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miércoles, 29 de diciembre de 2010

2901.- CLAUDIA EMERSON


Claudia Emerson nació en 1957 en el estado de Virginia y es deudora de una cultura sureña, cuya tradición literaria cuenta con gente de la talla de William Faulkner –a quien reconoce como influencia poderosa– y que parece ser experta en adentrarse en los laberintos y complejidades del corazón humano. La poesía de Emerson en Late Wife continúa esta tradición y nos refiere a temas universales como la pérdida y el dolor, la muerte y la renovación, el amor y la memoria, revelándonos las distintas formas en que nuestro mundo emocional se hace presente en el mundo físico. Sus poemas son intensos y misteriosos y nos obligan a meditar acerca de lo que no vemos pero que está ahí; de esa correspondencia secreta e invisible que se da entre los objetos que nos rodean y nuestros sentimientos. Se trata de una revelación íntima que se transmite con oficio y sutileza pero, sobre todo, con elegancia; y es precisamente esta elegancia la que hace la diferencia. Así, sus imágenes –siempre exactas – nos acompañan en una continua e íntima meditación.

Los 33 poemas que conforman Late Wife constituyen una especie de epistolario; una colección de cartas dirigidas a su primer esposo, a su nuevo esposo o a sí misma . En ellas, Claudia nos habla de su pasado, de su vida en pareja y los inesperados giros que ésta tomó; del divorcio de su primer marido y de su nuevo matrimonio con Kent, un viudo que había estado felizmente casado y que pierde a su esposa tras una larga batalla contra el cáncer. Los poemas “Artifact” (Artefacto) o ”Frame” (Marco), por ejemplo, nos hacen caer en cuenta en la forma en que ciertos objetos ordinarios, como una colcha o un espejo, se convierten en objetos extraordinarios –cargados ahora de un nuevo significado– cuando la persona que los posee, experimenta junto a ellos el dolor, la pérdida o la muerte de un ser querido. Esa colcha o ese espejo son ahora objetos completamente distintos.

Sergio Ortiz (Editor de poesía de Tedium Vitae).







Artefacto

Durante tres años viviste en su casa
los mismos que antes que ella muriera: tu retrato
de bodas sobre el mantel, sus ropas colgadas
en el clóset, su pelo en el cepillo todavía.
Me dijiste que todo lo regalaste y que luego
vendiste la casa, conservando solo la cruz
de confirmación que llevaba, su nombre en cursiva
grabado al reverso en dorado, tu anillo en la misma

caja, esas fotos que aún evades,
y la colcha con que cubres tu cama prestada-
pequeñas cosas. Meses después me dijiste
que ella la hizo, habíamos dormido bajo su delicado
y sutil, imbricado diseño, como si hubiera estado
su sombra, entre nosotros, tan oscura, tan suave.








Cacería de superficies

Siempre lavaste tus artefactos
en la cocina, dando la espalda
al cuarto, a mí, al lodo

que trajiste de cualquier
campo vecino recién arado.
Puntas de flecha, picos de pájaro, agujas y

navajas con forma de hojas surgidas de la tierra
como del fondo de un agua más densa
en la que intentaste observar.

Nunca te cansabas, me dijiste, del pasado tangible
que admirabas, vuelto una y otra vez
en tu mano –la primera

en tocarlos desde la muerte de aquel
que trabajó la piedra. Cepillaste libreros
con ellos y les diste acabado; obsidiana,

cuarzo, sílex, midieron las horas que pasaste
ahí postrado, buscando a los otros,
y también las preciadas horas

de mi soledad, recogidas, atesoradas,
salvadas junto a esos objetos
por tanto tiempo perdidos.








Marco

Casi todas las cosas que fabricaste para mí
–la mesita de cama, la mecedora, la manta-
se las di a los amigos para que las usaran
para que no me recordaran
las horas que perdiste haciéndolas,
los eternos acabados.
Pero conservé el espejo, quizá porque,
como todos los espejos, la mayor parte del tiempo
son invisibles, parte de un muro o aparecen
por reflejos –inofensivos- porque los reflejos
después de todo, cambian. Ahí lo colgué
al frente, en el corredor oscuro de esta casa
que ya nunca verás; de modo que aumentará
la débil luz convirtiéndose en una
pequeña ventana al revés. Nadie se para
ante él. Esta mañana, sin embargo, al ponerme
el abrigo y alisarme el pelo, vi sobre mi cara
su marco, admirando por primera vez
la forma como el cerezo
que cortaste y puliste tú mismo
había oscurecido,
justo como dijiste.

Traducciones de Salvador Mayorga



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