integró los grupos literarios Latencia, Contrastes y Los albañiles, con los que participó en publicaciones colectivas. Actualmente coordina el taller de poesía de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. Para Horacio Preler los poemas de Patricia Coto “ponen de relieve una obra en constante desarrollo, que parte de un sentido visceral de la realidad y de su manera de sentir el mundo desde su corazón en soledad. Su lenguaje se ha enriquecido y encuentra una madura solidez en imágenes que se instalan en un profundo contenido donde la expresión va acompañada de una aguda reflexión”. 



Piloto argentino hallado en Malvinas

Lo peor no fue el estallido
ni la pulverización de los huesos.
Lo peor fue ese segundo,
como cuando me caí de la hamaca,
cuando clavé los talones en la piedra
y, luego, el pedregullo me segó las rodillas.
Siempre siento un ardor cuando hay humedad,
como ahora entre la turba.
Lo peor fue tocarse el mentón
y sentirlo dormido,
como ahora que no escucho mi cuerpo.
Lo peor, el altímetro a pico
y ese ruido acompasado de la cadena de la hamaca,
que se mete entre las escotillas,
que es viento, un misil tenaz,
acaso mi pensamiento.

Fuente: Libro de navegación, Axis Mundi, La Plata, 2003.







Empezaba a escribir otra vez
y las vecinas de la esquina se alegraban
como ante un libro de cuentos,
hasta que el poema, erizado de pámpanos,
les quemaba las manos,
las dejaba en la vereda de enfrente,
les clavaba un eclipse en la puerta del domingo.








Cuando se consuma el día
y el sol parece una confesión o una dádiva,
es grato imaginar un cielo tras el cielo,
una luz que no se puede desollar,
una frente que no anochece.
Y entonces debe existir un lenguaje
detrás del lenguaje,
como un cáncer en la espalda,
como el golpeteo de una pala en los talones,
volviendo desde la tierra removida.
Debe haber un lenguaje en carne viva,
que agite las campanas de la lepra
en los flancos del camino.








La mesa del anochecer.
Una a una, las estrellas aparecen
sobre la arquería del fuego.
Ahora, cuando las brasas parecen más despiertas,
toda la carne crepitante,
como un patio de escuela,
un recreo en el convento.
Y envolviéndolo todo, el humo,
humo tan vivo y atento
que amasa cuerpo, alma, memoria.
El humo se esparce y nos seduce
los cabellos, la mirada,
la sombra de las manos.
El humo con su vocación de susurrarnos,
en el más atrás de los oídos,
que algún día una fogata arderá
por nosotros
y seremos cenizas de cenizas,
restos de una fiesta en la noche de la nada.






Cada hombre tiene su olor,
no sólo el que viene del carro poblado de herramientas,
no sólo el del café aguado del amanecer
o el de su saliva amarga
frente al portón del taller.
Cada hombre tiene su olor, no sólo el de la novia emblemática
que lo esperó en los días incompletos,
no sólo el de la esposa
extinguida entre ropas viejas y tacones desmoronados.
Cada hombre tiene su olor, 
aquél que respira el día por venir,
el día no escrito en calendarios,
el día ausente que aguarda
para dar un zarpazo a la esperanza. 

(De Libro de navegación, 2003)







País


Entonces, las figuritas del Billiken.
Belgrano, que no terminaba nunca de morirse,
dando su reloj a su médico de cabecera.
No le quedaba ni el hambre de ese día
y en Buenos Aires, descuartizaban el poder,
como si fuera el último caballo del fin del mundo.
Pienso en voces enmascaradas,
en archivos cuidadosamente guardados,
en gobernantes con maquilladores,
publicistas, asesores de imagen.
Pienso en un país donde los antifaces se desgarran
sobre otros antifaces
y nos da pánico llegar hasta la piel y rasgarla
y abrir los músculos, los cartílagos,
las enramadas de nervios
y encontrar el humo feroz
de los que incendiaron el pasado,
de los que sembraron sal sobre la memoria,
de los otros nuestros
que irguieron un país de vidrio. 


II 

País donde degollaron los por qué.
País donde peinamos el amanecer
para que la realidad se mire en el espejo.
País pasajero, país de la tormenta
y del pan en la ventana.
País como un sorbo de agua
que se escurre entre los sueños. 


III 

Un país. País paisaje. País de otros que
miran desde un avión, desde una 
escalera de cristal.
País de abajo, de las raíces,
de la dormición de las voces.
País de los acordes futuros,
de una gran orquesta que avanza en el desierto,
que enciende una fiesta en la madrugada. 

(De Libro de navegación, 2003)







Silencios


Si yo mirara desde otro corazón
todo sería más fácil; 
pero no tengo más posibilidades
que buscar el sol caído entre
los bordes de un pantano,
buscar la señal detrás de una corteza
que se pudre bajo la lluvia
o en nidos de hormigas obstinadas.
Sólo puedo mirar desde este corazón,
que no se acostumbra a la soledad del pecho. 

(De Libro de navegación, 2003)







Fumata

Los tendones jugosos en la fiesta de la carne,
los que fueron flechas y soles 
donde la tarde corrobora que toda luz es
cáscara.
Entonces
una fumata,
aire gris,
aire como bandera de un cuerpo.
Entonces,
el humo se hunde,
naufraga entre nubes bajas,
se ahoga.
El humo es una voz,
un espejito que cae,
mientras el fragor de la autopista
corta 
el tiempo. 



II 

Esta capilla es muy antigua.
A su sombra, quedaron los ladrillos
de las primeras casas, de las primeras lluvias,
de los primeros vientos como pueblos.
Dentro, apenas un sacerdote,
extraviado en un bosque de soledades,
y libros, muchos libros,
libros donde el tiempo
es un lunes perpetuo. 

Y sobre todo,
–altares, bancos, imágenes dormidas–,
una luz de rodillas,
que nunca duerme. 



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