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sábado, 3 de noviembre de 2012

MILOS CRNJANSKI [8389]






Miloš Crnjanski
Miloš Crnjanski (en serbio Милош Црњански nació en Csongrád, actual Hungría, el 26 de octubre de 1893 - falleció en Belgrado el 30 de noviembre de 1977) fue un poeta expresionista del modernismo serbio, así como autor y diplomático.

En 1896 su familia se instaló en Timişoara, actual Rumania, donde mantuvo una fuerte relación con la cultura serbia.
A comienzos de la Primera Guerra Mundial, fue perseguido como parte de la respuesta de Austria al asesinato en Sarajevo del heredero de la Corona del Imperio austrohúngaro, el príncipe Francisco Fernando, por parte del nacionalista yugoslavo Gavrilo Princip. Crnjanski fue enviado a luchar contra los rusos. Pasó una parte del conflicto en un hospital de guerra, pero también en el frente italiano. Los estragos de la guerra dejaron una clara marca en su obra, mediante la cual abordó la falacia de ciertos mitos, tratando entre otros temas el de la Batalla de Kosovo.
Tras el conflicto estudió historia y filosofía en Viena y se graduó de la Universidad de Belgrado.
En 1928 fue agregado de la embajada del Reino de Yugoslavia en Berlín, Lisboa y Roma. De hecho, cuando comenzó la Segunda Guerra se encontraba en la capital italiana.
Tras la guerra trabajó como profesor y periodista. Vivió en Londres, regresando a Belgrado en 1965. Allí murió el 30 de noviembre de 1977.

Obra

Dentro de su obra poética se destacan Poemas de Ítaca de 1918, y Lamento sobre Belgrado de 1965. Escribió asimismo el volumen de cuentos Historias de hombres de 1924 y las novelas Diario de Carnojevic (Dnevnik o Čarnojeviću) de 1921, Migraciones (Seobe) de 1929, Segundo libro de Migraciones (Seobe, knjiga druga) de 1962, y Una novela sobre Londres (Roman o Londonu) de 1972. Escribió los dramas Masks de 1918, Doss-house de 1958 y Nikola Tesla.
Fundó el peiódico Putevi, y en 1922 con Marko Ristić la revista política Ideje en 1934.







Sumatra

Ligeros, suaves y apacibles, ahora estamos. 
Qué silenciosos son, y blancos, pensamos, 
los copos de los Urales. 

Y si nos entristece un rostro pálido, 
una noche extraviado, 
sabemos que un arroyo, en algún lugar, 
por él corre empurpurado. 

Un amor, en la tierra lejana, 
nuestro alma envuelve, turbia, 
con la placidez infinita de los mares azules, 
donde enrojecen los corales, 
como las cerezas en mi patria. 

Nos despertamos por la noche y sonreímos, felices 
a la luna tendida de los arcos 
y acariciamos a los montes lejanos 
y bosques helados, suavemente, con las manos.
Ligeros, suaves y apacibles, ahora estamos. 
Qué silenciosos son, y blancos, pensamos, 
los copos de los Urales. 

Y si nos entristece un rostro pálido, 
una noche extraviado, 
sabemos que un arroyo, en algún lugar, 
por él corre empurpurado. 

Un amor, en la tierra lejana, 
nuestro alma envuelve, turbia, 
con la placidez infinita de los mares azules, 
donde enrojecen los corales, 
como las cerezas en mi patria. 

Nos despertamos por la noche y sonreímos, felices 
a la luna tendida de los arcos 
y acariciamos a los montes lejanos 
y bosques helados, suavemente, con las manos. 

traducción: Julija Vuksanovic Cerge 



LA EXPLICACIÓN DE SUMATRA 
(el autor narra cómo nació este poema) 

Sentí, un día, toda la impotencia de nuestras vidas y lo enredado que es nuestro destino. Percibí que nadie va hacia donde quiere y descubrí los lazos, hasta ahora invisibles. Ese día, junto a mí, desfilaban los Senegaleses, los Anamitas; me encontré con un buen amigo mío que regresaba de la guerra. Al preguntarle de dónde venía, me dijo: ¡De Bujara! 

Su madre murió y sus vecinos la enterraron. Alguien le robó los muebles de casa. ¡Ni siquiera tengo la cama, dijo! 
Y cuando le pregunté por dónde viajó, me contestó: “ A través de Japón e Inglaterra, en donde me arrestaron.” 
“ Y ahora, ¿qué piensas hacer?”, le pregunté. “ Ni yo mismo lo sé. Estoy solo. Sabes que estaba prometido. Ella se marchó. Quizá no recibía mis cartas. ¡Quién sabe lo que a ella le espera! No sé lo que voy a hacer, a lo mejor me contratan en algún banco.” 

Todo eso sucedió en la estación de trenes en Zagreb. Entonces yo subí al tren y seguí mi viaje. El tren estaba repleto de gente, sobre todo de soldados, mujeres en andrajos, y muchos hombres perplejos. 

En el tren no había luz y se veían solo las sombras. Los niños estaban tirados, en el suelo del vagón, entre nuestras piernas. Agotado, no pude pegar ojo. Mientras a mí alrededor hablaban, distinguí en esas voces alguna pesadez y que el habla humano, antes no sonaba así. Con la mirada clavada en las obscuras ventanas, recordaba cómo mi amigo me describía unas montañas nevadas de los Urales, donde pasó un año como prisionero. Él, placida y largamente, describía ese paisaje de los Urales. 
Sentí así todo ese blanco, inmensurable silencio, allá en la lejanía. 

Sonreí pausadamente. ¡Todos los lugares por donde anduvo ese hombre! Recuerdo que también me habló de una mujer. En mi memoria solo se quedó dibujado un rostro pálido. Él, varias veces repetía que así, pálida, la vio la última vez. 

En mi recuerdo, nerviosamente, empezaron a mezclarse las pálidas caras de las mujeres de las que yo también me despedía o a las que vi en los trenes y barcos. Eso me oprimía y salí al pasillo. El tren había llegado a Srem y pasaba al lado de Fruska Gora. Unas ramas golpeaban el cristal, que estaba roto. 

A través de él al tren caía el mojado, húmedo, frío olor de los árboles y escuché el arrullo de un arroyo. Nos paramos enfrente de un túnel excavado. 

Quise ver ese arroyo que en la oscuridad murmuraba y me pareció enrojecerse y alegre. Mis ojos estaban cansados de no dormir, y sentí una enorme debilidad del largo viaje. Pensé: mira, no existen ningunos lazos en el mundo. Pues, ese amigo mío amaba a esa mujer, pero ella se quedó en algún lugar lejano, en alguna casa 
nevada, sola, en Tobolsk. Nada se puede retener. Y yo, a cuántos lugares no habré ido. 

Y mira, aquí, con que alegría corre este arroyo. Está empurpurado y arrulla. Apoyé la cabeza en la ventana rota. Unos soldados, mientras, saltaban de un a otro tejado del vagón. Y todos esos pálidos rostros, y toda mi tristeza, desaparecieron en el arrullo de ese arroyo en la oscuridad. El tren no pudo seguir. Habría que cruzar el túnel de Cortanovac, a pie. 

Hacía frío. Caminaba con la multitud de desconocidos viajeros. 

La hierba estaba húmeda, nos deslizábamos despacio, algunos hasta se caían. Al trepar la colina, delante de nosotros, al amanecer, despuntó el Danubio, gris y nebuloso. Toda esa niebla, detrás de que se cincelaba el cielo, era inmensa e infinita. Las colinas verdes, como las islas sobre la tierra, desaparecían con la aurora. Me detuve detrás de los demás. 

Y mis pensamientos seguían a mi amigo en aquel viaje suyo de que, despreocupado, con un humor agrio, me contó. Los mares azules, e islas lejanas, que no conozco, las plantas enrojecidas y corales, venían a mis pensamientos continuamente. 

Al final, la placidez, la placidez del alba, lentamente penetraba en mí. Todo lo que mi amigo comentó, y él mismo, agachado, con un capote viejo, se quedó impregnado para siempre en mi cabeza. De repente recordaba, yo también, a las ciudades, y la gente, que yo había visto, regresando de la guerra. Por primera vez observé un gran cambio en el mundo. 

Al otro lado del túnel nos esperaba otro tren. Aunque ya amanecía en el horizonte, en el tren de nuevo reinaba la total oscuridad. Cansado, volví a sentarme en un rincón sombrío, solo, muy solo. 

Muchas veces repetí para mis adentros: ”Sumatra, Sumatra”. 

Todo está enredado. Nos cambiaron. Recordé que antes vivíamos de 
otra manera. Y agaché la cabeza. 
El tren partió y traqueó. Me adormecía el pensar que ahora todo es tan extraño y la vida y esas distancias tan grandes en ella. 

¡Hasta dónde habrán llegado nuestras congojas y cuántas cosas habremos acariciado, en la tierra ajena, cansados! No solo yo y él, sino también tantos otros ¡Miles, millones! 
Pensé: ¿cómo me va a recibir mi patria? Las cerezas ahora ya están rojas y los pueblos ahora son alegres ¡Mira también los colores, allá hasta las estrellas, son iguales, los de las cerezas y los de los corales! Cuán todo está relacionado en el mundo. “Sumatra”- me dije de nuevo, irónicamente, a mí mismo. 

De repente, temblé, una inquietud dentro de mí, que no llegó ni hasta la conciencia, me despertó. Salí al pasillo, donde hacía frío. 

Otra vez paramos en un pequeño bosque. Desde un vagón se oía el canto. En algún lugar lloró un niño. Pero me pareció oír todos esos tonos desde una lejanía indefinida. Me invadió el escalofrío matutino. 
Vi aún la luna, resplandeciente y me sonreí. Ella es la misma, igual en todas partes, porque es un cadáver. 
Aprecié toda nuestra impotencia, toda mi tristeza. “Sumatra”, susurré con cierta afectación. 
Sin embargo, en el alma, profundamente, aunque me negaba aceptarlo, yo sentía un amor inmenso hacía esos lejanos montes, colinas nevadas, aún ahí arriba hasta los gélidos mares. Hacia aquellas islas remotas, donde acaece aquello que quizá hayamos hecho nosotros. Perdí el miedo a la muerte. 

Cual una alucinación alocada, me levantaba a esas inmensurables nieblas del alba, para extender mi brazo y acariciar los Urales remotos, los mares índicos, hacia donde se fue la púrpura y de mi rostro. Para acariciar las islas, los amores, los enamorados, las siluetas pálidas. Toda esa maraña se convirtió en un sosiego inmenso y un consuelo perpetuo. 

Más tarde, en Novi Sad, en la habitación de un hotel, compuse de todo eso un poema. 

Belgrado, 1920




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