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sábado, 19 de febrero de 2011

3251.- FRANCISCO LEÓN


Francisco León (Canarias, 1970) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna (Tenerife, Canarias). Ha publicado los siguientes libros: Cartografía (Calima, 1999), Tiempo entero (Calima, 2002), Ocho pajazzadas para Salomé (CM de MC, 1999), Ábaco (Artemisa, 2005), Terraria (La Garúa, 2006), libro de prosas con el que obtuvo el I Premio Internacional de Poesía Màrius Sampere, y Dos mundos (Signos, Huerga y Fierro, 2007). Su novela Carta para una señorita griega ha sido recientemente publicada por la editorial Artemisa Ediciones. Fue editor literario de las antologías de poesía La otra joven poesía española (Igitur, 2003) y El sueño de las islas (Ediciones Idea, 2003). Entre los años 1993 y 1995 fue codirector de la revista Paradiso (Tenerife, 12 números). Coordinó los suplementos literarios De umbral en umbral e Ítaca (del periódico El Día, Tenerife). En 1994, Andrés Sánchez Robayna seleccionó poemas suyos para la antología Paradiso (Siete poetas). Durante el curso 2000-2001 trabajó como lector de español en la Université de la Bretagne Occidentale (Brest, Francia). Dirige las revistas literarias Can Mayor (Tenerife, 20 números) y Vulcane (Tenerife, 13 números), y funda en el año 2004, junto a otros amigos, la revista Piedra y Cielo (Tenerife, 4 números), de la cual es secretario de redacción. Poemas suyos han sido traducidos al francés, al holandés y al griego. Su obra ha sido incluida en antologías como Poesía pasión. Doce jóvenes poetas españoles (2004) y Campo abierto. Antología del poema en prosa 1990-2005 (DVD Ediciones, 2005). Ha colaborado con poemas, reseñas y ensayos en diferentes revistas españolas como por ejemplo Ínsula, Revistatlántica, Clarín, Letra internacional, Letras Libres, Turia, con la holandesa Foro hispánico, con la francesa Aires y con la griega Efthiní. Pertenece desde hace once años al Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La Laguna. Entre otros lugares, ha ofrecido lecturas de sus poemas en el Instituto de Estudios Canarios (La Laguna, Tenerife), en el ciclo «Lecturas en Guajara» que organiza la Universidad de La Laguna (Tenerife), en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, en el Centro del Instituto Cervantes de Palermo (Sicilia), en el ciclo «El Jardín de las Musas» que organiza el Centro del Instituto Cervantes de Bruselas o en la Embajada Española de Luxemburgo.





AMANTE Y CONOCIMIENTO

Los hilos invisibles que unen a los árboles
esta tarde. El amante que surge de su lecho,

sereno en la avenida de verano, que baja
hacia las aguas, con el conocimiento del amor

embriagando su mente todavía. Los hilos
de la luz, la avenida de palmeras, las sombras

en la unidad brillante de las aguas. Lo amado
y el amante se miran, y descifran los signos

de la tarde. El amante, que surge de su lecho
y comprende la luz, y ata todos los hilos

incandescentes, todo conocimiento —dice—,
lo amado y el amante, ¿no surgen del luz?





DICHO A UNA SOMBRA

Has vuelto al libro seminal,
tú, luminosa en los pálidos muros.

Vuelves cuando la tarde veloz se desvanece
al libro del principio,
el que tuvo sus páginas cegadas por el sol
estaciones perpetuas.

El libro negro,
el que el niño tocó en su sueño primero,
cuando andaba en los campos:

urna de muerte sobre la piedra negra.

Lee ahora su mensaje de redención, y bébelo,
y en él anúlate, y anúlanos, estrella,
lo mismo que en un bálsamo.






SIROCO EN UN DÍA DE CUMPLEAÑOS

Allí estaban las puertas de las sendas de la Noche y del Día,
enmarcadas por un dintel y un umbral de piedra.
Estas, etéreas, se cierran con enormes hojas
de las cuales la Justicia, pródiga en castigos, posee las llaves de usos alternos.
A ella la aplacaron las doncellas con suaves palabras
persuadiéndola hábilmente de que para ellas el cerrojo asegurado
quitara pronto de las puertas. Estas, al abrirse,
produjeron un insondable hueco entre las hojas…

Parménides


Oímos el chillido en los ramajes
formando aquella tarde de climas africanos
e insectos que flotaban aturdidos
bajo luces opacas.

Usted no se movía bajo ciegas
espirales de angustia por el cielo:
el cabello y la lámpara agitados,
los fulgores de espectros cambiantes sobre el muro.

Sólo duró un instante
su mano señalando en las malezas
la visión de un tejido temporal.

Era el hueco insondable, refugio de la diosa.

Usted no se movía.
Y su amigo el pintor
Frederic escuchaba las palabras,
miraba la ventisca
gemir sobre los árboles, agitar el jardín
como un ave furiosa que pasara
en ráfagas sedientas
golpeando las flores de la casa
con sus alas de muerte o de locura.

Vi el rostro del pintor, y a usted, paralizados,
y a mí mismo me vi, como en una pintura,
abajo en el asfalto,
en pie junto a mi coche,
comprendiendo la luz que caía
con pobres instrumentos racionales
a las puertas del tiempo.

Comprender es salvarse —dije—, pero
en esa comprensión de la sustancia
¿alienta la verdad,
el ave negra, los espectros, alguien
que hablaba en la terraza acerca de otro mundo,
el siroco africano que volvía
tal vez a un sacrificio de videntes?

Comprender es salvarse, ¿es esto cierto?
O sólo el puro fuego de la mente profana,
esforzada en soñarse a sí misma
bajo un orden supremo
que ni siquiera existe.

Gritaba entre las hojas la garganta del mundo,
y vi a dos descendientes de Parménides
discutiendo si el ser
se hallaba al otro lado del vacío
que allá adentro formaban,
en el aguacatero más humilde,
la ventisca y sus ramas.

Un rugido de nubes bajó sobre la tierra.
Quizá eran las Helíades, que habían regresado
con haces de centellas en las manos.

Cerré mi coche
y ustedes se giraron para verme.
La humana claridad los envolvió de nuevo
con túnicas mortales,
y usted me invitó a entrar
al templo cotidiano, a la prueba del tiempo.






BAÑO EN SELINUNTE

Nos dijeron,
«Visiten Selinunte,
los griegos la olvidaron en el Sur
al declinar
el opulento imperio».

Dos millones de olivos que dejamos atrás
en nuestro bólido de fuego,
formando un arco de centellas bajo el ojo de Júpiter.

El orden de los surcos
y más allá el silencio
magenta de las vides, al trasponer los campos del Sicani,
e irreales urracas
flotando en los trigales todo el tiempo.

Pensé que el sol del Sur no era una estrella,
sino el imán de Apolo
que arrastra los fragmentos de la tierra hasta elevarlos
tejiendo a mediodía sobre el aire
los velos engañosos de las formas.

Así merodeamos por las ruinas de aquella ciudadela
como en un mesmerismo reluciente.

Más tarde, Vía sacra,
los templos junto al mar, las roídas metopas,
e il conceto di acropoli
flanqueado por muros o espejismos.

De pronto alla sinestra, un grande porticato,
polvo mordido por el can del cielo,
chiamato stoà.

Allí me recosté, chiflado y solitario,
a la sombra de un pino; y pensé en la Medusa:
las espigas del cielo, los azules gorriones,
todo petrificado, semejante a un tumulto de hojas
en los confines de la historia.

Me acordé de un poema, mientras miraba el sol:
The pleasure of the ruins is not infinite.

A mediodía,
en la colina del Malóphoros,
me salieron al paso unas coturnici,
tal vez una familia potentada
de tiempos del autócrata Agatocles.

No era mi figura de su agrado
y me miraron mal mientras huía.

Dedicamos más tarde un tiempo
a buscar el templete de Cástor y de Pólux
por el zarzal tacaño.

«¿Persisten todavía los dioses allá abajo?»

No sé, hemos olvidado
tantas cosas nosotros,
los hombres.

Me pareció escuchar aquellas voces
y pasos removiendo tras nosotros los guijarros,
o tal vez fuera el viento pensando entre las vides.

No sé, tal vez tan sólo fuera
un mito entre las púas.

Cuando nos dimos cuenta,
a nuestra espalda vimos los muri a gradoni,
enormes como piedras las arterias
de cíclopes fingidos en el jaspe
que latieran ardientes todavía bajo el cetro del sol.

Atajamos después por un camino hacia la playa
porque el mar invitaba, desde lejos,
a refrescar la sien hirsuta.

Un reguero entre arenas, dorado y maloliente,
y juncos festonados con penachos
en donde caza el sapo
de tarde en tarde alguna araña.

Era el río Cottone, reducido aguachirle.

No vi velas de caiques hinchadas en el viento,
ni los yates modernos con magnates
desnudos en su popa,
doblegando las olas con rumbo a Siracusa.

Ahora Selinunte es un villorrio
que olvidaron los griegos
perdido en este Sur profundo y desolado.

Y este fue nuestro viaje a la leyenda.

Dejamos a secar la ropa en unos pecios,
bajamos a la orilla
corriendo por las dunas desnudos como faunos.

Las olas restallaban de tan frías,
me acordé de vosotros, felices en las ruinas modernas,
y a gritos invocamos el favor de Neptuno.







UNAS PALABRAS MÁS PARA MILLER ANTE
LAS PUERTAS DE ELEUSIS

Al dejar la ciudad me volví para verla.

Parecía un arrepentimiento
de latas oxidadas y estropicios
machacados al sol.

Tal vez así distinga ―me dije― el humo del cigarro
y su cabello blanco.

Lo imaginé
rendido por el tedio, en la alégastos petra,
avergonzado del destino de los hombres
leyendo los Misterios en un mármol,

tentado de adentrarse para siempre
al otro lado de las puertas
hasta el infierno mismo,
y abandonar el mundo de los hombres,
para alcanzar adentro lo real
y el horror de sus formas,
y al fin desengañarse de este ensueño

―tal vez el cielo de Elefsina te cubre para siempre,

pues ha de estar maldito y nos impide
volvernos algo más que meros hombres.








EL MINOTAURO Y YO

Sé que voy solo, conduciendo, por una carretera,
que todo está en silencio junto al mar.

Dejo atrás las palmeras, los rumores sin vida
y pájaros fugaces al borde del asfalto.

Alguien dice a mi lado:

El resplandor de mayo por la tarde,
cuando el fuego de mayo se gira para hablarte,
un fuego en forma humana
que recubre los astros,
invade el coche,
e ilumina los hombros y tu nuca.

Pienso en el Minotauro del dibujo
que he visto esta mañana,
mientras paso una curva y resplandecen los sargazos.

Lo guiaba una niña, como a un anciano, y estaba ciego.
El semidiós vidente, reclinado en su báculo.

Imagino un puñal de venganza que abrasara sus párpados,
pues devoró a los hombres.

Sé que voy solo, que el mar está en silencio
al borde del asfalto,
que he pasado una curva y ya es de noche.

Huele a mar de sargazos podridos.
La brisa está salada y remuerde mis ojos.

Ojalá yo no fuera el Minotauro
al que llevan enfermo bajo el fuego de mayo
las manos de una niña,
sin comprender el nombre de los mitos antiguos.

Voy por el borde de las olas, conduciendo.
La noche de sargazos se avecina
e ilumina una luz la sombra humana de tu espalda.

Ojalá yo no sea el Minotauro.

Los diamantes del mar relumbran en las palmas
porque nadie se acuerda del nombre de los mitos.

De Heracles loco y otros poemas (inédito)

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