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miércoles, 28 de noviembre de 2012

GINÉS TORRES SALINAS [8689]


Ginés Torres Salinas © Juan García Única
                                                                                Foto: Juan García Única



Ginés Torres Salinas (Guadix, Granada 1981), licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Granada. Además de poemas, relatos y comentarios críticos en diversas revistas literarias, ha publicado los libros
“Historia oculta de la literatura universal” (Premio Federico García Lorca
de Narrativa 2005 (Ediciones de la Universidad de Granada, 2006) y “El amor en tiempos de Chernobyl” (Los Catorce Ochomiles, Córdoba, 2007) y participado en encuentros como, por ejemplo, la octava edición del Mapa
Poético.




El amor en tiempos de Chernobyl


¿Recuerdas Chernobyl?
Abril de 1986:
la primavera deja en la tarde
su huella de polen metalizado
y el cielo tiene el mismo tacto
que unos hombros de cristal
a punto de secarse al sol.
Lejos,
la temperatura sube en el Reactor Número Cuatro de Chernobyl,
se prepara el fuego, se acerca la explosión:
el vapor turbio circula enloquecido por las tuberías,
por los conductos ya cercanos al copalso:
igual que un terremoto concentrado.
Mientras tanto, en el parque,
tu madre te cogía de los brazos
tratando de enseñarte a andar.
Pero éramos demasiado jóvenes,
apenas unos niños:
flotábamos en el limbo de la primera infancia,
y aunque entonces aún no nos conocíamos,
te recuerdo así feliz durante varios años:
la exagerada y natural sonrisa de tus fotografías,
tu alegría feroz e invulnerable (su onda expansiva),
las noches de verano jugando bajo las estrellas
-que si te paras a pensarlo son algo parecido a Chernobyl:
Hidrógeno y Helio reaccionando en lo remoto,
dejándonos la luz extinta de su combustión-
tus días de salvaje agotamiento,
de mañanas durmiendo hasta las doce,
sin saber de la catástrofe.
Y tal vez te preguntes
a qué vienen Chernobyl ahora y el pasado,
cuando esta herrumbre y el cansancio
nos dejan en el pecho
todo el peso de las profundidades abisales:
peces ciegos y deformes
nadando en lo negro de nuestro corazón.
Porque ya no nos quedan
-y eso tú lo sabes bien-
más que las tazas de té vacías
-con polvo en lugar de carmín
acumulándose en sus bordes-,
el viento frío que sopla en los pasillos,
la penumbra violeta de esa hora
en que en tu salón se sientan a llorar en silencio
-insomnes y frágiles-
dos fantasmas borrosamente parecidos a nosotros mismos.
A qué Chernobyl si todo esto,
me preguntas: por qué Chernobyl ahora
si las columnas del ánimo apenas se sostienen.
Puede que tengas razón,
nosotros no vivimos Chernobyl
(nos tocó el veloz desplome de las Torres Gemelas),
jugábamos en el suelo, ajenos,
mientras nuestros padres asistían
al nacimiento de unas ruinas.
Pero habrás visto las imágenes:
los muros derretidos de la Central,
el sarcófago de cemento sobre el Reactor Número Cuatro
(a veces noto cómo a mí también me sepulta),
la invisible nube tóxica extendiéndose por Europa
(¿llegará a Roma?, ¿tocarán París las mandíbulas de la radiación?),
la gente observando el fuego desde el puente
(incubando la muerte, dándose al cáncer),
las pastillas de yodo, las máscaras antigás,
el traje blanco y espectral de los operarios,
el guante naranja de las sirenas,
las calles, los edificios cada vez más desiertos,
el estrago de una lluvia nuclear.
No dejo de pensar que aquellos días
las radiaciones de Chernobyl
nos llegaron a través de la televisión,
se adhirieron a nosotros como un tatuaje radiactivo,
su veneno nos traspasó la carne
-¿acaso no notas en la noche alta
un arañazo helado en los pulmones?-,
y ahora su cáncer nos come,
la enfermedad amarillea nuestra piel,
vuelve el iris en densa arenisca.
Supongo que comprenderás ahora
por qué Chernobyl y todo esto,
Foto: Juan García Única
sabrás por fin que el dardo latente de sus radiaciones,
nos ha convertido en náufragos de cera deshecha,
mutantes que no saben dónde van,
seres desesperados,
imposibles para el amor.








El poema de C.

I

El lomo de los trenes:
un sedimento apenas,
depositado en la ventana.

Cuando vivía en Londres
dejaba los balcones siempre abiertos:
el ruido me ayudaba a no pensar

Destiempo:
el líquido para lentillas
en el que sumergías                       
un cierto ánimo miope 
de vagones y manga corta.

Dijiste:
Son como fósiles rotundos.

No sé explicarme con palabras:
lo que quiero decir
es que ahí seguirán después.

El amor como la geología:
una ciencia de estratos.


II

Lo que quiero decir
es que ahí seguirán después.

Elipsis mal ejecutadas:
el doble fondo en el cajón
que no sabe esconder el mago.

También, el mantra de las frases hechas:
el corsé que imponías a tu idioma privado
asfixió su baraja de sentidos.

Era el lugar que preferías:
el hueco entre el temblor de manos
y la copa de vino contra el suelo.

Lo que va de un extremo al otro,
lo que permite no explicar.


III

No sé si atiendo a los detalles.

Entendedme: 
                        durante aquellos días
sólo aprendí por eliminación.

El solitario inglés:
barnizada gimnasia de los nervios.

La casilla vacía,
el movimiento en falso.

No tengo tu paciencia.

Traduciré este estrato:
no puedo distinguir matices,
no admito el nudo en la madera.


IV

Los turistas lanzaban sus monedas
al sombrero del mimo en la Grand Place
si aflojaba la soga de la lluvia.

Los días de Bruselas
y los tejados a dos aguas,
perder la perspectiva
como una forma de blindaje.

Intentaré atender a los detalles:

del mimo no sabías calibrar 
los movimientos a tirones.

Sólo una cosa te preocupaba:

no sé si lo podría soportar,
ya sabes,
quedarme quieta, no poder correr.


V

En mis últimas tardes en la casa
me dediqué a fotografiarlo todo:
el liquen en las almohadas,
la horquilla del desánimo
y las vistas de francotirador.

Lejos de allí,
presiono el émbolo de las imágenes,

agito tu bandada de respuestas:

se dispersan las dos o tres canciones
mal entendidas
que manejabas como oráculo.

El daño es un lenguaje relativo,
un pulso de necesidades.

Un resto que se ciñe a tu inicial:
raspaduras de biografía,
voladizos del alma.







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