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sábado, 27 de julio de 2013

IBÁN DE LEÓN [10.251]



Ibán de León nació en Río Grande, Oaxaca, MÉXICO en 1980. Estudió una Licenciatura en Letras Hispánicas. Fue becario del Fondo Estatal para la Culturay las Artes de Morelos (2004) y de la Fundaciónpara las Letras Mexicanas (2009-2011). Se ha desempeñado como editor y corrector de estilo en diarios e instituciones educativas. Escribió durante dos años una columna para la revista Conspiratio. Ha ganado algunos concursos literarios, entre ellos el Premio Nacional de Poesía Tuxtepec 2010, el Premio Nacional de Poesía Sonora 2011, el Premio Sahuayo de Literatura 2012, el Concurso Nacional de Cuentos Campiranos Marte R. Gómez 2012 y los Juegos Florales Anita Pompa de Trujillo 2012.



Papalotes

¿Recuerdas aquellas mariposas
y el juego desmedido de las nubes?
Sentados en la tierra,
bajo la sombra exuberante de los mangos,
trazamos delicados papalotes
que el viento sacudía en lontananza;
ni el pegamento aquel —engrudo le llamábamos—,
ni el colorido del papel de China,
ni los levísimos carrizos,
sobrevivían al tumbo de los meses:
sólo unos días
y los sueños bajaban para ya no levantarse.

Volábamos:

tejimos una trampa para el tedio
y nunca,
como exigía el aire,
escuchamos
—debajo de nosotros—
el llamado nervioso de la tierra.






Lengua materna

Hablabas el idioma de los viejos,
conservabas palabras de una lengua
hundida entre las piedras de los ríos.
Tus labios reescribían el cauce de las aguas,
de los amaneceres,
las casas,
la gente de tu pueblo.

¿Qué cielo acompañaba tu cuerpo de maíz
al clarear el relámpago de la primera misa?
Salías antes del alba con el rosario en mano
a pedir por tus muertos.
Rezabas,
posadas tus rodillas en las losas del templo,
en tu lenguaje extraño,
que era un lento correr de tempranos arroyos.

Los santos, en lo alto,
escuchaban tus ruegos,
descendían a tu oído y el manantial del habla bordeaba tus cabellos.
Escuchabas tú sola, en el tumulto,
la palabra del dios y de tus dioses.

Aprendí a verte siempre,
tras la puerta,
cuando volvías, entrada la mañana,
—tus pasos recorriendo el polvo del camino,
la humedad de las hierbas—,
con tu lengua de luz,
la voz antigua,
retumbando en el púlpito del día.






1987

Guardo tu nombre en una caja de zapatos.
Eran los siete años que abrían nuestro mundo.
De mañana,
tus labios repetían la historia:
encontrar nuestros pasos
para ir a la escuela tomados de la sombra.
En tus ojos de agua el calor encendía un poco de tristeza.
Me gustaba
tocar tus iniciales en el salón de clases.
Pienso en tu vida lejos de las aulas,
en tu desilusión presentida antes del recreo.
Te veo como entonces, Laura,
alegre por el ruido de los juegos.
Amaba tu sonrisa,
tus ocurrencias todas,
tus manos que apretaban
un puñado de hierba
arrancado de pronto en el camino a casa.

No sé qué signifiquen
las cinco letras que construyen tu ausencia;
las guardo en esta caja,
y pienso
que el llamado despunta
a las seis horas justas de los pájaros,
que el mundo recomienza entre nosotros
cuando cierro los ojos.






Éxodo de los durmientes

Salíamos de tarde.
Dejábamos atrás la puerta de la casa,
el patio,
un cielo de naranjos,
la risa de los niños surcada por los juegos.

El puente aparecía
sobre el pequeño arroyo.
Debajo las mujeres lavaban en las piedras.
A pie, siempre en silencio,
buscábamos el pueblo de mamá
tendido entre los cerros.

Llegar era perderse en los recuerdos
de una mujer que entonces
me parecía inmensa.
Campanas anunciaban
el fuego de las fiestas.
La plaza era un temblor a mediodía
manchada por el brillo del durazno,
los mangos y el zapote,
el barro,
los juegos pirotécnicos.
El mundo que rodaba hasta entrada la noche
nos devolvía al cuerpo de las sábanas
con el último grito de los cohetes.

Cuando la madrugada abría su sigilo,
el canto de los gallos
señalaba la ruta del regreso.
Doblábamos el vientre del camino
—el sueño confundido entre los ojos—
para allanar el aire
de las horas pasadas.
Mamá auguraba entonces
la desaparición de sus ancestros.





Confesión

Diré con una épica sordina:
la Patria es impecable y diamantina.
Ramón López Velarde


Yo que sólo canté
los días soleados de la infancia,
que descubrí el amor
a una edad en que gustaba
de jugar siempre a solas y en silencio;
que tuve entre mis manos
el germen de la lluvia;
yo que hablé con bondad de mis primeros años,
pues en ellos creí ver el galope
de ligeros corceles
en el patio de la casa,
que saboreé los frutos antes que el sol los madurara
y me empeñé en nombrar
la belleza de un tiempo
donde el miedo no tuvo un sitio perdurable,
alzo hoy la voz y no me pesa
decir que no era cierto,
que si existió el amor lo vi pasar
entre las páginas de un libro
del cual sólo conservo
estas pocas palabras,
que al surco de mis manos le faltó la semilla
y que aquellos corceles relincharon,
bárbaros y hermosos,
en el patio de la casa vecina.
Alzo hoy la voz, Ramón, y no me pesa
decir que los mangales
no fueron generosos:
sus frutos se pudrían
en las ramas con la primera lluvia,
que aunque vi reír a mis hermanos,
recuerdo oscuramente
su llanto tembloroso, el llanto de mi madre
y hasta el llanto del perro que recibió no el pan
sino el golpe de dios en las costillas.
Alzo hoy la voz,
a la manera del hombre que ha soñado,
y digo que mentí
para aceptar lo que he sido.





Herencias

En la humedad del patio, donde barre la escoba la penumbra que dejaron las hojas tumbadas por el viento, debajo de las ramas de los mangos, junto al tronco más grueso de la tarde, duerme el señor que a veces me llamó por mi nombre. Una mujer desliza su cuerpo con cuidado, mientras las hojas van en pequeños montones a esperar el concilio de las llamas. Ella es blanca y de cabellos muy largos, de ojos entristecidos y una voz muy pequeña donde caben apenas las palabras. Él es un misterio. Moreno como el pulso de la tierra, de cabellos rizados, me recuerda el cauce del río en época de lluvias. Ella vive aquí, éste es su hogar; él está de paso. A ella le gusta sentarse con nosotros a la mesa y hablarnos de su vida de niña. Se la pasa contando cómo es que fue feliz con sus hermanos, de la abundancia que había en las tierras de su padre. Él come a solas y en silencio. Puede golpear o maldecir si alguien lo interrumpe. En las noches se acuestan en la misma cama, hacen planes, olvidan y recuerdan. Cuando amanece, ella llora. Le han pegado en un ojo, tiene la nariz rota. Él no está.

Las aves de la tarde se desprenden, repican las campanas de la iglesia, en las casas la luz de los braseros interrumpe la noche.

Ella es mi madre; él es el ebrio que un día me heredó su nombre.

Los poemas forman parte del libro Oscuridad del agua (ISC-2012).
http://circulodepoesia.com/nueva/2013/05/foja-de-poesia-no-395-iban-de-leon/





Hay días que amanecen con la luz apagada,
que se llevan a cuestas el color de las rosas,
pero ésas,
las magníficas flores de un jardín enlutado.
Yo me separo un poco de mi sombra,
repito la consigna de escuchar el estruendo,
porque hay días así,
tan oscuros,que escriben los arbustos en un muro de piedra.
Bajo el tejado insomne de la casa,
en un tiempo dormido que no sale a la calle,
en el carbón fugaz de los rostros ajenos,
en el desequilibrio de una hoja en blanco,
están las caracolas,
pero ésas,
las que olvidaron pronto que no existía el mundo,
las magníficas.








Que no ocupe otro cielo la mitad de la puerta,
que nadie salga,
que los ancianos vengan a morir con nosotros,
que al abrir el aliento nos conmuevan las manos del aire,
que no llamen a misa,
que los perros escuchen el aullido de sus peores hermanos,
que no vayan afuera a observar el carruaje,
que se queden,
que de verdad se queden,
que no enciendan la luz.







Aquella despedida , Hermelinda,
nos dejó tiritando detrás de las ventanas,
alegres de saber que ya volvías,
pero tristes, muy tristes, por tu ausencia de lluvia.
Ventanas.
La casa estaba sola en esa hora de cirios,
la casa no dormía,
la casa rumoraba tus últimas palabras,
la casa era una isla para todos los náufragos;
y estábamos cansados, Hermelinda,
de escuchar que dormías,
de pedir tu descanso con los ojos abiertos;
que terribles dos días,
el silencio,
la iglesia,
otra vez el silencio,
otra vez el silencio,
otra vez el silencio.







Regresamos a casa con las ropas manchadas
sintiendo cada uno un distinto fracaso,
alejados nosotros de nosotros mismos.
Esta tarde, Hermelinda, hacía frío,
era un bello momento para encender las luces,
para ver el descenso detrás de las ventanas
y esperar,
a través de las gotas en los ojos del agua,
tu silueta borrosa en la primera esquina.








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