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jueves, 23 de mayo de 2013

CLAIRE GOLL [9974]




Claire Goll
Claire Goll (nacida Clara Aischmann) (29 de octubre de 1890 en Nuremberg, Alemania - 30 de mayo 1977 en París) fue una escritora franco-alemana y periodista. Fue la esposa de Yvan Goll.
En 1911 se casó con el editor Heinrich Studer (1889-1961) y vivió con él en Leipzig. En mayo 1912 dio a luz a su hija Elisabeth Dorothea. En 1916 emigró en protesta por la Primera Guerra Mundial a Suiza, donde estudió en la Universidad de Ginebra, se dedica al movimiento por la paz, y comenzó a trabajar como periodista. En 1917 conoció al poeta Yvan Goll con el que se comprometió. A finales de 1918, tuvo un romance con Rainer Maria Rilke y fueron amigos hasta su muerte. En 1918 debutó como escritora con Mitwelt colección de poesía y la novela corta Die Frauen erwachen. En 1919, se fue con Yvan a París y se casaron en 1921. Sus cuentos, poemas y novelas aparecieron también en francés. Escribió su poesía colecciones Poèmes d'amour (1925), Poèmes de la celosía (1926) y Poèmes de la vie et de la mort, junto con su marido como una "canción de amor compartido" ("Wechselgesang der Liebe").
La pareja, ambos de origen judío, huyó de Europa a Nueva York en 1939, pero regresó en 1947. Yvan murió en 1950. Su novela autobiográfica Der Gestohlene Himmel (1962) y Traumtänzerin (1971) no recibieron mucha atención. Sin embargo, su batalla con Paul Celan sobre derechos de autor y el plagio, conocida como la "Goll Affair" causó un revuelo considerable.

Claire Goll, poesía, orgasmos tardíos

Autor: Juan Antonio González Fuentes 

Escribir un libro de más de 300 páginas para llegar a esta simple conclusión, parece en principio además de una tontería, una perfecta pérdida de tiempo. Pero es que la clave del interés del libro no es la conclusión a la que finalmente en él se llega, sino el camino, la forma por la que se llega. Claire Goll plasma sus recuerdos desde su directa relación personal e intransferible con los hechos y las personas que los protagonizan, dejando a un lado, en la medida que eso es posible, la ingente y en ocasiones mítica carga de datos y valoraciones ajenas que pesan sobre los mismos, y que el tiempo se encarga de acumular en densas capas unas sobre otras. Ella misma lo aclara con suma precisión: “El tiempo vivido no se corresponde con la perspectiva del recuerdo, ni con la cámara oscura de la Historia”.

Por ejemplo, Claire Goll señala que en 1917, en Suiza, no existía Dadá, e inmediatamente se preocupa en decirnos que los profesores del arte y la cultura, para rebatir tan tonta afirmación desmentida hasta por el más incompleto de los libros de historia, nos pondrán delante los nombres de Tristan Tzara o de Arp, y es que, aclara inmediatamente Goll, la verdad de los profesores se apoya en el capítulo cerrado de la historia, en la obra concluida, y ella lo hace sólo en su experiencia personal.

Cuando ella vivía en Zúrich, subraya, no había nada más que dadaístas en ciernes, jóvenes que deseaban “ardientemente ser poetas, pintores, escritores, pero no estábamos seguros de haber dado con el medio de traducir nuestras emociones. Los cuadros, libros, manifiestos eran tentativas, apuestas. Todos queríamos romper los grilletes de la estética, sacudirnos el peso de la tradición, luchar contra la mentira de los libros superfluos, pero jamás se nos habría pasado por la cabeza considerar nuestras obras como realizaciones definitivas dignas del museo o de la biblioteca del futuro”.

De ese modo el Picasso del que habla Goll no tiene mucho que ver con el que aparece en la monumental obra de Richardson; Paul Celan no es más que quien intentó violarla en la época de la enfermedad de su marido; Chagall aparece revelado como un compañero perfecto de viaje, divertido y gran conversador; Kokoschka es un personaje terrorífico, una fiera lanzada sobre la tela contra la que libera toda su energía... Y así desfilan por las páginas de esta hermosa edición de la editorial valenciana Pre-Textos decenas de célebres artistas y literatos, caricaturizados sin piedad por esta increible mujer que a pesar de su vitriólica mirada, paradójicamente, jamás renunció a vivir en el mundo en el que sus vanidosos amigos reinaban, y eso que Claire Goll tuvo el suficiente tiempo, fuerza y curiosidad como para cambiar de vida, idénticas condiciones de salud y disponibilidad vital que según ella le llevaron a disfrutar de su primer orgasmo cumplidos los setenta y seis años. Me alegro por ella, aunque nunca fui muy receptivo a los milagros.





Párpados de piedra

¡Ay!, Ya suena el arpa de David
delante de tu toldo de oxígeno.

En incontables meteoros
se quiebra tu corona de estrellas.

Todos los desiertos te rodean
para hacer de ti su cantor.

Un camello de niebla se arrodilla
dispuesto a llevarte a la nada.

Ya la luna llena de tu pupila
se vuelve débil medialuna.

Ciegas sin tus ojos
las rosas no me reconocerán.

¿Quién me protegerá de mí misma,
de las leyes del día y de la noche

cuando el muerto trepe a mi balcón
y la serpiente esté al acecho en la menta?

¡Oh!, ¡Déjame esta última mirada de apóstol!
¡No!, ¡No dejes estos ojos de piedra entre nosotros!






Nunca más

Nunca más una rosa será una rosa,
en lugar de ella, tiernos pétalos de flores revolotean:
marchitos párpados de muertos.

El sol está sepultado contigo,
La luna -ahogada en el estanque de lágrimas-
no saldrá más mientras yo viva.

Nunca más un mirlo será un mirlo,
los suaves pasos de los difuntos
apagan para siempre su canción.

La extraviada sonrisa de las estrellas
-en peregrinaje desde hace tres siglos-
eleva mi dolor hacia la noche.

Nunca más seré la amiga del viento.
Yo lo maldigo
a causa de su olor a podrido.







Insomnio

En la noche, cuando los mirlos cantan dulcemente,
pienso en tu “Oda al mirlo”.

Cuando me sumerjo en el espejo,
encuentro tu incurable aflicción.

Mi ventana ha enfermado de catarata
desde que tu noche ha pintado los cristales.

De las torres caen siempre veintitrés repiques:
la hora de tu partida definitiva.

En vano bebo el amargo hachís...
ninguna droga cura el insomnio del alma.

Alrededor de las cinco, el fantasma abandona su puesto
en el interior de los inquietos muros.

Se estremece tu arma de acero -la pluma azul-
y me atraviesa lentamente el corazón.

Ay, el mirlo cautivo -Rue de Verneuil-
denuncia ya a la aurora.

La cotidiana muerte empieza de nuevo.








Yo he nacido en tu corazón

Yo he nacido en tu corazón.
Un domingo -con veinte años-
tú me enseñaste a hacer equilibrio
sobre nubes;
tú trajiste a mis ojos
las lágrimas de la bienaventuranza;
tú me ordenaste abrir las puertas
al ángel con las alas manchadas
y al asesino de la medianoche
para pedir perdón.

Tú me enseñaste el éxtasis
delante del guijarro -cargado con duración-,
delante de la maleza del muladar;
tú ensayaste conmigo la canción a dos voces:
el aria del amor a prueba de fuego
y que resiste a todo incendio...
pero la muerte la ha chamuscado
y yo me derrumbo bajo el peso
de la aflicción de plomo.

Sí; tú que me trajiste al mundo,
¡ayúdame a emigrar al cielo!






Mi último árbol

Viuda del sol
y viuda del viento,
viuda de la noche
y de la mañana amarga,
viuda del firmamento
y del jardín prematuro:
¡Qué otra cosa soy
que una sombra mutilada!

Odio la servidumbre del viento
y la viudez del crepúsculo,
odio la canción para despertar
del ave madrugadora.
Y de los bosques de Francia
suplico a un único árbol
que se convierta en mi féretro.







Tú-Yo

Somos floridos como sueños
de la misma luz,
del mismo crepúsculo.
Estamos hechos
de la ceniza de la estrella.
Ya antes de nuestro nacimiento
nuestro ser era uno
y después de la muerte
nos volveremos a ver.

A través del tiempo,
a través del espacio,
me precipito
hacia ti
dios-adolescente,
me hundo nuevamente
-infinitamente-
en el origen primordial.







Nuestro relieve sepulcral

Cada medianoche, guardo en el corazón
tu rizo color azul-cuervo.
Todavía cargado
con corriente de alta tensión,
me hiere su descarga eléctrica

Yo practiqué -con pichones de ave-
el silbido de zorzal con el que me llamabas.
Y cuando ellos estuvieron en edad de volar,
me llamaste -a través de ellos-
desde todos los jardines.

En la película que filmo de ti,
la sombra de Orfeo se desliza sobre la pantalla.
De la desintegración de esta sombra
me alimento con algo de celuloide.

Cualquiera creería que estoy viva porque me muevo
pero hace mucho que estoy petrificada en el bronce
unida contigo en el relieve de Chagall
sobre nuestra cama doble de piedra.


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