Antón Castro (Santa Mariña de Lañas, Arteixo-A Coruña, 1959) es periodista y escritor. En 2010 publicó su primer poemario: 'Vivir del aire' (Olifante. Papeles de Trasmoz) y en 2011 publica 'El paseo en bicicleta' (Olifante), un poemario donde alterna el verso y la prosa con un tema de fondo: el viaje en bicicleta, la pasión por la bicicleta y un puñado de historias vinculadas al ciclismo, a la velocidad, a la literatura y a la música.
«La música»
¿Cuál es el misterio de la música?
¿De dónde viene, quién arranca el aullido de las notas
que son como una película tejida de emociones?
Habría querido tener oído, entender
esas matemáticas del alma, saber acariciar
la trompeta o el oboe, habría querido
abrazar el cuerpo de seda de una viola
y pulsar el temblor de agua de sus cuerdas,
su languidez atusada de brisas y espumas.
Todas las mañanas oía la letanía de un instrumento
mientras leía el periódico y paseaba a mi perra Noa.
Era Carlos, un río de música al que llaman Carlos.
Era Carlos, el director de la banda. Un día me dijo:
«La música no se aprende nunca. Es como el amor:
se mejora con la práctica. A fuerza de deseo».
De Antón Castro, Vivir del aire (Olifante, 2010).
LOS DOS QUE DUERMEN
No sé si me gusta más levantarme a tu lado al alba
o dormir abrazado a ti. Sentir cómo lates,
cómo te arrugas sobre ti misma
como quien busca el acoplamiento perfecto de las almas.
Percibo entonces, antes de que se desaten las tentaciones,
el calor de tu espalda y tus nalgas, el torrente
de la melena y su olor a melocotón o a mora.
Te lo digo a menudo: eres atrabiliaria con el champú.
Quedo un instante así, inmóvil como un barco que siente,
tembloroso como la luz de la sinrazón,
me quedo como si fuera un pájaro abatido
que parpadea y sueña el mejor de todos los vuelos.
A veces te duermes. Y ronroneas. Y musitas palabras
intraducibles, frases completas que me cuentas como
si estuvieras presa en la alucinación del olvido.
Estoy feliz así. En ese instante, cuando el mundo
se desmaya, le pido a la carne que no se altere,
que apacigue sus ardores, que no enturbie la noche
de gemidos y de risas y de batallas de sudor,
y me digo a mí mismo que, algunas veces, el mejor sonido
es el del silencio, el de la respiración de dos que se aman
y escuchan la música del corazón sin saber si despertarán.
De Antón Castro, Vivir del aire (Olifante, 2010).
TORRE DEL ABEJAR
A Eduardo Laborda.
Mi padre siempre ha sido una criatura irreductible.
Aparecía y desaparecía como el viento y la lluvia.
Era como si tuviera una segunda vida, o una tercera,
era como si estuviese incomodado consigo mismo
y con todo el mundo. Vivía de arrebato en arrebato:
de maldición en maldición, de fuga en fuga,
de rutinas casi insondables, de silencios, de gritos.
Mi madre, ante nuestra perplejidad, solía decir:
“Antes no era así. Era un hombre normal, suave,
que se contentaba con su suerte y con sus paisajes.
La guerra lo cambió: le destrozó el ánimo y la templanza,
y le volcó un arsenal de pesadillas y tigres en el sueño”.
Así lo dijo: tigres en el sueño. Mi madre, cuando quería,
era un completo misterio: leía, se apasionaba con el arte
y buscaba la belleza en las pequeñas cosas de cada día.
Nos regalaba cuadernos y lápices, nos hablaba del Quijote,
de la luz invisible de Velázquez y del cine de su niñez.
Y era capaz de definir así el estado inestable de su marido.
Ambos procedían de Trasobares: allí habían sido labradores.
Mi padre no dominaba los oficios de la huerta;
en cambio conocía todos los secretos de la fruta.
Yo lo veía injertar con mimo y creía que hacía magia.
Le gustaban los albaricoques, las pavías y los melocotones,
tenía diversas clases de uvas, de higos y de brevas,
y trampeaba entre los surcos con los tomates y los melones.
Nos habían dejado una torre familiar: Torre del Abejar,
y ese era el refugio de mi padre. Cuando llegaba marzo,
se encolerizaba, discutía con todos y se volvía insoportable:
era su forma de anunciar que iba a marcharse a las tierras.
Entonces solo lo veíamos de vez en cuando. Ni nos echaba
en falta ni nosotros teníamos ganas de aguantar su genio.
En noviembre, cuando regresaban el cierzo y el frío
reaparecía como un fantasma, desharrapado y débil.
Si quería, tenía un poderoso instinto de supervivencia.
Durante esos casi seis meses, o más, iba a verlo a la torre.
Era un espacio inquietante y tal vez inconmensurable.
La casa imponía pavor. Como las eras y los cobertizos.
Cerca de allí, años atrás, se había cometido un crimen.
Cerca de allí pasaban los canales de riego y las cascadas.
Mi padre iba y venía a su antojo con la libertad del solitario
que espera el milagro constante de las noches y los días:
brisas, resplandores, cielos encapotados, plenilunios de verano.
Casi a diario, a partir de mayo, llevaba la fruta
al Mercado Central de Zaragoza: colocaba su remolque
en la bicicleta y lo llenaba de fruta. Siempre hacía lo mismo:
lo colmaba con lentitud, colocando las piezas en canastos.
Me conmovía su obstinación de agricultor en paz.
Me miraba y decía: “La fruta no soporta bien el traqueteo”.
Me hacía gracia. Yo lo observaba como a un extraño.
O a un poseído. Me gustaba verlo pedalear por los caminos,
entre los maizales, entre los árboles, levantando polvo,
un polvo pegajoso y dorado que le manchaba las sienes.
Era como si solo allí, en la Torre del Abejar, fuera
auténticamente afable: el padre que había soñado para mí.
Un día me llevó al mercado en su remolque. Tendría seis años.
Era su pasajero, su colaborador, el hijo inesperado.
Insistía: “Recuerda que la fruta no soporta bien el traqueteo”.
Hace años que murió. A menudo pienso en él
y recuerdo lo que siempre nos contaba mi madre:
“La guerra lo cambió: acabó con sus sueños felices”.
Ella lo recibía en casa, en las dos o tres casas que hemos
tenido, con infinita compasión. No le preguntaba nada.
No podía, ni quería, acceder al fondo de sus tinieblas.
No quería excitar el tigre sonámbulo de su dolor antiguo.
A menudo pienso en mi padre y recuerdo aquel viaje,
de ida y vuelta, en bicicleta al Mercado Central.
A veces se giraba para verme. “Agárrate fuerte”, decía.
En aquella mirada me pareció adivinar ternura y miedo,
y creí entender algo de su extraña forma de vida.
de 'El paseo en bicicleta'.
VIDA, MÚSICA Y MUERTE DE NICO
A Juanjo Blasco Panamá.
Todo en ti, hermosa Christa, fue un constante enigma,
un subterfugio del dolor, de la luz y de la sombra.
Casi nadie sabe con certeza dónde naciste.
¿Fue en Colonia o en Budapest? ¿Fue en 1938 o en 1943?
Qué importa. La vida pronto te mostró sus escalofríos:
tu padre, el hombre que te contaba historias del tren
que cruzaba el bosque rumoroso de los cuentos de hadas,
falleció en un campo de exterminio. Ya vivías en Berlín.
En un viaje a Ibiza, años después, uno de tus amantes
decidió cambiarte el nombre: para él, y para todos,
serías siempre Nico. Nico, en homenaje a un fotógrafo:
el apasionado amor que tu amante había perdido.
Ya serías para siempre la bella Nico. La maldita.
La moderna que hacía pensar en Twiggy, en Jane Birkin
o incluso en Marianne Faithfull, mujeres de ardor
y arrojo que desordenan la furia del deseo.
Pronto te convertiste en una musa, como Edie Sedgwick.
Cantabas con una fría y metálica voz, acaso andrógina,
desfilabas como nadie con una elegancia antigua,
paseabas con misterio y asombro en La Dolce Vita
de Federico Fellini. En tu derredor se multiplicaban
las leyendas: le habías arrebatado el marido a Anouk Aimée,
habías vuelto loco a John Cale, a Gainsbourg y a Andy Warhol,
y tu corazón se inflamaba de todas las drogas de la tierra.
A solas, cuando te abrazabas a tu querido armónium,
leías a Hölderlin, a Baudelaire, a Blake y a Coleridge:
tu música era como un canto medieval sacrílego
y tu alma se vaciaba en soledad y desamparo a cada hora
con aquellos versos tan tristes como tus venas.
Vivías en el arte, en la música, en el teatro, en la pasión.
En Nueva York tomaste clases con Lee Strasberg
y hechizaste a Bob Dylan, a Lou Reed y a tantos otros
que escribieron para ti, como los chicos de la Velvet.
Cada uno de tus discos era más inquietante y sombrío:
te empeñabas en seguir todos los caminos de la derrota.
Las notas se encadenaban con un sarpullido de oscuridad.
Jugabas a ser una diosa imposible, una sacerdotisa lejana,
y a la vez, junto a Philippe Garrel, una poseída: dicen
que tomabais imágenes desde la cubierta de la Ópera Garnier.
Decían que capturabais los lamentos de la luna sobre París.
Luego, te marchaste a Ibiza, con tu hijo y casi en secreto.
Dijiste que Christian Aaron era hijo de Alain Delon
y de un pasado amor que dejó cicatrices en la sangre.
Tu último disco, ‘Camera Obscura’, tenía algo de responso
y de canto mortuorio de quien se despide del mundo.
¿Habías querido anticipar tu epitafio de exiliada en la tierra?
Y a la vez, con su perfecta tristeza, era una obra maestra.
Un día, mientras paseabas por la ciudad en bicicleta,
ocurrió aquello: se te paró el corazón y te desplomaste.
Tu cabeza se golpeó terriblemente contra el suelo.
Alguien te llevó al hospital: no acertaron con el diagnóstico,
ni era insolación ni el rescoldo de una noche de excesos.
Y al día siguiente fallecías de un derrame cerebral,
tú, Christa Päffgen, inolvidable Nico que jamás
quisiste renunciar a las sucesivas formas del luto.
Recuerdo cuando llegó la noticia a mi periódico,
El día de Aragón. Fue hacia las seis de la tarde.
El redactor musical dijo: “Nico, el animal más bello de la música,
el ángel terrible, la mujer fatal y provocadora, ha cantado
su última melodía”. Cogió el retrato tuyo que mandó
la agencia y lo rompió en dos mitades. Así saliste:
con el rostro y los ojos partidos, y el cabello muy rubio.
“Una caída de bicicleta pone fin al enigma de Nico”,
decía el titular. En letras más pequeñas se añadía:
“La cantante, modelo y actriz alemana murió en Ibiza
donde se había recluido con sus fantasmas”.
de 'El paseo en bicicleta'.
[http://poesiaparaperdidos10.blogspot.com/]
"Elegía"
Laurent Fignon (1960-2010)
Algunos campeones parecen surgir de la nada.
Descienden sobre la tierra como el águila de los montes
o como el rudo tejón dispuestos a conquistarlo todo:
la niebla de las cumbres, la lluvia de los descensos,
los peligrosos barrizales, los kilómetros del llano.
Laurent Fignon, como antes Coppi, Ocaña o Charly Gaul,
apareció de golpe con una pedalada insaciable,
con esa arrogancia juvenil que es desparpajo y desafío.
Era uno de los jóvenes pupilos del bretón Bernard Hinault,
al que llamaban el intratable señor de los bosques. El leñador.
Fignon apenas tenía 23 años. Surgió, demarró y tomó distancia:
voló hacia el Alpe d’Huez y La Plagne ante el estupor general,
voló hacia París a tumba abierta en plena insurrección:
aprovechó una caída de Pascal Simon y todas las escaramuzas
de Ángel Arroyo y de otro debutante: Perico Delgado.
Exhibió un talento innato y un gran sentido de la aventura.
Se convirtió en el campeón más joven desde hacía exactamente
medio siglo: desde que en 1933 venciese Georges Speicher.
Volvió a ganar en 1984 en otra carrera incontestable
y su jefe de filas no se lo podía creer. ¿Adónde va ese loco
con sus gafas empañadas y el cabello de oro deslucido?
¿Por qué me abandona en el fango, por qué me burla
en cualquier calzada, cómo se atreve a humillar al campeón?,
se preguntaba el ‘Caimán’ que a todo aspiraba, como Merckx.
Fignon estuvo a punto de vencer en 1989: perdió ante el
[renacido
Greg Lemond por ocho segundos en París. Lloró de dolor
y escupió al mundo su ira, su inesperado desdén de derrotado.
Aquella estuvo a punto de ser su resurrección, tras años de
[lesiones,
de insolencia, de placenteras y etílicas noches y de otros
[venenos.
Perdió el Tour agónicamente y la sonrisa, y ganó su único Giro.
Laurent Fignon fue joven e inconsciente y un ciclista romántico,
un ‘profesor’ de la ruta que amaba los gatos de Baudelaire.
La muerte lo sorprendió demasiado joven mientras ensalzaba
las gestas de otros y se aferraba al ciclismo para seguir soñando.
Poco antes de cerrar los ojos miró hacia las colinas del mediodía
y, con una voz aflautada, murmuró: “Maldigo mi enfermedad”.
Cedía para siempre el maillot amarillo que más codició.
Vivir.
de 'El paseo en bicicleta'.
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