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martes, 22 de marzo de 2011

3759.- JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES


JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES (Almería, 1966) es autor de los siguientes libros de poesía: Una eterna olvidanza (Granada, 1992), Ensayo ante un paisaje (Premio federico García Lorca, Granada, 1996) y El lugar de un extraño (accésit del Premio Adonais, Madrid, 1999). Ha editado, entre otros, el volumen inédito de Juan Ramón Jiménez titulado Libros de Madrid (Madrid, 2001), así como un libro de estudios colectivos: Villaespesa y las poéticas del modernismo (Almería, 2004). Coordina desde 1999 el Aula de Poesía del Ayuntamiento de Almería





DESPUÉS QUE ALGO HA SUCEDIDO

Después que algo ha sucedido, tiembla
la maraña oscura de los actos anteriores:
aquello que nos era más seguro cobra otra tonalidad,
otra manera, y vemos llegar las cosas nuevamente
-como una ola inevitable y desplazada-
hasta el momento exacto en que algo ha sucedido.
"Todo viene de atrás y aquí confluye" -nos decimos
luego.
Pero el golpe del agua y de la espuma
parece siempre repentino, otorga solidez
a ese instante que, en otras circunstancias,
hubiera sido nada: polvo y aire.
Un momento se somete a otro momento, y el último,
sin que sepamos bien por qué,
puede llegar a ser terrible.
Así caen las horas sobre una esfera confiada.
Así damos un paso indiferente
y vemos que el camino, de pronto, ha terminado.








LA PALABRA FORMA UN DIQUE

También vive el fracaso en las palabras
como vive en el oro absurdo
de nuestro corazón.

Pues hablamos
y ante el límite mismo de lo dicho
se estrella la marea oscura del silencio
hecho, a su vez, de opacos y densos materiales:
el miedo, la impericia, la posibilidad,
el lado interno.

Lo contrario de hablar no es el sosiego,
sino aquello que no se dice,
que no se acaba nunca de decir.

Cuántas cosas suceden al otro lado de ese muro
que levantan las pálidas, las frágiles palabras.
Cuántas cosas acechan y presionan
-como un río lodoso y desbordado-
contra las terrazas imprudentes del discurso.







TE HE VISTO LLORAR

Te he visto llorar.
También he visto
cómo las rocas de los acantilados
chorrean agua y espuma por todas sus grietas
al retirarse la ola que ciegamente las había golpeado.
Y no sé cuál de las dos cosas me conmueve más.

Tan sólo sé esto:
el mar seguirá ocupando su espacio
y tú, confusa o satisfecha, el tuyo.
Y lo que para unos es condena o circunstancia
otros lo llamarán orden, exigencia.

Qué más da, si todo cuanto existe,
si todas sus materias y maneras
llevan en su entraña el corazón central del cumplimiento

Ríe, ahora que la marea se retira.
Todos estamos perdidos_
muchos seres en pie, muchos atados a tierra.

(Almería y Granada, 1993- 1996)







De su libro “El lugar de un extraño” editado
por Ediciones Rialp, en el año 1999.


Eramos silenciosos

Bajo los árboles ebrios y escasos pasaron aquellos días cobrizos de antaño. Nos amparaba el crujir de las horas en los pequeños parques oscuros, donde un solo rumor era toda la vida.
Conocimos así el cabeceo fascinante de las lentas palmeras, el roce áspero y senil de los setos, la delicada leyenda del sauce, los verdinosos estanques donde los pececillos rojos morían…
En algún ángulo el agua cantaba.
Lejanía distinta de bronce, desnuda ascensión de una luz más suave, solitarios pisadas entre el ramaje vencido: esa fue la niñez que cayó al corazón.
Pues la sombra del mar maduraba, como la piel de una fruta escondida, sobre los labios tan silenciosos de entonces.





El último sol de las orillas

Costumbre era vivir entre los brazos de la tarde, junto a la brisa de una orilla que tantas veces habíamos pisado.
Allí alguien hablaba: Mañana no llegará nunca -nos decíamos. Y era nuevamente rojiza la mañana, y el mediodía era un azul del tamaño del cielo derramado. Caía el sol y despertaba un designio de labor en los campos, una jornada de flor en los frutos, un abundante latir de aparejos.
Pero la tarde era costumbre lo mismo que los ojos, lo mismo que los pasos sin tarea, que los besos tenues o casuales, dibujados bajo la sombra oblicua de algunas tapias rotas.
Costumbre no es necesidad: las tardes eran nuestras y apoyaban toda su luz -que parecía tan ligera- sobre los hombros y las espaldas desnudas de quines allí gustábamos del último sol de las orillas.
Las olas nos hacían resignarnos con dulzura. Y su rumor era como el silencio demorado con el que, sin saberlo, íbamos abandonando inútilmente nuestros años.





De tu tierra

Per tutti la morte ha uno sguardo
Cesare Pavese

La realidad se pronuncia. Definir con íntima precisión es toda la recompensa al oficio de una vida, a la fruición de quien contempla con raro empeño su contorno.
También por ti: toda tu herencia no consistirá finalmente sino en el uso desacostumbrado de un lenguaje, en la copia figurada de unas cosas que sólo así se nos vuelven reales.
Pero te conocemos en tu última mirada: allí el mar, la viña, la colina, los elementos más fértiles del sentido; los aturdidos cuerpos indolentes, que adoran otra luz, no la de las palabras.
Y cómo acercar de otro modo lo que siempre nos es más evidente, la sensualidad sórdida de las avenidas, el olor de la primera lluvia nocturna, el triste picoteo de los pájaros en la acera, el muro trágico del amor, el lento gotear sin pausa de las horas… Todo cuanto está más allá de este punto, de este aquí y este ahora desolados e inermes.
Y así nos diste una medida exacta. Nos evitaste el espectáculo usual de la mentira meliflua, nos pusiste frente a una verdad pronunciada también con el cuerpo: la extensión iconoclasta de la muerte, la rígida perfección de la muerte, que no deja resquicios y entra en el pecho como el agua plateada que inunda la alberca.





Vivir de las palabras

Les noms des fleurs sont des masques.
Edmond Jabès

para Francisco Domene

Vivir de las palabras: esa fue la manera que tuvimos de engañarnos hasta ahora.
¿Quién vive de palabras? Dime nombres, nombres: los de aquellos que construyen una casa con sonidos, con huecas articulaciones; una casa tan débil y aparente que el primer golpe de viento derriba sus tabiques y arranca sin esfuerzo la vieja techumbre de finísimo cañizo.
Vivimos de otra cosa que de palabras solas: debieron ellas, al menos, habernos hecho cumplir una verdad cualquiera, algo que nos hubiese permitido luego hablar con pesadumbre, pero también con la firmeza que la lengua pobremente nos otorga.
Qué lejos de nosotros quedaron las cosas más sencillas: una metáfora del mar equivalía al mar entero; una pequeña rosa mustia era el tiempo inmenso que ha pasado; un amanecer parecía también una esperanza; las calles por donde caminábamos eran las calles de una mala película cuyo título apenas recordamos.
¿Cuál era nuestra forma de mirar el mundo? ¿Quién vendaba nuestros ojos con palabras siempre coincidentes, con imágenes grises y sentimentales?
He aquí, por fin, lo que nos une: la ingente suciedad que vuelca el tedio sobre ese gesto que, en su origen, quiso ser sincero.






La esperanza de verte me abandona

Ni habitas un palacio de mármol ni has querido desgarrar entre tus dientes el fruto más amargo de esta cena sin propósito. La noche corrobora el tacto de lino antiguo que tu voz ha ido dejando, con las horas, por el cuarto. Los ojos callan con reparo y las palabras, sobre todo, callan. ¿Soy yo quien advierte ese temblor suave de tus hombros, o soy el otro, el que los acariciaba?
Mírame en otras noches más cercanas, más verdaderas que ésta: mírame acodado en la ventana, oyendo la llegada silenciosa del tiempo a los relojes, sintiendo el musgo de la soledad trepar calladamente por el pecho, esperando el sopor indiferente de unas sábanas delgadas y sin pliegues.
Es una noche de verano. Todos tenemos un único verano. Lo demás, lo que vivimos luego, no es sino una sucesión deshilachada de momentos poco ilustres y de horas incapaces sobre las que nos aupamos como acróbatas para conseguir algo más que nada.
Pero ahora la voz se reanuda de nuevo en tu garganta. Cuántas noches abiertas, cuántas calmadas playas, cuánto olor a sal reciente y rumor apartado de eucaliptos hay en esas palabras de sentido oscuro, pero tan reconocibles como el sabor del agua entre los labios. Ahora estás aquí, y me hablas, sigues hablando, aunque ya nada importa.
¿Recuerdas la indecisa tarde en que tumbamos nuestros cuerpos en la arena?






La lluvia y la madera

La lluvia y la madera: he aquí un sonido coincidente, una respiración confusa y silenciosa, una imagen momentánea, apenas sin perfiles, que un raro movimiento ordena.
De la lluvia unos dijeron, al oír su ruido demorado: olvido.
Pero todo vuelve con la lluvia.
¿Es preciso, sin embargo, construir un catálogo infinito cuya primera palabra sea acaso paraíso, rosa, viento, aquel umbral, aquellos labios infantiles?
Cae la lluvia con nosotros.
La madera también arde, pero aquí no hablamos de su alma. Su forma, el tacto aspérrimo, su lento perfume irrestañable, la extraña madurez de sus redondos nudos, las tardes ya perdidas que ella guarda en sus antiguos y simétricos silencios: todo cuanto corresponde a su arcana pero frágil tiranía.
La caricia y el contorno: la lluvia sobre la madera.
Y el color preciso de un cabello, la cintura de los arcos, la vencida timidez de un cuerpo, los pasos inquietantes de alguien que llegaba o se alejaba para siempre bajo un cielo derramado en gris y en honda bruma blanca.
No, ningún otro sonido es necesario. Ese era tu nombre. El del agua resbalando diminuta, detenidamente sobre aquellas vigas inclinadas.






El paseo de madrugada

Envueltos en la fresca tela del silencio caminábamos de noche por la orilla de una costa vagamente occidental. Apenas divisábamos el agua, si no era por la línea intermitente y clara de la espuma, o por los débiles caminos amarillos que las linternas de las barcas abrían sobre la negrura del oleaje -tranquilo, como de costumbre, a esa hora de la madrugada.
Pero tras los setos de las viejas casas veraniegas algunas muchachas comenzaron a canturrear levísimas tonadas de fiesta y de venganza: entre la banalidad antigua y previsible de las frases dejaban escapar sus comunes gritos de cortejo, sus pequeñas risas nerviosas y excitadas.
Nos detuvimos un momento junto a la oscura melodía del rompeolas.
Al cabo, uno de nosotros, volviendo el rostro, señaló con un gesto el lado del que procedían las blancas voces y los entrecortados chillidos de las jóvenes en vela.
El aire se reunió de repente en torno a la definitiva tristeza de nuestro silencio.
Hemos llegado hasta aquí para echarnos en cara todas las ausencias, todo el resentimiento que días y noches de vana conversación o de ironía estéril han ido acumulando hasta formar la suma indiferente de nuestro fracaso.
¿De qué ha servido recorrer juntos todo este camino?






Fidelidad

Como un hilo blanco que cuelga de la cortina y acusa hasta la brisa más suave, como una red deshilachada y enorme en el abandono solar de los embarcaderos, como una venilla violeta que extiende sus ramas bajo el cerco nocturno de los ojos, así la minúscula trama del tedio bajo la capa más perceptible de nuestros actos y nuestras determinaciones.
Muere un día y nace otro, y a nuestro alrededor todo parece cambiar: pero sólo varía lo insignificante. La oscuridad y la luz siguen siendo profundamente las mismas: un mismo sol nos alumbra, y una sombra común nos es siempre entregada.
Ni los contactos furtivos con mujeres de piel húmeda, ni el caliente delirio del alcohol, ni la entrega a la media docena de pálidas manías que la vida nos propone habrán de eliminar el sentimiento de estar contemplando una historia que finalmente no nos corresponde.
Un bostezo en la salita, la media vuelta en el lecho de la madrugada, el descubrimiento de un dolor inoportuno, un aroma de estela no prevista, un golpe de música indudable, un momento de certeza fraguado en la terrible lentitud del silencio: he ahí las leyes de nuestra consistencia. Más abajo no busquéis, ni os volváis tampoco hacia lo alto con admiración o con trágico y secreto menoscabo. He ahí los límites, y es gratificante saber reconocerlos.
Esta es nuestra temporada junto a las orillas, nuestra parcela de viento y de arena vacía, nuestro paraje feliz como una ola invernal que se estrellara contra el pecho. Esto es el sol, y ésta es la tierra, y nuestro reino es éste. No le pidamos a los labios más tarea que el silencio, o los besos.




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