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martes, 6 de septiembre de 2011

4825.- SILVIA EUGENIA CASTILLERO


Silvia Eugenia Castillero nació en la Ciudad de México. Poeta y ensayista. Estudió Letras en la Universidad de Guadalajara y posteriormente realizó estudios de doctorado en Letras Hispanoamericanas en la Université Sorbonne Nouvelle, en París. Actualmente es directora de Luvina, revista literaria de la Universidad de Guadalajara. Desde 2007 es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
Libros de ensayos: Entre dos silencios. La poesía como experiencia, Tierra Adentro, Ciudad de México (1992 y 2003); y Aberraciones: el ocio de las formas, Textos de Difusión Cultural, UNAM, Colección Diagonal, México, D.F. (2008). Libros de poesía: Como si despacio la noche, Secretaría de Cultura de Jalisco (1993); Nudos de luz, Ediciones Sur y Universidad de Guadalajara, Guadalajara (1995); Zooliloquios, edición bilingüe, traducción de Claude Couffon, París (1997); Zooliloquios. Historia no natural, Conaculta, Colección Práctica Mortal, Ciudad de México (2003); Eloísa, Editorial Aldus, Ciudad de México, (2010).

Obra publicada
Entre dos silencios. La poesía como experiencia (1992 y 2003)
Como si despacio la noche (1993)
Nudos de luz (1995)
Zooliloquios (1997)
Zooliloquios. Historia no natural (2003)
Aberraciones: el ocio de las formas (2008)
Eloísa (2010)





Vitral

No bajes ángel,
quédate poseído por el cristal,
pronto serán tus alas
palmas para tejer
las manos cóncavas,
candentes, punzantes,
del Caronte amoroso
que me cruzaba el Estigia
—noche tras noche—
no hacia el juicio,
sí hacia el gozo.








En los caminos del río Loira


1.
La montaña amanecía
desperezándose la neblina,
en ascenso por los hombros de Eloísa.
Horas convenidas en su irrealidad
se tejían al sobresalto
de la fuga.
Verdores de hierba
deslizaron el amanecer en los ojos de Abelardo.
Eloísa los sintió revelarse en sus labios,
agrietar su piel joven,
como atisbos de tragedia
para quedarse, hondos,
demorándose en su tacto.


2.
La simetría perfecta de la montaña
envuelve al recuerdo de sombras tajantes:
allí otra vez la longitud
interminable de los besos,
y del otro lado, en la lejanía
—extendido sobre la montaña—
el tiempo cayendo rígido
en su propia acumulación.



Zooliloquios de Silvia Eugenia Castillero


Sirena

Entre dos gajos de la noche
agoniza la sirena.
Al arrastrarse
agua tersa va muriendo.
Retrocede hasta donde cierra la calle
para olvidar sus ojos
sobre una piedra.
Con botellas vacías circunda su lecho;
todo allí está roto.
Entre soplos arenosos
y polvo que se clava
se desvanece
abierta a la noche y ciega.






El mono

El monto en el árbol
prisionero
entre el negro y el ocre.
El mono nace
enrejado por líneas.
Del mismo color del árbol
seco nace.

Un solo rasgo lo distingue:
su mandíbula de hombre,
su grito más grande que
todo su alrededor.







La cebra

La gente empezó a cruzar la calle pisando las
franjas blancas pintadas en la capa negra
del asfalto, nada hay que se parezca menos
a la cebra, pero así llaman a este paso.

José Saramago,
Ensayo sobre la ceguera

Al irse, él se hundió en el humo negro de resina ardiente. Atravesó franjas, pequeños abismos donde su paso parecía esfumarse. Una vez que comenzó a cruzar la avenida, Silenia lo vio desde el borde, sobre las franjas negras, alargar vertical su cuello, en una línea mínima e interminable, y someterlo al propio cuerpo, horizontal ahora, para borrarse ante la corriente de las franjas blancas: acumulada como una ola que se estrella en una roca y cede sus formas a la luz.

El claroscuro de la cebra se sucedía en un hilo de nada. Pocas horas más tarde, la duermevela quiso volverla inofensiva, de un gris de asno. Entonces era sólo una pasarela curva por la que desfilaban rápidas, zapatillas de charol negro y tacón fino. O una charca por la que botas de ante se abrían paso. Lo cierto es que de la cebra desaparecieron sus fauces de espectro y su geometría peligrosa de negros y blancos, rayando ruidosamente la lejanía.

Pero cuando la cebra quedó sola, y los rayos del sol callaron sobre el polvo rojizo de la calle, la sombra se alargó desmesuradamente hasta dibujar un sueño en Silenia: unir la ciudad y traer el mar a los lados.






Cocuyos

Los habitantes de la tierra que se fue quedando baldía notaron de pronto la fuga de formas equívocas. Salían del río seco. Partían igual que todos en el pueblo, aunque ellas iban en grupo. Una tarde de verano, muchos años atrás, llegaron para asentarse en el brazo fangoso del río, húmedo entonces gracias a las lluvias. Cuando también la lluvia se ausentó, las formas dejaron de parecer insectos acuáticos e inapresables, y aprendieron a volar para sobrevivir a la sequía. Y hasta el aire se pudrió, se hizo hueco, desde que los zopilotes se negaron a comer la carroña de los animales muertos que la gente había abandonado al irse. Pero como todavía brillaba el sol a diario, las formas se llenaron de luz y huyeron una noche sin luna, aparentando ser polvo de estrellas.








La marea

Entre Eloísa y lo posible
se interpone una luz vacilante;
el temblor de imágenes
nocturnas y densas
se apropia de la habitación,
un lugar inclemente donde Abelardo
es costra desprendida
y a la vez presencia
de marea índigo sofocante en los ojos:
mientras más combinadas
las facciones, más disueltas.








Naturaleza muerta

La llama arde
sin rojos, por fuera
titubea.
Su pólvora –informe-
no engendra ni estalla,
hueca se balancea
disfrazada de un ardor lento:
embriones
fallidos de lumbre.
No le quedan más que
unas líneas de luz: un
arder en simulacro.









Tajo

Tiene que haber sido el mar con su furia.
Arrastró de tajo las formas, la lengua,
la plegaria matinal. Tiene que haber sido
esa descomunal fuente de cristal en pedazos.
Labriego insoluto, huérfano océano
desbordó la intimidad;
rabioso horadó los herrajes de la noche.
Furia venida del espesor de arenas
y rocas. Con su perfil de resaca
nos dejó sin costa, sin muelles,
en la abstracta posición del alba.



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