Natasha Trethewey (Gulfport, Misisipi, 1966) ha publicado tres colecciones de poemas: Domestic Work en 2000 (Cave Canem Poetry Prize de 1999, Mississippi Institute of Arts and Letters Book Prize de 2001 y Lillian Smith Award for Poetry de 2001), Bellocq’s Ophelia en 2002 (Mississippi Institute of Arts and Letters Book Prize de 2003 y American Library Association Notable Book de 2003) y Native Guard en 2006 (Pulitzer Prize in Poetry de 2007), su primer libro traducido y publicado en España en la colección Bartleby Poesía. Ha recibido las prestigiosas becas de las Fundaciones Guggenheim y Rockefeller, la Bunting Fellowship Program of the Radcliffe Institute for Advanced Study de la Universidad de Harvard, el National Endowment for the Arts, así como el Mississippi Governor’s Award for Excellence in the Arts for Poetry de 2008.
En la actualidad reside en Decatur, municipio contiguo a Atlanta (estado de Georgia), e imparte clases de Escritura Creativa como Distinguished Chair Professor of Poetry en la Universidad Emory de esta ciudad
Natasha Trethewey, Premio Pulitzer a quien la poesía ayudó a sobrellevar una tragedia personal, fue nombrada el jueves decimonovena poeta laureada de Estados Unidos.
La profesora de inglés y escritura creativa en la Universidad Emory en Atlanta estudiaba su primer año de universidad cuando su madre fue asesinada por su padrastro.
“Empecé a escribir poemas como una respuesta a esa gran pérdida, de manera similar a como la gente respondió a los ataques del 11 de septiembre (del 2001)”, dijo a The Associated Press. “Personas que nunca habían escrito poemas o que no se habían acercado mucho a la poesía la abrazaron en ese momento porque al parecer es lo único que puede aludir a lo indescriptible”.
Trethewey es la primera poeta laureada de la nación proveniente del Sur desde que la Biblioteca del Congreso nombró a Robert Penn Warren en 1986. También es la más destacada poeta de Misisipi y será la primera persona que sirva simultáneamente como laureada estatal y federal.
Trethewey ganó el Pulitzer en el 2007 por su libro de poemas “Native Guard”, parcialmente enfocado en una parte de la historia que nunca se documentó. Escribió sobre la Guardia Nativa de Luisiana, un regimiento negro durante la Guerra Civil asignado a resguardar a soldados blancos confederados en Ship Island
Guardia nativa. Bartleby, 2009 Edición bilingüe. Traducción Luis Ingelmo.
Guardia nativa
Poemas elegías a la madre de la poeta, sonetos de un soldado afroamericano durante la Guerra de Secesión estadounidense y poemas autobiográficos.
Tarde llegas es de la segunda parte y Providencia de la tercera:
Escenas de la historia documental del Missisipi
4. Tarde llegas
La sombra del niño está con este sol tan alto
bajo ella casi al completo, le roza la planta
del pie descalzo sobre el pavimento. Y da el paso
aunque sin duda hace mucho calor. Son sus ganas
de leer el tema de esta foto: un libro tiene
en la mano, la biblioteca cerrada, fuera
aún de su alcance la puerta. Se acerca, quiere
ver las señales, con calma de nuevo leerlas.
Contra un fondo blanco, en la primera con esfuerzo
se intuyen las tenues letras. En ella descifra
Biblioteca Pública de Freenwood para negros,
más la otra, en negrita sobre la pizarra, le indica
fuera del marco la salida, un dedo que apunta
a la izquierda. Quiero llamarla, decirle espera.
Más demorarse no puede, la historia le apura.
Leerá esta señal como yo leo: llegas tarde.
Providencia
Lo que queda son imágenes. Las horas antes del
Camille, 1969: gentes preparándose
para el huracán, palmeras inclinadas
por el viento,
sus hojas volteadas,
el cabello de una mujer. Y el después:
los solares,
barcos arrastrados tierra adentro, una marisma
donde antes hubo tumbas. Recuerdo
lo apiñados que pasamos la noche en nuestra casa, tan pequeña,
yendo de una habitación a otra,
vaciando las ollas llenas del agua de la lluvia.
Al día siguiente nuestra casa
- construida sobre cemento ligero – parecía flotar
en el jardín inundado: no teníamos cimientos
bajo los pies, me era imposible ver nada
que nos atase a la tierra.
En el agua nuestro reflejo
temblaba,
desaparecía
al inclinarme para tocarlo.
La historia del Sur
Antes de la guerra eran felices, dijo citando
el libro de texto. (Secundaria, el último año,
clase de Historia). Esclavos vestidos, alimentados,
y sin duda mucho mejor al cuidado de un amo.
En la página las palabras se desvanecían.
no hubo quejas, ninguna mano. Tampoco la mía.
Aún nos faltaba por ver la Reconstrucción antes
del examen y, pese al retraso, si había suerte
también las tres horas de ‘Lo que el viento se llevó’.
La historia del viejo sur -dijo nuestro profesor-
es el relato fiel de las cosas en otros tiempos.
En pantalla, realista, un esclavo: labios gruesos
y ojo saltón, la prueba y burla del libro de texto,
ficción que el profesor guardaba, como yo, en silencio.
GÓTICO DEL SUR
Me he acostado en 1970, en la cama
que mis padres compartirán unos pocos años más.
Recién caída la noche, aún no se han dado la espalda
al dormir, los cuerpos curvados, paréntesis
que enmarcan las vidas distantes a las que despertarán. En sueños
soy de nuevo la niña con mil preguntas que hacer,
los constantes por qué y por qué y por qué
que mi madre no sabe contestar, la boca cerrada, un gesto
que revela su futuro: los labios fríos, apretados y cosidos.
Las líneas del rostro de mi padre se acentúan
con un mohín de aflicción. He vuelto a casa
del colegio con las palabras que nos oscurecen
en esta pequeña ciudad del Sur -pelagatos, amiga
de negratas, mestiza y acebrada- palabras que toman forma
desligadas de nosotros. Nos apiñamos en la isla de nuestra cama, quedos
en el idioma de la sangre: la casa, inestable
sobre sus ancas de cemento ligero, se hunde cada vez más
en la mugre del linaje. Las lámparas de aceite parpadean
a nuestro alrededor; nuestras sombras, oscuros glifos en la pared,
más grandes y extrañas que nosotros mismos.
Marzo de 1863
Escucho, con tinta escribo lo que bien sé que
se afanan por decir con sus silencios, mayores
que las palabras: aprensión por seres queridos
–Amada mía: cómo te las vas apañando–
qué fue de sus pequeños terrenos de cultivo
–¿habéis cosechado suficiente para ahorrar?–.
Anhelan la comodidad de su anterior vida
–hoy te veo allí, diciéndome adiós con la mano–.
Algunos envían fotos, un retrato en caso
de que el cuerpo no regrese. Otros dictan las
verdades de la guerra: Un aire caliente arrastra
el hedor de miembros podridos hasta los huesos.
Vuelan negras nubes de moscas. Hambre y flaqueza.
Al morir un hombre nos comemos su ración.
Teorías de Tiempo y Espacio
Usted puede ir de allá para acá, aunque
no estará yendo a casa.
Donde quiera usted estará en algún lugar
donde nunca ha estado. Intente esto:
siga al sur por Mississippi 49, una-
a-una cada milla consumirá
otro minuto de su vida. Dedúzcalo
a su conclusión natural – callejón sin salida
en la costa, el embarcadero Gulfport donde
los aparejos de los barcos camaroneros se aflojan
en un cielo amenazante de lluvia. Cruce
por la playa artificial, 26 millas de arena
descargada en un pantano del manglar – enterrado
terreno del pasado. Traiga solamente
lo que deba cargar – el tomo de memoria
abre sus páginas blancas al azar. En el muelle
donde usted aborda el bote que va a la isla
alguno le tomará un retrato:
la fotografía – quién es usted –
estaremos esperando su regreso.
Vespertina Cognitio
Overhead, pelicans glide in threes—
their shadows across the sand
dark thoughts crossing the mind.
Beyond the fringe of coast, shrimpers
hoist their nets, weighing the harvest
against the day's losses. Light waning,
concentration is a lone gull
circling what's thrown back. Debris
weights the trawl like stones.
All day, this dredging—beneath the tug
of waves—rhythm of what goes out,
comes back, comes back, comes back.
Kitchen Maid with Supper at Emmaus, or The Mulata
—after the painting by Diego Velàzquez, ca. 1619
She is the vessels on the table before her:
the copper pot tipped toward us, the white pitcher
clutched in her hand, the black one edged in red
and upside down. Bent over, she is the mortar
and the pestle at rest in the mortar—still angled
in its posture of use. She is the stack of bowls
and the bulb of garlic beside it, the basket hung
by a nail on the wall and the white cloth bundled
in it, the rag in the foreground recalling her hand.
She's the stain on the wall the size of her shadow—
the color of blood, the shape of a thumb. She is echo
of Jesus at table, framed in the scene behind her:
his white corona, her white cap. Listening, she leans
into what she knows. Light falls on half her face.
Letter Home
--New Orleans, November 1910
Four weeks have passed since I left, and still
I must write to you of no work. I've worn down
the soles and walked through the tightness
of my new shoes calling upon the merchants,
their offices bustling. All the while I kept thinking
my plain English and good writing would secure
for me some modest position Though I dress each day
in my best, hands covered with the lace gloves
you crocheted--no one needs a girl. How flat
the word sounds, and heavy. My purse thins.
I spend foolishly to make an appearance of quiet
industry, to mask the desperation that tightens
my throat. I sit watching--
though I pretend not to notice--the dark maids
ambling by with their white charges. Do I deceive
anyone? Were they to see my hands, brown
as your dear face, they'd know I'm not quite
what I pretend to be. I walk these streets
a white woman, or so I think, until I catch the eyes
of some stranger upon me, and I must lower mine,
a negress again. There are enough things here
to remind me who I am. Mules lumbering through
the crowded streets send me into reverie, their footfall
the sound of a pointer and chalk hitting the blackboard
at school, only louder. Then there are women, clicking
their tongues in conversation, carrying their loads
on their heads. Their husky voices, the wash pots
and irons of the laundresses call to me.
I thought not to do the work I once did, back bending
and domestic; my schooling a gift--even those half days
at picking time, listening to Miss J--. How
I'd come to know words, the recitations I practiced
to sound like her, lilting, my sentences curling up
or trailing off at the ends. I read my books until
I nearly broke their spines, and in the cotton field,
I repeated whole sections I'd learned by heart,
spelling each word in my head to make a picture
I could see, as well as a weight I could feel
in my mouth. So now, even as I write this
and think of you at home, Goodbye
is the waving map of your palm, is
a stone on my tongue.
Pilgrimage
Vicksburg, Mississippi
Here, the Mississippi carved
its mud-dark path, a graveyard
for skeletons of sunken riverboats.
Here, the river changed its course,
turning away from the city
as one turns, forgetting, from the past—
the abandoned bluffs, land sloping up
above the river's bend—where now
the Yazoo fills the Mississippi's empty bed.
Here, the dead stand up in stone, white
marble, on Confederate Avenue. I stand
on ground once hollowed by a web of caves;
they must have seemed like catacombs,
in 1863, to the woman sitting in her parlor,
candlelit, underground. I can see her
listening to shells explode, writing herself
into history, asking what is to become
of all the living things in this place?
This whole city is a grave. Every spring—
Pilgrimage—the living come to mingle
with the dead, brush against their cold shoulders
in the long hallways, listen all night
to their silence and indifference, relive
their dying on the green battlefield.
At the museum, we marvel at their clothes—
preserved under glass—so much smaller
than our own, as if those who wore them
were only children. We sleep in their beds,
the old mansions hunkered on the bluffs, draped
in flowers—funereal—a blur
of petals against the river's gray.
The brochure in my room calls this
living history. The brass plate on the door reads
Prissy's Room. A window frames
the river's crawl toward the Gulf. In my dream,
the ghost of history lies down beside me,
rolls over, pins me beneath a heavy arm.
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