CLAUDIA HERNÁNDEZ DE VALLE-ARIZPE
Nació en la ciudad de México el 19 de junio de 1963. Poeta. Licenciada en lengua y literaturas hispánicas por la UNAM. Ha sido editora de El Nacional Dominical y columnista del suplemento Sábado del diario unomásuno. Becaria del INBA, en poesía, 1991 y del FONCA en 1994 y en 1997. En 1997obtuvo el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta.
Obra publicada
Ensayo: El corazón en la mira, UAM, Cultura Universitaria, Serie Ensayo, núm. 66, 1996.
Poesía: División del silencio, Factor, 1988. || Otro es el tiempo, ICHC, 1993. || Trama de arpegios, UNAM, El Ala del Tigre, 1993. || Sotavento, Praxis, Cuarto Creciente, núm. 25, 1994. || Hemicránea, Juan Pablos/Ediciones Sin Nombre, 1998. || Deshielo, CONACULTA, Práctica Mortal, 2000. || Sin biografía, FCE, Letras Mexicanas, 2005.|| Perros muy azules, Premio Iberoamericano de Poesía Jaime Sabines 2010
La salamandra en el sueño
Despierto sin el mar a cuestas
pero "con un dolor de muelas
en el corazón", por no haberte dado:
un gotero con mi sangre
una sortija que te apriete
un frasco con el olor de mi entrepierna
el niño de la salamandra
el polvo de mis uñas
para cerrar tus párpados de insomnio
algún Proverbio del Infierno
un trozo de espejo mirándonos
los pétalos de una flor sin aire
la fotografía de un invernadero
con un hombre tocando el saxofón afuera.
Despierto sin ribera y sin juncos,
colgada de la garganta de un árbol
que es tu mano creciendo ramas.
Te quiero dar hasta mis dientes
y los gusanos que me van subiendo
por todo el cuerpo.
a Déborah Guillén
In memoriam
Te miro tal y como eras
y recorro con los dedos
como buscando algo de ti,
en los caminos de la tinta,
tu último recado.
En los recodos de las letras
tus pausas me serenan.
Cuánta procesión traes a cuestas.
Vas sobre el mundo
con la tristeza que tienen
los umbrales y los vestíbulos.
Una y otra vez me digo tu nombre
y me repito las líneas de tu cara
y me digo también: de nadie el indulto.
Tú no quieres eso. No te hace falta.
Lo que ahora sucede, acaso,
es que te veo no mirar
ese árbol que evidencia la luz de marzo.
Tu valor interrumpe
la continuidad de mis noches.
Hoy fluyes con la enorme desgracia
de habernos dejado más solos.
Tú al irte nos despojas y nos vences.
Y con qué voz reclamarte, exigirte,
perdonarte qué cosas.
El que abre la boca del otro al fuego
también destila el verde vino de los ebrios
y hace que el amor sea por primera vez
un sacramento.
El grito”
Hay noches que no soportan el silencio.
Lo amordazan para un grito.
Puede el grito ser un sable, una espiral
o la sombra de un pájaro.
Allí donde los pasillos de la noche
son trenes bajo el agua,
eras una espiral de luz mirándome.
Se escucha el dolor del pavorreal.
Su eco deja círculos en el oído
como la piedra al perforar el agua.
Salta lleno de cuerpo hasta la copa de un
árbol
y qué tumberío de flores y de hojas.
Le cuesta trabajo ser pájaro.
Todas las mañanas de marzo
resbala su voz arpía
por el codo seco de la barranca.
Pero un muro le impide el paso.
No es el mirlo; es el pavorreal en el
sueño de Wallace.
Cortapisa. Corta y pisa y se enreda, torpe,
en lo más silvestre del cortapico floreado
de octubre.
Tuvieron que podar la enredadera para
sacar su cuerpo.
Regreso a Bretaña
el mar, el mar que siempre está empezando...
Paul Valery
Recuerdo el mar frío de la infancia,
los barcos en su tránsito lento
sobre el plomo del mar del norte.
Barcos balleneros, arpones desolados,
arrecifes con su cabeza de musgo
y esa puerta que se azota
igual que un corazón con soplos,
respira en su arritmia.
La mancha azul del mar al fondo,
entre murallas, campanarios que coronan
sus crestas con gallos.
Herrumbre sobre la memoria
de los cuentos de infancia: bucaneros
en la escena del naufragio, página tantos.
¿Para qué sirve un mar tan frío? —pregunto—
Y tú dices: “para pescar, para mirarlo,
para estar sola”.
Cerca, en el parque, rechinan los columpios,
les hace falta aceite a las bisagras.
Una pelota roja rueda calle abajo,
se precipita, es claraboya entonces,
y no se hunde nunca.
Los basureros, concurridos en su abandono,
huelen a pescado y los gatos limpian
la perfecta nave de un bagre.
¡Que cierren celosías para la siesta!
La ciudad obedece y casi muere.
Detrás de las gélidas ventanas,
los geranios con el tallo erguido se dan
en los balcones y el timbre de bicicletas
recuerda —junto con el olor del pan—
la vida. Y el mar sigue allí y nos observa.
Tres poemas de Lejos, de muy cerca, cuaderno de poesía de Claudia Hernández de Valle-Arizpe, que próximamente aparecerá en la colección de poesía Parentalia.
Bruselas
Su cuerpo es el mapa de una memoria
que comienza a equivocarse.
La miro desde arriba:
su espina dorsal
sus órganos
las verdes ramificaciones que la tejen.
Estando lejos ahora
no importa si la estatua de dios
medía dos metros de largo;
sólo veo el brillo de esos pies
que los turistas frotan para volver,
o el fulgor de los ojos de Vivianne
rasgados por el odio;
su nuca gris reflejada en el espejo
mientras me cuenta: “Dejó de amarme.
Mi marido quiere a un muchacho
que podría ser su hijo”.
La ciudad es el cuerpo de un deseo
que sobrevive.
Qué importa en dónde se detiene
el tranvía de la Brugmann
si lo que dejó es el correr de las piedras
bajo el agua
y su cielo sin intermediarios, al bajarme.
O como aguja que atraviesa la superficie,
la tela blanca del día
cuando salgo al balcón
y de inmediato unas gaviotas se me abalanzan.
Cerrar los ojos o abrirlos
da igual en este caso
porque no busco la nitidez de los recuerdos
sino sus batallas.
Qué importa el piso del hotel al que fuimos
para ver nuestra ciudad desde otro ángulo
si lo que permanece es tu cuerpo en el cristal
y luego tus ojos en mi cara.
Tampoco importa el final de este poema.
Sólo sus cables cargados de historia;
su negro reumatismo hablándome despacio
del parque donde los versos de Yourcenar
parecen recortes de periódico
olvidados sobre el cemento;
de la espera de Gottfried Benn
cuando sale del hospital donde trabaja
en la zona de los estanques;
del jardín que James Ensor elige para la siesta
con langostas, una máscara de carnaval
y un par de coles decrépitas;
de la Torre Negra de Santa Catarina
cercada por mendigos del invierno
y carruseles de animales fantásticos.
Cables que recorren sitios
como a nuestro cuerpo, arterias.
Paisaje de Patinir en el Museo Real de Bellas Artes
La tormenta se aproxima.
Moviendo las hojas
sobre mi rostro que lee
la pintura
percibo de muy cerca (sin que el guardia lo note)
que avanza sobre setos y piedras.
Meter la mano detendría
quizá
su juego de espejos invisibles
sus látigos sobre el agua
y el clamor del bosque.
Me alejo del cuadro
cuando las primeras gotas
comienzan a humedecer la superficie.
Parque Forest
Ecuatoriano en un sector
español en el otro
marroquí en su explanada central.
Cada flanco una lengua diferente,
una comida distinta, un juego
para éste o aquel: allá el tenis,
aquí el futbol.
Venta de empanadas con azúcar
en el mismo lugar donde hace días
unos inmigrantes mataron a otro.
Ayer llegó la madre desde Quito
a recoger el cadáver.
Hoy domingo una familia come
berenjenas en caldo de tomate.
Con túnicas negras de la cabeza a los pies,
me sonríen las mujeres cuando me detengo
a ver su mantel y sus ollas sobre el césped.
Respira, respiro, y a lo lejos,
detrás de una loma, en el ala norte,
tres muchachas desnudas toman el sol.
En la senda más lóbrega
una pareja de viejos cecea
su eterna queja por este clima
y su odio hacia los moros “que están en todas partes”.
Entre las ramas de los tilos
el despropósito de cotorras trasatlánticas
advierte sobre las imparables,
benditas migraciones.
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