Pedro Antonio González Valenzuela (Coipué, Curepto, Región del Maule, 22 de mayo de 1863 - Santiago de Chile, 3 de octubre de 1903) fue un escritor, poeta y periodista chileno, reconocido como el primer poeta moderno de Chile.
Poeta de vida bohemia e influencia romántica que vivió y murió en la miseria. Escribió en los diarios La Tribuna, La Ley, La Revista Cómica y Santiago Cómico, que aparecían en Santiago a fines del siglo XIX. Sólo pudo ver impreso uno de sus libros poéticos, Ritmos en 1895, que constituye una de las primeras manifestaciones del Modernismo en su país. Buscó renovar la forma y ensaya distintos experimentos métricos. Ha sido llamado el Padre del Modernismo chileno.
En el libro Los líricos y Los épicos, se referirá sobre Pedro Antonio González:
De los poetas chilenos, el que pudo resistir más risueñamente que otros el análisis de su obra, el aún no igualado ni en la serenidad de la línea ni en la opulencia cromática del verso, fue González (...) Su retraimiento no fue ni escepticismo ni miedo a la celebridad, sino consecuencia de sus desgracias de hogar (...) Calló, pues, el poeta, y olvidado del verso, fue de aquí para allá, en herrancias de bohemio, buscando en los vasos la perdida llama inspiradora.
Miguel Luis Rocuant, Los líricos y Los épicos
Escritor satírico, es autor de la famosa Oda al peo, publicada en la La Revista Cómica
Yo te saludo, oh emanación del poto!
Augusto prisionero
que llegas a golpear el agujero
con vivísimas ansias de lo ignoto.
Pero, ¡ay, más espantosa
que los negros volcanes de la tierra
es la tapada fosa
que tus gigantes ímpetus encierra!
Ahí se guardan, es cierto,
Infinitos olores,
Aunque no son las perfumadas flores
con que se ostenta aderezado el huerto;
aquello no es Edén: es calabozo
donde yace un egregio ciudadano
bajo las iras de un feroz tirano
cuyo nombre modula tu sollozo.
Ese nombre es el ano!
Cuando sacudes, con esfuerzo nulo
las paredes del culo,
aunque los necios dicen que eres feo,
(por envidia mortal, según calculo),
afirmo que eres nuevo Prometeo.
Tras áspero camino
por el negro canal del intestino
llegas del traste a la fruncida puerta;
allí te atajas por algún instante,
oculto, acaso, por un pliegue fino;
entonces ruges, parecido al Noto
y, forzando las válvulas del poto,
¡arremetes y pasas adelante!
Y grande maravilla!
Cuanto más horrendo era el calabozo
que momentos atrás te aprisionara,
más grande es el estruendo,
más grande la algazara
con que al mundo pregonas tu alborozo.
Sale, oh fluido inmortal; ¡Tú no varías!
Sucédense los reyes;
termínanse las leyes
como si fuesen días;
igual se muda el Papa;
terribles convulsiones
alteran todo el mapa;
los amigos se pierden
y la mujer olvida
los tiernos y amorosos juramentos
que prometiera un día;
sólo tú, ser gaseoso, no varías.
De noche, o bien de día,
en la calle, en la mesa o en la cama
eres el mismo siempre; eres sincero.
Bajo la seda de la airosa dama,
o el flamante vestón del caballero;
en la vesta papal cardenalicia;
bajo el traje pomposo de los zares
y en la severa toga de justicia;
por tierras y por mares,
en el calzón de sucia verdulera
o bajo el poncho del mugriento roto
apareces, de idéntica manera,
de entre la misma lobreguez del poto.
Por campos y ciudades,
¡sarcasmo de mundanas vanidades!
predicas, convencido,
santa humildad a muchos infelices;
que, si no llega al oído,
la comprenden, al menos, las narices…
De mí nunca receles
que intercepte tu paso noble y fiero!
Hallarás, al contrario, siempre franca
la puerta del trasero.
Sal, pues, sin antifaz de disimulo.
Deja ese estrecho nido!
Y el canto conocido
lanza, vibrante, en el umbral del culo!.
Oda al peo, publicado en La Revista Cómica
Obra
Ritmos, 1895.
Poetas chilenos , 1902.
Poesías, 1905.
Poesías, edición realizada por Armando Donoso, 1917.
El Monje, 1919.
EL MONJE
FRAGMENTO PRIMERO
I
Noche. No turba la quietud profunda
con que el claustro magnifico reposa
más que el rumor del aura moribunda
que en los cipreses lóbregos solloza.
Mustia la frente, la cabeza baja,
negro fantasma que la fiebre crea,
cadáver medio envuelto en su mortaja,
un monje por el claustro se pasea.
De cuando en cuando de sus ojos brota
un súbito relámpago sombrío:
el trágico fulgor del alma rota
que gime y se retuerce en el vacío.
No lo acompaña en su mortal desmayo
más que la luna que las sombras ama,
que una lágrima azul en cada rayo
sobre las frentes pálidas derrama
II
El joven. Es su edad del alegro,
la del himno, el ensueño y el efluvio,
en que es terso azabache el bucle negro,
en que es oro bruñido el bucle rubio.
Sin conocer placeres ni pesares,
se alejó del hogar siendo muy niño,
y fue a poner al pie de los altares
un corazón más puro que el armiño.
Algún recuerdo de la infancia acaso
rompe tenaz su místico sosiego
y desata en su espíritu a su paso
huracánidas ráfagas de fuego.
Acaso las borrascas de la tierra
traspasan las barreras de su asilo
y van con ronco estrépito de guerra
a desgarrar su corazón tranquilo...
III
Un día vio en el templo, de rodillas,
desde un triclinio del solemne coro,
una virgen de pálidas mejillas,
de pupilas de cielo y trenzas de oro.
Y Su gallarda imagen tentadora
lo persiguió con incesante empeño;
turbó su dulce paz hora tras hora,
en el recreo, la oración y el sueño.
Cuántas veces, orando en el santuario,
no veía florar en su ansia viva,
envuelta en la espiral del incensario,
su fantástica sombra fugitiva.
¡Cuántas veces, con hondo devarío,
allá en las noches de nostalgia loca
no despertaba, trémulo del frío,
buscando el beso ardiente de su boca1.
IV
De súbito interrumpe su paseo
y lívido y extático se queda,
y mira con extraño devaneo
la blanca luna que lo lejos rueda.
Y en la cúpula azul de pompa fídíca
del templo secular de estilo mágico,
ensaya el ritmo de su voz fatídica
el ave de Satán, el cuervo trágico.
Y los cipreses lóbregos se quejan.
Y al vaivén de sus copas que se alcanzan,
sus siluetas se acercan y se alejan
como espectros fantásticos que danzan.
Y tras los horizontes de Occidente
la luna meláncolica se escombra.
¡ Y allá en su corazón el monje siente
crecer la soledad, crecer la sombra !. ...
FRAGMENTO SEGUNDO
I
¿Porqué, por qué, sin fe para el combate,
el alma alada que a la cumbre vuela,
olvida que es espíritu y se abate
cuando la frágil carne se rebela?
¡por qué ludibrio de borrasca loca
la conciencia vacila y gime y calla
cuando el brutal instinto la provoca
a sostener con él recia batalla!
¿Qué hondo misterio es el que el hombre ¡encierra,
que el cuerpo vence al alma en el gran duelo,
siendo el cuerpo una sombra de la tierra,
siendo el alma un relámpago del cielo?
II
Ante el sol inmortal que se levanta
y tiñe el éter de ópalo y de rosa,
el himno eterno de la vida canta
con magnifico ritmo cada cosa.
Mas, ¡ay!, el monje, en su nostalgia muda.
oye sólo zumbar el ala incierta
con que el lóbrego cierzo de la duda
a bate las ruinas de su fe ya muerta.
Envuelta en el fantástico sudario
de su austera y flotante saya mística,
se arrodilla temblando en el santuario,
delante de la lámpara eucarística,
Es insondable, es infinito el velo
de la fúnebre noche que le ofusca.
Es un fantasma, es un sarcasmo el cielo;
huye más lejos cuanto más le busca.
III
Después de orar al borde del abismo,
siempre sin esperanza, siempre en vano,
y de sentir la nada de sí mismo,
¡Le abre su corazón a un monje anciano.
Lleno de santa unción y, amor profundo,
el viejo monje largo tiempo le habla
de que busque en el piélago del mundo
sólo en la cruz su salvadora tabla.
-¡Ay -le dice- del ama que blasfemma
y que se olvida de su excelso tango,
y que arrastra su fúlgida diadema
y sus cándidas alas por el fango
4'EI alma que a sí misma se abandona
y que, entre el mal y el bien3 el mal prefiere.
rompe el lazo que al cielo la eslabona:
¡vive para Satán, para Dios muere!
IV
Y él le oye. Y en su celda solitaria,
armado de un férula sangrienta,
a compás de una lúgubre plegaria,
verdugo de sí mismo, se atormenta.
En su místico anhelo de vencerse.
lleno de santa cólera se azóta,
y de dolor su carne Se retuerce
y roja sangre de su carne brota.
Es inútil su bárbaro martírío.
La fiebre estalla en su cerebro luego.
Y a través de las sombras del delirio,
el ve flotar una visión de fuego,
Es la visión de la mujer que adora,
que con su carne pone su alma en guerra,
¡que lo acosa tener hora tras hora,
que lo hace al cielo preferir la tierra!
FRAGMENTO TERCERO
I
Tiende la noche sus flotantes tules
y se envían los astros desde lejos,
a través de los ámbitos azules,
dulces besos de amor en sus reflejos.
Y hunde el monje en el éter infinito
los tristes ojos con afán profundo;
acaso escruta lo que Dios ha escrito
allá en el corazón de cada mundo.
Y bajo el nimbo de su luz risueña,
la blanca luna en cada rayo exclama:
"¡Soy una virgen pálida que sueña,
soy una virgen que se arroba y ama!"
Y ensaya el aura tibia sin sosiego,
en las trémulas copas de los álamos,
ritmos lejanos de ósculos de fuego,
de bocas que se encienden en los tálamos.
II
Hace instantes no más, con que inocencia
la rubia virgen pálida que adora
le abrió ante el tribunal de la conciencia
por la primera vez su alma de aurora.
Hondas huellas de honor en él dejaron
los recios golpes de la lid sin nombre
que en su lóbregó espíritu trabaron
el ministro del cielo con el hombre.
Cada revelación que ella le hacía
era un tremendo vendaval deshecho
que sin piedad crispaba y retorcía
las recónditas fibras de su pecho.
III
-Padre -le dijo-, perdonad mi quejja
Siempre que caigo ante el altar de hinojos,
mi pensamiento del altar se aleja
y se llenan de lágrimas mis ojos.
Al mismo altar, con una audaz porfía
que hace los sentidos se me arroben
, sigue mis pasos, tras la sombra mía
la sombra melancólica de un joven.
Busco la soledad, y en ella vago,
y de amor cada cosa me habla de ella:
me habla de amor la música del lago;
me habla de amor el ritmo de la estrella.
Dadme, pues, padre mío, algún consuelo.
Es ya inútil luchar. Estoy vencida.
¿No es verdad que el amor brota del cielo?
¿ No es verdad que sin él no hay sol, no hay vida?
IV
Y el exclamó: -No es éste un gran problema:
Dios manda que ame cuanto ser existe,
Y su mandato es una ley suprema
a cuyo imperio ningún ser resiste.
Pero el amor su fin tan sólo alcanza
cuando con la conciencia se concilia;
cuando es su aspiración y su esperanza
fundar el santo hogar de la familia.
Mas el amor que ofende a la conciencia,
dando pábulo a instintos que la oprimen,
¡deja de ser sagrado, y es demencia,
deja de ser sagrado, y es un crimen!
V
Y el monje suspendió súbitamente
su evangélica plática sencilla,
y una lágrima trémula y ardiente
resbaló sin rumor por su mejilla.
la virgen núbil, por su rostro mudo,
desde el humilde sitio de su alfombra
ver rodar esa lágrima no pudo
porque esa lágrima rodó cii la sombra.
FRAGMENTO CUARTO
I
Tarde estival. El cielo sé dilata
por el gigante piélago sonoro,
como una inmensa túnica de plata
cuajada de soberbias flores de oro.
Habla todo de Dios: la limpia onda
con su albo. nimbo por la playa tiende,
la casta estrella que en la bruma blonda
del páñido crepúsculo se enciende.
II
Cubierto el monje con su tosca saya,
murmurando en silencio: "Dios lo exige',
hacia una agreste aldea, por la playa,
bajo el sol que ya muere, se dirige.
El allá en sus salvajes horizontes
olvidará tal vez sus agrias penas:
respirará la brisa de los montes,
recobrará la sangre de sus venas.
III
Sirve la humilde aldea un cura anciano
que cumple su misión con santo anhelo,
que en cada feligrés ve un tierno hermano
que Dios le ordena conducir al cielo.
Mas ya no puede soportar la carga
de su labor de apóstol y profeta
El peso de la edad ya lo aletarga.
Ya toca el linde de su vida inquieta.
IV
Le dice el monje: -Serás tú el baluarte
de la grey que Dios puso a mi cuidado;
tú empuñarás el místico estandarte
que yo abandono, porque estoy cansado.
¡ Y el monje le oye y le obedece y calla,
Y con fervor a la labor se entrega.
Y mayor goce en la labor él halla.
mientras mayor abnegación despliega
V
Allá, cuando a lo lejos ya declina
el blanco sol entre celajes rojos,
el monje hacia la playa se encamina,
trémulo el paso y húmedos los ojos.
Sus olas a sus pies el mar prosterna
con ritmo a un tiempo unísono y diverso,
y le habla sin cesar del alma eterna
que difunde la vida al universo
Del alma que es efluvio en la laguna
y en la undivaga brisa rítmo eólico,
y en la serena, temblorosa luna,
lágrima azul del cielo melancólico.
Del alma que es visión que canta y vaga
allá en la nube trémula y bermeja3
y que en la mustia estrella que se apaga
es recuerdo que llora y que se aleja.
FRAGMENTO QUINTO Y ULTIMO
I
En la capilla de la aldea tosca,
denso gentío de entusiasmo lleno
Se agita como un piélago que enrosca
a la luz del relámpago su seño..
Ante el altar, el monje se dibuja,
lívido el rostro la mirada triste
extraño el gran tumulto que se empuja,
extraño a todo cuanto en torno existe.
II
Avanzan al altar, con pie seguro
y reflejando en la pupila el cielo,
un apuesto doncel de traje obscuro
y una niña gentil blanco velo.
El monje los contempla un corto 'instante
con el hondo y supremo paroxismo
de quien se ve de súbito delante
de la inmensa pendiénte de un abismo.
En la diáfana tez de nieve y rosa,
y los bucles aurinos y sedeños,
y el talle de palmera de la esposa,
él descubre a la virgen de sus sueños.
En su fatal, desgarradora cuita,
en vano, en vano en su interior batalla
a con el volcán de su pasión que grita,
con el volcán de su pasión que estalla.
III
Se absorbe. Se transporta, y a lo lejos,
desde el místico altar al lecho cálido,
ve marchar bajo un nimbo de reflejos
una novia gentil y un novio pálido.
Y oye entre raudos y variados giros
de misteriosas y argentinas brisas,
aleteos de besos y suspiros
músicas de arrillos y de risas.
Y ve jugar, bajo la luz eterna,
al umbral de un hogar lleno de efluvios,:
sobre el regazo de una madre tierna,
un enjambre auroral de ángeles rubios.
IV
Y tiende a otro horizonte la mirada,
y allá en el pálido confín divisa
una lóbrega celada' abandonada
donde una triste lámpara agoniza.
Forman su techo que jamás se alegra
ásperas tablas de nudosos troncos
siempre cubiertos por 1a. noche negra
siempre azotada por los cierzos roncos.
-Y a la luz de la lámpara que osciila ve arrodillarse
un monje ante el vacío
-Le ve enjugarse a solas la pupilaa,
y en su abandono tiritar de frío.
V
Y domina su bárbaro tormento
y la hiel de sus lágrimas devora.
Y a un hombre que no es él, con dulce. acento,
desposa él mismo a la mujer que adora.
Y al soplo del dolor con que está en guerra,
siente su sangre transformarse en hielo,
huir veloz bajo sus pies la tierra:
-sobre su frente derrumbarse el ciielo.
Y entonces, ay a su pupila asoma
la noche allá en su espíritu escondida.
¡Y al. pie del ara santa se desploma,
rígido el cuerno, la razón perdida!
HIMNO AL CRANEO
Oh, cráneo sombrío,
que con tu cavidad, desierta y vana,
proclamas el vacío
de las grandezas de la vida humana.
Cuántas veces también tú sentirías
rugir en lo interior de tu caverna,
ya para siempre solitaria y muda,
las tormentas bravías
del delirio del dogma, en lucha eterna
con el sarcasmo de la eterna duda.
Quizás tú fuiste el místico palacio
de un apóstol sublime
para quien la extensión del mismo espacio
fue lóbrega prisión, cárcel que oprime.
Pero si fuiste el templo por Dios hecho
para el autor de un dogma soberano,
por qué dentro de ti se siente estrecho
el mísero gusano?
Quizás tú fuiste el bizantino trono
del déspota más vil de que hay memoria,
de cuantos con su torpe y negro encono
provocaron los rayos de la Historia.
Pero si fuiste el pedestal sangriento
de un autor de cadenas,
por qué alza un himno en torno tuyo el viento
y brotan azucenas?
MI VELA
Cerca de mi vela, que apenas alumbra
la estancia desierta de mi buhardilla,
yo leo en el libro de mi alma sencilla
por entre la vaga y errante penumbra.
Despide mi vela la llama de un cirio
a fin de que acaso con ella consagre
mi cáliz sin fondo de hiel y vinagre
delante del ara de mi hondo martirio.
A mí no me queda ya nada de todo.
Mis viejos recuerdos son humo que sube,
formando en el éter la trágica nube
que marca la ruta de mi último éxodo.
Yo cruzo la noche con pasos aciagos,
sin ver brillar nunca la estrella temprana
que vieron delante de su caravana
brillar a lo lejos los Tres Reyes Magos.
¡Quizás soy un mago maldito! ¡Yo ignoro
cuál es el Mesías en cuyos altares
pondré, con mi lira de alados cantares,
mi ofrenda de incienso, de mirra y de oro!
Al golpe del viento rechinan las trancas
detrás de la puerta de mi buhardilla.
Y vierte mi vela –que apenas ya brilla-
goteras candentes de lágrimas blancas…
No hay comentarios:
Publicar un comentario