Hugo Gutiérrez Vega nació en Guadalajara, Jalisco, México, el 20 de febrero de 1934. Poeta, ensayista, actor y diplomático, en su larga carrera ha publicado más de dieciocho libros de poesía, reunidos en los volúmenesLas peregrinaciones del deseo. Poesía reunida 1966–1985 (1987) y Nuevas peregrinaciones (1994). Como miembro del servicio exterior mexicano, durante 33 años representó a su país como agregado cultural y cónsul general en países como Estados Unidos, España, Italia, Brasil, Rumania, Líbano, Chipre, Moldova y Puerto Rico, y como embajador de México ante Grecia (1987–1994). También ha desempeñado importantes cargos en distintas instituciones universitarias y organismos dedicados a la difusión cultural. Entre otras distinciones ha recibido el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes (1975), el Premio de Letras (Jalisco, 1994), el Premio Nacional de Periodismo en Difusión Cultural (1999) y recientemente el Premio Iberoamericano de Poesía “Ramón López Velarde” 2001, Premio de Poesía Xavier Villaurrutia, Medalla de Oro del INBA y el doctorado honoris causa de la Universidad Autónoma de Querétaro. Su poesía ha sido traducida al inglés, francés, italiano, rumano, portugués, griego y turco. En la actualidad es director del suplemento cultural “La Jornada Semanal” del periódico La Jornada.
Las Reglas De La Noche
A Humberto Saba
El día empequeñece.
Las palmeras, las nubes,
el sol disminido,
las tranquilas gallinas,
la soledad, la tarde,
tus senos y mis manos,
todo se va tranquilo
hacia una noche suave
y sangrienta a su modo.
¿Por qué este perfume
de atardecidas flores
permanece en la almohada?
¿En dónde están tus ojos?
¿Por qué la ausencia
mueve sus aspas contra la ventana?
(Tal vez la figura azul
que gira en la colina
sea la de la muerte,
o tal vez la del amor
que creíamos ido para siempre).
La noche da sus reglas:
aquí la cama de los que se aman,
más allá el mar
y tus ojos hundidos en su espuma.
La media luna dice el juramento;
la sombra de un presagio descompone
esta fosforecscencia y regresa la luz.
Nada se pierde en esta noche humana.
Mujer Dormida
Nuestras vidas son los ríos…
Jorge Manrique
Desde aquí veo tu casa
rodeada por el aire
de esta mañana lívida.
Veo tu puerta cerrada
y el balcón entreabierto,
siempre entreabierto
para librarte de los sueños malos.
Me asomo y veo tu cuerpo
entre las sábanas,
siento tu respiración lenta.
Todo está vivo.
La sangre cumple su trabajo
y transcurre sin prisa
por tus sienes
para que tú te duermas.
Miles de vidas siguen
en un solo, prodigioso segundo
de ese tiempo tan diferente al tiempo
que nos manda a la calle
y nos dicta sus leyes,
nos obliga a correr y va pasando
como pasan los ríos.
Siento tu desnudo
creciendo en la cama.
Un cuerpo dormido
nos entrega la paz del mundo.
Me voy sin hacer ruido.
Te dejo en el país
construido por el sueño.
Al irme siento que sonríes.
Los ángeles del otoño,
con un dedo en los labios,
le ordenan a la vida
que no te despierte.
Para La Abuela, Que Hablaba Con Pájaros
Creyéndolos Ángeles
I
La abuela abría las puertas de la mañana;
entraba el sol por el balcón cerrado
y un rayo se pegaba a sus gafas solares.
El día andaba ya por los corredores
abrillantando las plumas del pájaro ciego,
jugando un rato con los peces anhelantes
en un marecito engañoso,
y con el caracol de filos negros
en su playa de cristal.
La claridad giraba por los cuartos vacíos
y se escondía entre las cortinas.
De las gafas de la Abuela brotaba el día
y bajo mi cama se enroscaban los vientos.
Cerraba los ojos y regresaba al sueño.
Las sábanas me daban una noche que sólo existía ahí
y que se prolongaba por unas horas,
mientras la mañana maduraba
y se caía a pedazos en las calles de color naranja
y en el cielo azul y tonto de los trabajos para vivir.
II
Un polvo limpísimo, casi más fino que el aire de esta mañana
se levantó cuando abrimos la tumba de la Abuela.
La caja se deshizo, y el cráneo que tenía aún su blanca trenza
cayó con tanta gracia, que la tierra se negó a entrar en él.
¡Quién dijera!; tú que tanto temías morirte sola
has pasado diez años en la tumba hablando con tus ángeles,
percibiendo las voces de tantas insolentes primaveras.
?La muerte es grande? dices, y la vida se concentra en tu trenza.
No hemos perdido nada. La mañana sigue entrando a la casa;
Entrando sin cesar.
Si nada cesa tú nunca cesarás.
La muerte grande te besó en las mejillas
y nosotros lloramos y reímos.
Estamos contigo.
Tu memoria no se detuvo nunca.
III
Ciudad que entre mis sueños cobijada
eres siempre mejor de lo que eres.
La luz de tu cercana madrugada
asesina la noche que prefieres.
Yo sueño que mi vida retirada
apacienta las tardes en tu orilla.
Te vi en mi juventud desmelenada,
ahora me fundo con tu propia arcilla.
Soñé, Ciudad, y el sueño inauguraba
mi voluntad de ser sin desconcierto.
En la noche tu luna levantaba
la esperanza de ser sin movimiento.
La tolvanera que me diera el viento
en mi vida tu calma disipada.
IV
El vendaval
que tiene a Extremadura
cogida por el cuello,
trajo sueños de un tiempo acongojado.
¿En qué caverna fraguóse el material
de estos delirios
que a todos lastimaron?
¿Qué presencia sin rostro
dispersó por los cuartos
sus airados lebreles?
La aurora entró.
Nosotros, mudos,
vencidos por el ángel más terrible,
sentimos su mirada.
¿Es la tormenta la feroz autora
de estos sueños rugientes?
¿O, tal vez, sólo es cómplice del ángel?
Vendrá la paz.
Sobre Plasencia
el viento sembrará sueños mejores.
Los de ayer fueron hijos de la lluvia,
de esta larga tormenta
que el aire rompe
y que a la tierra enturbia.
Diario De Tu Cuerpo (III)
De nuevo llegas a mi casa.
Conoces el camino
y sabes que mis cosas
se han amoldado a ti.
En el espejo
queda tu reflejo.
En la tarde de la ciudad,
bajo las máquinas;
en la tarde amarillenta,
sucia, habitada de sombras,
manchada por las prensas,
vociferante río de niebla
hacia la noche del tumulto;
en la tarde tus cabellos
serán un recuerdo presente.
Yo estaré junto
a tus dieciséis años
y junto a tu fracaso,
a tus cansados días
vividos bajo el humo de la ciudad.
Estaré junto a tu voz pasada
escuchando tu voz presente.
Leeremos nuestra historia
en el libro cerrado
de tu vientre.
Poema Suite Doméstica
Margot está en la ventana…
I
Te digo que quiero quedarme
a vivir en la ducha.
No comprendes de inmediato,
pero después te ríes
y tus dientes son compasivos
e irónicos.
Tienen la complicidad
de los quince años juntos.
Te digo que no quiero salir de la ducha
y tú, sentada junto a la ventana,
cepillas tus cabellos pausadamente.
Desde la ducha te envío mi despedida,
y el torrente organiza
el trágico naufragio del jabón.
II
Una ofrenda de dos
que aunque pecaron
han vivido.
Mientras me dices
que ya estás cansada del café,
de los huevos fritos
y de la pedagogía activa,
haces cuentas, las siempre
equivocadas cuentas optimistas,
y te ríes de lo que pasó anoche.
Me dices que convendría copular.
(Una luna de agencia de viajes
anda sobre los edificios.)
Esta semana se cayó un cuadro
y un amigo derrotó al viejo sillón.
La casa peligra… copulemos.
III
Todo fue brillante
menos el final.
Porque soy un señor domesticado
que escribe versos
y gesticula en los parques,
digo que nada pido.
La vida ha derramado su cornucopia
sobre mis zapatos.
Tengo un auto, dos trajes,
diez pañuelos, y me puedo comprar
nuevas corbatas.
Me inquietan las jornadas submarinas.
Sé volar y lo hago raras veces.
Aquí paré mi tienda. Sólo espero
esa fiesta nocturna. Me moriré
cuando el placer termine.
La vita non è sogno
IV. Declaración final
Irascor tibi sic meos amores?
paulum quid lubet allocutionis,
maestius lacrimis Simonideis.
Exploro el domicilio. Me gusta
este desorden vivo.
Cuando la casa siente
que se pega a la tierra
empieza a protestar,
decide irse,
y los libros se llenan de humedad.
Dos veces vimos ya la misma arena.
Nunca somos los mismos.
Es tiempo, amada gente, de largarnos.
Poema Una Estación En Amorgós
Antes de partir
A la izquierda está el mar. La alta montaña con su ermita y su senda entre los pinos se recorta en lo azul y las gaviotas van hablando de viajes, llegadas o naufragios.
Recuerdo los primeros días en la isla, el verano de fuego y, en la alta madrugada, el olor de la sal, el aroma e los pinos y las voces de las muchachas escondidas entre las ruinas.
Una de ellas, la más alta, flameó su cabellera al lado de una columna rota, irguió el pecho, abrió los brazos al cielo y me dejó, adolorido y deslumbrado, a merced del misterio. Los dioses rieron desde lo alto y se hizo el día. La muchacha comenzó a caminar y agua, fuego, tierra y aire vibraron a un tiempo. Era Afrodita o Helena o Friné, era la cautelosa Artemisa clavando su flecha para siempre en el corazón que se niega a envejecer.
X
Para Miltos Sajturis
Aretí es la única y verdaderamente virtuosa prostituta de la isla.
Tiene treinta y dos años y es alta y morena. Lo más notable de su rostro son las cejas pobladas y los ojos casi negros y siempre brillantes. Tiene senos pesados y redondos, anchas caderas y piernas largas e inquietas. Un ligero bozo agrega misterio a su boca de labio gruesos y húmedos.
Habla poco, pero sabemos de su llegada a la isla con un marinero de Cefalonia, hace unos diez años.
El marinero se fue para no regresar.
Aretí se quedó sola, con un hatillo de ropa y una casita cuya renta debía pagar puntualmente.
Se ofrece por una precisa cantidad de dracmas, ajena a los regateos.
Se entrega de una manera honesta y total y es amable y comprensiva hasta con los violentos y los despreciativos.
No agradece nada ni espera agradecimientos.
Hasta las más rezanderas de la isla aceptan su función indispensable, y Papa Yorgos jamás ha censurado su conducta.
Cuando amanece, antes de irse sola a la cama, se queda en la pequeña terraza esperando el primer rayo del sol.
Se retira cuando la isla es un juego de colores tenues y de nubes veloces.
Es entonces cuando Aretí llora un poco sin pensar en los motivos de sus lágrimas.
Se limpia los ojos y, mientras bebe café canta la vieja canción aprendida de su madre en la isla remota apenas dibujada en su memoria.
XVIII
Para Marco Antonio Campos
No logro, desde que llegué a la isla, poner en orcen los pensamientos tal y como lo hacía en tiempos más apegados a la razón.
Las sensaciones, en cambio, aparecen y desaparecen en filas bien ordenadas. Dejan en la boca sabores contradictorios y en el cuerpo el acuciante deseo de seguir deseando.
En la noche con nubes y estrellas, los perros de mi rumbo le ladran a una luna que aparece y se oculta: La miro desde la ventana y como en la infancia, me pongo a pedirle cosas. No me las concederá, pero el diálogo entre mis ojos y ese fantasma luminoso será el último asidero para la esperanza.
Esta noche recupero la infancia: juguetes tirados por el suelo, el lecho revuelto por los sueños, los ojos entreabiertos y la luz de plata haciendo del cuarto un bello lugar desconocido. Por la mañana, el sol liquidaba esa magia. Llamaba a lo lejos la rígida campana de la aritmética.
XX
Para Vicente Fernández
Árbol de la esperanza
manténte firme.
De nuevo nos vamos, esposa, amiga, amante de siempre, suave presencia en el lado de la cama habitado por tus sueños y tus miedos. A prepararlo todo y a empezar a dejar personas amadas, lugares, sillas hospitalarias, las tazas de café de la mañana. Otras veces partimos con menos angustia y mayor esperanza. Ahora, una sensación indefinible se apodera de todos los preparativos y dificulta el viaje. Tal vez, gran parte del corazón se nos queda en la isla y es el vacío el causante de este desasosiego.
Esposa, amiga, amante de siempre, tú la más fuerte de esta casa de humo, señala el rumbo. Yo apenas puedo hacer los movimientos necesarios para alejarnos. Nos sostienen los días aquí pasados, las cosas descubiertas en las amanecidas o bajo la luz de la luna de todos los veranos, y este amor asido al ?árbol de la esperanza?.
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