Federico Pedrido
Buenos Aires, ARGENTINA 1926 / 2002)
Federico Pedrido fue poeta, dramaturgo, guionista cinematográfico, periodista. A pesar de que su obra poética fue bendecida por autores de la talla de Macedonio Fernández, Miguel Ángel Asturias o Ramón Gómez de la Serna, entre otros, no suele ser muy mentado actualmente. A las caprichosas “antojolías” a veces se les escapan nombres esenciales que se quedan inmóviles, como pelotas olvidadas en el atardecer de un baldío, solas entre las piedras que amontona el olvido. Por eso nos enorgullece saldar ese vacío abriendo una ventanita hacia los versos increíbles de nuestro invitado de hoy. El periodista Norberto “Ruso” Verea se nos anticipó y por estas noches anduvo leyendo poemas de Pedrido en la audición “El Circo Miserable” que conduce en las madrugadas de la FM 93.7 Radio Nacional Rock; por suerte no estamos solos en esta cruzada de rescate de una poesía necesaria.
El lunfa de Pedrido es atrevido, insolente, malhablado, dice las cosas como son y no “como parece que son”, no miente, no engaña, no oculta información, tiene un trato directo con los asuntos del mundo y su decir es de boca abierta y pregonera.
Las criaturas de Pedrido no la suelen pasar muy bien; son víctimas y victimarios, vampiros a gamba, cafishios fatales, burreros metafísicos, pateando una ciudad esquiva y violenta, donde oscuros episodios se multiplican dentro de las cajas de pandora que organiza la propiedad horizontal. Bulines, pensiones arrugadas, conventillos plateados por lunas estropeadas, pasan sin solución de continuidad por los poemas de Pedrido que estallan como bombitas de olor, anunciando que algo huele a podrido en una Dinamarca que está acá nomás, a la vuelta: sobre la vereda recién baldeada quedaron astillas de algún delito mayor o menor, ya nadie se acuerda, porque la rueda tiene que seguir girando hasta marearnos como a los mamados del tango de Cadícamo. Mientras las calles arman una sinfonía de nombres, las agujas del reloj son puntazos, puñaladas traperas que atacan a traición y se deleitan con la agonía de las cosas: “El poeta tiene el milonguero roto./Lo sabe y no lo piensa./No lo quiere aceptar./Pero le preocupa ese difunto”.
Entre sus libros de poesía sobresalen Borracho muerto (1983), Cuando se es algo (1986) y Entre la roña y la nada (1987).
Macedonio Fernández dijo de Pedrido: “Percepción descubridora y verbalización de la más audaz, eludiendo estrechamente todo riesgo de pifia y de non sensu se encontrará siempre en Federico Pedrido”, mientras que Ramón Gómez de la Serna fue más categórico: “Su poesía puede pasar el Concurso de Dios”.
BOLUDO
Me diste aquel garrón por aburrida.
Nunca olvido esa noche en tu bulín.
Después serviste un poco de comida
y un mate lerdo y conversado. Y gin
Y con la curda hablaste de la vida
y desnuda de pilchas y de esplín
me diste el volpo de despedida.
Y así empezó mi extraño berretín.
Muchas veces nos vimos en el centro.
Y nada más. Un trago. Algún encuentro.
Y al irte para siempre ni un saludo.
Pero ¿qué me pasó? ¿Te tuve miedo?
Te quise bien y mucho, pero al pedo.
Qué triste cosa que es nacer boludo.
EL HOMBRE DE LA ENAGUA ROSADA
Fue, muchos, muchos años, pesebrero
y, después, laburó en una pensión.
Cuando compra salame, el corazón
igual que bandoneón, se frunce entero.
Tuvo dos novios. Uno era frutero;
el otro, un cabecita camaleón.
Le dieron tantos palos en el cuero
que lo sueña tambor su evocación
Ahora está cantando en la escalera,
mientras retuerce un trapo, una habanera
y se clava en un gesto mudo y fijo.
La purretada juega en la vereda.
Se toca el vientre y por sus nalgas rueda
la noble idea de parir un hijo
TRISONETO
Era grandote el chino. En esa esquina
nunca paró malevo más lustroso
con la cara empolvada con harina
y el traje bien planchado y bien grasoso.
Y como a cada cual Dios le destina
un destino decente o ranfañoso,
el engrasado chino vio una mina
y fue cafishio y se creyó buenmozo.
Y como no era nada pretensioso,
currando a toda mina que camina,
vivió bien, hasta que una turra fina
no comprendió un casote cariñoso.
Y fue adentro con costas y con ganas
y entró al cuadro lustroso y empilchado
creyendo que es de piola estar en cana.
Pero el chino olía a mina…Y un canero
le pasó el dato a un bufa prontuariado…
y el chino fue la reina de Caseros.
Y hoy lo vieron ya libre y muy formal
con un ex – boxeador medio tarado
en un rincón lindo del Rosedal.
PASCUAL
A veces,
con el pañuelo negro,
entre el mate
y la blanca camiseta,
te recuerdo
parado en la vereda,
recostao
contra el marco
de la puerta
Silencioso,
canchero,
gran persona,
de esas
que no se empardan
ni se quejan,
los que en la biblioteca
de la fija
fueron científicos
de las carreras.
Te recuerdo
empuñando
el negro bufo
del pineral,
llevarlo
a la cabeza,
y darle,
darle,
darle,
hasta que se descuelgue
la perrera.
Y después,
tengo fresca la noticia
de lo que te pasó
la noche aquella.
El cuchillo en la mano,
saliste en calzoncillo
a la vereda
y revoleando la hoja,
entre el delirio,
milongueaste
tu bronca
con la última grela.
Y no puedo
acordarme
nada más.
Tu nombre era Pascual.
Eras mi amigo.
Vivías,
sí,
yendo por Bonifacio,
allí,
a la vuelta,
cruzando,
la casita
más linda
de Picheuta.
"Mándame tu retrato"
Poema VI
La mujer transparente.
La hondura que él amó.
La que fundó este mundo terminado, por lo menos, para él.
quien virtuoso de piadosas razones devolvió lo debido,
fue liberada
(engaños y verdades)
de abordar para siempre el barco de los locos;
una partida condenable. Innoble.
Un embarque de abandono y maldades
que inicia el viaje
del que las armonías del pensar
no regresan.
De suyo y por tal causa,
el dolor tolerado desplaza sus dislates por la noche,
o su normalidad,
ya que es costumbre.
Hay un arte de amar.
Y un arte de morir.
Y un arte de amansar
lo condenable.
Ella está a tus espaldas.
Eso es sufrido ya.
Se desplaza algo lenta hacia un costado,
nube de indecisiones.
Él ignora la mano que se extiende
intentando tocar alguna parte de su cara marcada.
Gesto indudable el de ella...
como queriendo asegurar el alma,
el reconocimiento de ese hombre
-saber su mismo él-
el no ignorar qué busca
tal cual deseó el retrato.
El retrato que tiene en su otra mano.
Y que ella compara, ávidamente, con el modelo vivo.
Él,
transitoriedad;
ante la ineludible presión que su alma arde,
se enfrenta con la página tan blanca
que parece ponerle fin a todo
y, sin otro remedio,
reconcentra la pena de sus ojos
sobre una mancha dura:
costra que desmerece por nervioso descuido,
la franela del fino pantalón.
Una mancha de café, de omisión y de duelo,
que lo empuja a evocar la pulcritud pasada
y, también, la presencia atrayente
de ella, en otros tiempos
"Mándame tu retrato... aquellos ojos
en éxtasis, que guardan como lagos
de los ocasos los vislumbres rojos
y de las noches los lugares magos."
Un dominó de modos se conecta.
Siempre fueron los dos éstos
que se recuerdan
se reinventan.
Se saben anteriores.
Leyenda anticipada.
Precedente extraviado.
Bellas declaraciones ocurridas
que aún existen
en el gesto tan mutuo
y que van explicándose a pedazos.
Ella extiende la mano y la desliza sobre uno de los rasgos
del rostro que permanece inmóvil:
"Mándame tu retrato... La caricia
de tu cara de almendra, tu cabello."
La mano de ella asciende:
"...de puro negro azul,"
la liviana caricia se abate suavemente:
"y el dulce cuello
que inicia al inclinarse la delicia."
Él permanece quieto, conmovido. Invariable.
Teme romper encantos inusuales.
Ella mira el retrato. Hace comparaciones en el aire
sobre algo que él ignora.
La locura ha creado.
Y esto ocurre sentado en su lugar.
En el sitio que a él le pertenece,
bajo el sol ceniciento de la sala,
está el joven que reía en su retrato.
Y en el retrato,
contra el telón pomposo de magnolias y dalias,
junto a la rosa de Sissinghurst,
con la comodidad piadosa que lo eleva.
está él.
Y su libro reabierto:
Y nadie más que él.
Aunque en el fondo,
detrás del tronco deformado del Árbol de Judea
que alza la gloria del jardín,
se estremezca
la sombrade una mujer
muy joven.
Ella.
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