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viernes, 24 de junio de 2011

4201.- OSVALDO HERNÁNDEZ


Osvaldo Hernández (Chalatenango, El Salvador, 1976). Es poeta y profesor de Literatura. Ha publicado el libro de poemas Parqueo para sombrillas (San Salvador, Dirección de Publicaciones e Impresos, Consejo Nacional para la Cultura y el Arte, 2004) y aparece en las antologías Trilces trópicos. Poesía emergente en Nicaragua y El Salvador (Barcelona, La Garúa, 2006) y Cruce de poesía, Nicaragua-El Salvador (Managua, 400 Elefantes, 2006). Desarrolla el Taller de Creación Literaria en el programa Escuela de Jóvenes Talentos en Letras de la Universidad José Matías Delgado y el Ministerio de Educación. Es editor asociado de Índole Editores, en San Salvador.



El libro de Mario (fragmentos)


Tal si llegara no la muerte
sino una parte de la muerte, justo a tiempo.

Luis la Hoz


También el ser supremo se equivoca.
Pero él corrige con milagros.

Jorge Boccanera


A la memoria de Mario Molina


I

de nadie son estas falsas luces
este chocar de copas
estas cuidadas muecas de vecino bueno

uno se despide ante el espejo
y se echa de nuevo a la calle
pisa las mismas grietas de la acera
el mismo estiércol seco de todos los perros del barrio
menos del tuyo
porque no tienes uno que te ofrezca un rabo alegre si regresas

y repites el mismo camino
y no piensas en la muerte
y la muerte existe y busca y encuentra
pero no la ves
y vuelves de noche
y abordas la misma acera
y cruzas el umbral
y no la ves

y Mario está envuelto en todos sus dolores
el riñón seco
el cansancio agudo
el hígado obsoleto
y la bandera blanca del vencido en la mirada
y no la ves
a ella no la ves

pero suena el teléfono e imaginas su voz
y piensas en la línea horizontal en la pantalla
y en Mario
que vacío de dolores
apaga la luz
y sonríe


II

la muerte era una angustia lejana
era un trámite extraño
era ciertos rostros aturdidos y sus ojos

también solía ser el café oportuno a la hora en que las velas se van
adormeciendo
justo cuando dentro flota Dios en un murmullo de oraciones
y en la acera de enfrente
alguien pierde con visible enfado su última mano de póquer

así de ajena era la muerte

hoy es una madrugada con neblina
las pastillas intactas en la cómoda
y un golpe en el corazón
cuando suena el teléfono


III

nada te llevaste
nos dejaste todo
te quedaste todo

están aquellos que inauguran con su huella otros caminos
sé de otros que bendicen nuevas aguas
con el fuego de sus labios marchitos

pero tú nada te llevaste

tu último regalo fue una flor de luz en la sonrisa
me lo dijo tu muchacho
el que perpetua tu nombre
el que echa a olfatear su corazón
por todos los rincones de esta casa que siempre te respira
de estos muros donde paso mi mano y te encuentro
de este suelo sumiso a tu andar sordo y leve

nada te llevaste
porque nada se llevan los que nunca se marchan
los que incendian sus naves
con una flor de luz en la sonrisa


IV

Mario amaba el cine
poco menos que a Elena
quien amaba a Mario mucho más que a la voz de Raphael

Mario odiaba las armas
excepto si Clint Eastwood cortaba de un tiro la soga de la horca
o si Charles Bronson mataba delincuentes
desde la ventana de una viejecita

por ahí andaba su noción de justicia
amar y odiar con equilibrio

una noche los hombres de la causa le ofrecieron la inmortalidad en la línea de
fuego
a Mario le bastó señalar a sus cuatro hijos
para que ellos se marcharan con una mordida en el pecho
otra
llegó la Guardia a buscar armas
y los niños dijeron que ésas no son cosas para preguntar a los chicos
y ellos se largaron
con una vergüenza más en sus pesados cascos

Mario amaba a su moto poco más que a la mesa de billar
pero una mañana
Elena recibió una bolsa con ropa llena de agujeros y sangre
y corrió al hospital

a Mario nunca le devolvieron sus pantorrillas
y la moto
en calidad de pieza de museo familiar
se fue haciendo nostalgia enmohecida

jamás se supo quién hizo gritar la metralleta aquella noche
pero seguro que no fue Clint Eastwood
seguro que no fue Charles Bronson






Canción para Manuel



I

De rudos animales es la lluvia
de criaturas que resoplan y se empujan y salivan
de bestias y aves
de insectos que traen la zozobra
en patas y aguijones
de bichos que se ensañan contra el techo
y esparcen en sus lomos
venenoso polvo de cristales
de serpientes de agua luminosa
antiguas como culpas
de peces voladores, condición de parábola
de terribles manos que muerden el silencio de los árboles
de fracturas y vértigo
de fantasmas desatados
es la lluvia







II

Un dios de pies livianos camina por el techo
un auriga de caballos invisibles
una brizna que acaricia el rostro de las tejas
levanta su cayado
y el techo
–mar caliente y rojo
embravecido en sus crestas–
vuelve a cerrar sobre la casa su oleaje
llano y tranquilo
perfecto y manso
no andará ya la lluvia en medio de la casa
ni dejará su injuria de agua lagunada
no andará en sus ofensas de gota impertinente
ni paseará sus náuseas que erizan las paredes
llano y tranquilo
perfecto y manso
un dios de pies livianos
terrible criatura del invierno






III

Yo escribí un poema que dice tus oficios
tus maneras
tus maderas olorosas a vocales y asombro
que habla de tu andar como de un vals que flota por el patio
de tu mano vigorosa y cálida y dura
de tu mirada como lejana
como triste aún por lo perdido entre las aguas
entre la tierra que te viste forzado a abandonar
y a la que solo volverías siendo pez, náufrago, ángel
a las playas donde llegas cuando sueñas
a inventar con mi abuelo el lenguaje del invierno y la semilla
donde abres el surco y siembras parabienes y oraciones
yo escribí un poema
que tiene el compás de tus canciones
el vigor de tu sangre florecida en mis años
en tu voz sentenciosa
como fruta golpeando la tierra humedecida
yo escribí un poema como lluvia entre álamos heridos
como raras monedas
como tu mínima tristeza que dura
lo que dura una lágrima en vaciar el corazón








IV

apareciste un día
con un saco de legumbres
que me hiciste un poema dice tu madre
dijiste
y quisiste escucharlo
leí conturbado y esperé tu sentencia tu respuesta
me hablaste en cambio
de lo hermoso que crece el maíz en hileras
del arroyo y los pájaros
del perro y la hierba
de cómo el sol sobre el lago
es un puente de fuego entre los cerros

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