Jesús Ferrero (Santa Eulalia de Tábara, Zamora, 1952). Pasó su adolescencia en San Sebastián y Pamplona, y su juventud en Barcelona, Ginebra, Madrid y París. En la capital francesa se graduó en Historia Antigua referida al mundo griego, a la vez que ejercía de portero de noche en el Hotel Marigny, muy cerca de la iglesia de la Madelaine, donde escribió su primera novela, Bélver Yin (1981), con la que obtendría el Premio Ciudad de Barcelona de 1982.
Bélver Yin agrandó las dimensiones de la literatura española; sorprendió por su exotismo, por su originalidad y por la juventud de su autor, un desconocido de veintipocos años que compaginaba su trabajo de portero nocturno con la asistencia a seminarios impartidos por Barthes, Lacan o Levi-Strauss.
La de Jesús Ferrero fue una de las irrupciones más poderosas y con más largo aliento de la triunfante y en tantos casos efímera narrativa española de los ochenta. Su obra muestra un claro interés por las culturas clásicas no sólo occidentales, sin renunciar al buceo en los conflictos de nuestro tiempo. Como ha señalado algún crítico, “Ferrero gusta de recuperar los parámetros clásicos modernizándolos y estilizándolos con materiales de construcción nuevos”.
Tras la historia de los gemelos Bélver Yin y Nitya Yang, Ferrero publicó Opium (1986) que traslada el escenario al Tíbet, donde se desarrolla una historia trágica de amor; Lady Pepa (1988) aterriza en nuestro tiempo y se construye como una novela dentro de la novela; Débora Blenn (1988) es un relato autobiográfico de un naufragio actual; El efecto Doppler (1990, premio Plaza y Janés) le coloca en primera la primera línea de los autores de su generación. Después escribió la trilogía formada por Alis, el salvaje (1991), Los reinos combatientes (1991) y El secreto de los dioses (1993).
El último banquete (1997, premio Azorín) convierte una cena de Nochebuena en una terapia de grupo; El diablo en los ojos (1998) indaga en el secreto de las relaciones personales y en el poder absorbente de las imágenes; Juanelo o el hombre nuevo (2000) recrea el propósito de emular a Dios en la invención de un ser humano por métodos alquímicos; Las trece rosas (2003) relata un episodio sangriento de la represión contemporánea; y Ángeles del abismo (2005) explora la naturaleza ambivalente de la seducción. Su última novela hasta la fecha es El beso de la sirena negra (2009), su primera incursión en la literatura de corte policiaco, protagonizada por la detective Ágata Blanc.
Además, es autor de cuatro libros de poemas, caracterizados por su narratividad (de la misma manera que su narrativa está, en algunos momentos, muy cercana a la lírica): Río Amarillo (1986), Negro sol (1987) y Ah, mira la gente solitaria (1987) y Las noches rojas (2004); un libro dialogado: Lucrecia Temple: Encuentro en Berlín (1987); tres relatos juveniles: Ulaluna (1997), elegida por la UNESCO como la novela juvenil en español de más calidad literaria de 1998, Las veinte fugas de Basil (1998) y Zirze piernas largas (2002); la obra teatral Las siete ciudades de Cíbola (1999); y también es coautor del guión de Matador, la película de Almodóvar.
Con Las experiencias del deseo (2009), una “reflexión moderna sobre las pulsiones determinantes de nuestra vida diaria”, se alzó con el XXXVII Premio Anagrama de Ensayo.
BIBLIOGRAFÍA
NARRATIVA
Bélver Yin (1982). Bruguera. (1988) Plaza & Janés. (2006) Siruela.
Opium (1986). Plaza & Janés. (2004) Siruela.
Débora Blenn (1988). Plaza & Janés.
Lady Pepa (1988). Plaza & Janés.
El efecto Doppler (1990). Plaza & Janés.
Pekín de la Ciudad Prohibida (1991). Planeta. Ensayo histórico-novelesco.
Los reinos combatientes (1991). Plaza & Janés.
Alis el salvaje (1991). Plaza & Janés.
El Secreto de los Dioses (1993). Plaza & Janés. (2003) Siruela.
Las veinte fugas de Básil (1995). Ediciones SM. Novela juvenil.
Amador o la narración de un hombre afortunado (1996). Planeta.
Ulaluna (1997). Ediciones SM. Novela infantil.
El último banquete (1997). Planeta.
El diablo en los ojos (1998). Planeta.
Juanelo o el hombre nuevo (2000). Alfaguara.
Zirze piernas largas (2002). Siruela. Novela infantil.
Las trece rosas (2003). Siruela.
Ángeles del abismo (2005). Siruela.
Las fuentes del Pacífico (2008). Siruela.
El beso de la sirena negra (2009). Siruela.
Balada de las noches bravas (2010). Siruela.
POESÍA
Río Amarillo (1986). Pamiela.
Negro sol (1987). Pamiela.
Ah mira la gente solitaria (1988). Pamiela.
Las noches rojas (2003). Siruela.
TEATRO
Las siete ciudades del Cíbola (1999). Huerga y Fierro.
ENSAYO
Las experiencias del deseo: Eros y misos (2009). Anagrama.
OTRAS
Matador (1985). Guión co-escrito con Pedro Almodóvar.
Lucrecia temple: Encuentro en Berlín (1987). Libro de diálogos.
La era de la niebla (1988). Novela corta.
Un amor en Berlín. Una novela a modo de folletín que apareció en el diario El independiente.
El bosque infinito (2001). Novela por entregas en Internet (aparecida en NoTodo.Com).
La autopista de Shambala (2003). Novela digital por entregas (aparecida en la página Web oficial del autor).
SUPERVIVIENTE
No ve lo que mira,
parece ausente.
Su cara está llena de calles perdidas.
SECUENCIA
La ola gigante,
el humo que dio origen al mundo.
Sólo las gaviotas sobrevuelan el desastre.
La ola gigante,
el humo que dio origen al mundo.
Sólo las gaviotas sobrevuelan el desastre.
SUCESIÓN DE FORMAS
Un instante antes la calma,
las calles mojadas, la nieve.
Un instante después la fiebre, la muerte, la nada.
En: ‘Haikus de un marzo triste’
“LAS NOCHES ROJAS”
DE JESÚS FERRERO
Primer premio
XIX Certamen Internacional de Poesía Barcarola
1. La calle de las luces fulminantes
Hay conciencias que sólo hablan por la noche,
que sólo por la noche se abren
al ser del otro
como flores devoradoras de insectos.
¿Mi memoria sólo se abre por la noche?
Cinco noches fueron
en el Wilmersdorf hotel, cinco
noches en la calle de las Luces Fulminantes
donde me vi enfrentado
a las primeras visiones de este libro.
Llegué a Berlín guiado por la estrella Polar,
en trenes que hacían recorridos mínimos
y que parecían alejarme cada vez más de mi destino
como en la fábula de Aquiles y la tortuga.
El hotel estaba lleno de almas perdidas
que apenas hablaban y que gemían al alba
como si cantasen agónicas
canciones chinas.
Dos mujeres regentaban el establecimiento,
hermanas en la tribulación
y hermanas también de sangre.
Tenían más de cincuenta años
pero parecían
alegres chicas de San Diego
con sus minifaldas y sus pantalones ajustados.
A mí me daban miedo y a la vez me provocaban
una gran fascinación:
semejaban dos almas fieramente aferradas
a una imagen de sí mismas
que quizá se perdía
al fondo
de su noche
personal.
Pero en su transparencia
de actrices empeñadas
en darle un poco de luz al teatro de la cotidianidad
te obligaban a ver de otra manera el día
y guardaban
en sus miradas cautivas y de una prudencia exquisita
la dulzura de Alemania antes de las dos guerras.
¿Fueron ellas
las que con sus brebajes provocaron aquella sucesión de mundos transparentes
y abismales que tenían
más consistencia que los sueños?
¿Mi cabeza era sólo el cuenco
de su sabbat alucinante?
Ah, qué noches más pavorosas
y más radiantes
y más felices
aquellas de Berlín.
Noches que parecían
espejos de fuego rojo y de fuego negro,
noches en un bosque
de rostros que desvelaban
honduras de pesadilla.
Volvieron a mí recuerdos
inmensamente muertos,
sueños que se habían extinguido
como aerolitos pulverizados
en el mar de cenizas que separa
una galaxia
de otra
y una neurona
de otra neurona,
y volvieron a mí las voces
más oscuras del pasado.
Mi ventana daba a la calle;
bajo los espesos árboles
circulaban los transeúntes.
El sol de oro viejo parecía
un regalo tardío, pronto llegarían los fríos
vientos de la estepa
y el otoño dejaría de ser benigno.
El aire
tenía la fragancia
de la hierba mojada
y por encima
de mi cabeza tiritaban
como ínfimas y lejanísimas conciencias
miríadas
y miríadas
de estrellas.
De pronto empezó a llover
y vi
la luna roja tras la lluvia.
La vi
en una calle de Berlín este
en la que había estado cuando corrían
los días del telón de acero:
ráfagas
de ámbar
velaban apenas la luna,
velaban apenas las caras
que me quemaban los ojos y el pensamiento.
Un año después,
hallándome a la sombra del monte Abantos
volvió a mí el recuerdo de las noches de Berlín
y otros muchos recuerdos,
y otros muchos sueños que me parecían ajenos
y que a la vez surgían de mi más
ardiente intimidad.
Estaba a punto de empezar la primavera
y el viento aullaba entre los pinos atormentados
que crecían al borde de las barrancas.
Bajo el influjo
de esos aires estremecidos
empezaron a aparecer ante mis ojos
las ciudades rojas,
los pabellones rojos donde el agua bebe
ideogramas rojos,
los bosques rojos, las praderas rojas
y los mares rojos.
Fueron diecinueve visiones que me dejaron
en otro universo,
fueron diecinueve golpes
en el gong de bronce de la memoria
de todo lo que he sido
y de lo que nunca he sido ni seré.
¿Me estaban mostrando esos sueños
el camino
del desvelamiento?
Pero ¿de qué
desvelamiento?
¿Hay algún misterio que no quepa
en una molécula
de hidrógeno?
La noche es un espejo sin fondo
en el que caben todos los incendios.
2. Los jardines rojos
A veces tengo sueños
de una transparencia diamantina.
Veo islas llenas de cipreses
en un mar que ni es
el del origen
ni es el del fin del tiempo.
Y en esas islas veo un sol lleno de sed:
es la hora de los jardines rojos.
Las islas se convierten en vergeles cárdenos
flotando en un mar más rojo que el atardecer.
Prefiero no saber
qué sentido tienen
esos jardines en mi mente,
esos jardines de fiebre y silencio
y brisas muy leves
y templetes blancos
y cipreses rojos.
Tengo la impresión de que están deshabitados,
de que nadie
ha mancillado todavía los jardines del poniente
que persisten al fondo de mi mente.
No parecen ubicarse en el lugar de la muerte
y por eso sé
que ni siquiera el sueño eterno
me permitirá llegar alguna vez a ellos.
Un instante antes la calma,
las calles mojadas, la nieve.
Un instante después la fiebre, la muerte, la nada.
En: ‘Haikus de un marzo triste’
“LAS NOCHES ROJAS”
DE JESÚS FERRERO
Primer premio
XIX Certamen Internacional de Poesía Barcarola
1. La calle de las luces fulminantes
Hay conciencias que sólo hablan por la noche,
que sólo por la noche se abren
al ser del otro
como flores devoradoras de insectos.
¿Mi memoria sólo se abre por la noche?
Cinco noches fueron
en el Wilmersdorf hotel, cinco
noches en la calle de las Luces Fulminantes
donde me vi enfrentado
a las primeras visiones de este libro.
Llegué a Berlín guiado por la estrella Polar,
en trenes que hacían recorridos mínimos
y que parecían alejarme cada vez más de mi destino
como en la fábula de Aquiles y la tortuga.
El hotel estaba lleno de almas perdidas
que apenas hablaban y que gemían al alba
como si cantasen agónicas
canciones chinas.
Dos mujeres regentaban el establecimiento,
hermanas en la tribulación
y hermanas también de sangre.
Tenían más de cincuenta años
pero parecían
alegres chicas de San Diego
con sus minifaldas y sus pantalones ajustados.
A mí me daban miedo y a la vez me provocaban
una gran fascinación:
semejaban dos almas fieramente aferradas
a una imagen de sí mismas
que quizá se perdía
al fondo
de su noche
personal.
Pero en su transparencia
de actrices empeñadas
en darle un poco de luz al teatro de la cotidianidad
te obligaban a ver de otra manera el día
y guardaban
en sus miradas cautivas y de una prudencia exquisita
la dulzura de Alemania antes de las dos guerras.
¿Fueron ellas
las que con sus brebajes provocaron aquella sucesión de mundos transparentes
y abismales que tenían
más consistencia que los sueños?
¿Mi cabeza era sólo el cuenco
de su sabbat alucinante?
Ah, qué noches más pavorosas
y más radiantes
y más felices
aquellas de Berlín.
Noches que parecían
espejos de fuego rojo y de fuego negro,
noches en un bosque
de rostros que desvelaban
honduras de pesadilla.
Volvieron a mí recuerdos
inmensamente muertos,
sueños que se habían extinguido
como aerolitos pulverizados
en el mar de cenizas que separa
una galaxia
de otra
y una neurona
de otra neurona,
y volvieron a mí las voces
más oscuras del pasado.
Mi ventana daba a la calle;
bajo los espesos árboles
circulaban los transeúntes.
El sol de oro viejo parecía
un regalo tardío, pronto llegarían los fríos
vientos de la estepa
y el otoño dejaría de ser benigno.
El aire
tenía la fragancia
de la hierba mojada
y por encima
de mi cabeza tiritaban
como ínfimas y lejanísimas conciencias
miríadas
y miríadas
de estrellas.
De pronto empezó a llover
y vi
la luna roja tras la lluvia.
La vi
en una calle de Berlín este
en la que había estado cuando corrían
los días del telón de acero:
ráfagas
de ámbar
velaban apenas la luna,
velaban apenas las caras
que me quemaban los ojos y el pensamiento.
Un año después,
hallándome a la sombra del monte Abantos
volvió a mí el recuerdo de las noches de Berlín
y otros muchos recuerdos,
y otros muchos sueños que me parecían ajenos
y que a la vez surgían de mi más
ardiente intimidad.
Estaba a punto de empezar la primavera
y el viento aullaba entre los pinos atormentados
que crecían al borde de las barrancas.
Bajo el influjo
de esos aires estremecidos
empezaron a aparecer ante mis ojos
las ciudades rojas,
los pabellones rojos donde el agua bebe
ideogramas rojos,
los bosques rojos, las praderas rojas
y los mares rojos.
Fueron diecinueve visiones que me dejaron
en otro universo,
fueron diecinueve golpes
en el gong de bronce de la memoria
de todo lo que he sido
y de lo que nunca he sido ni seré.
¿Me estaban mostrando esos sueños
el camino
del desvelamiento?
Pero ¿de qué
desvelamiento?
¿Hay algún misterio que no quepa
en una molécula
de hidrógeno?
La noche es un espejo sin fondo
en el que caben todos los incendios.
2. Los jardines rojos
A veces tengo sueños
de una transparencia diamantina.
Veo islas llenas de cipreses
en un mar que ni es
el del origen
ni es el del fin del tiempo.
Y en esas islas veo un sol lleno de sed:
es la hora de los jardines rojos.
Las islas se convierten en vergeles cárdenos
flotando en un mar más rojo que el atardecer.
Prefiero no saber
qué sentido tienen
esos jardines en mi mente,
esos jardines de fiebre y silencio
y brisas muy leves
y templetes blancos
y cipreses rojos.
Tengo la impresión de que están deshabitados,
de que nadie
ha mancillado todavía los jardines del poniente
que persisten al fondo de mi mente.
No parecen ubicarse en el lugar de la muerte
y por eso sé
que ni siquiera el sueño eterno
me permitirá llegar alguna vez a ellos.
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