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sábado, 18 de diciembre de 2010
2683.- ELOY SANTOS
Eloy Santos (Salamanca, 1963). Poeta y escritor, es Licenciado en Filología Románica por la Universidad de Salamanca. Ha vivido en Roma durante la mayor parte de su vida, por lo que sus primeros poemas fueron publicados en lengua italiana, como es el caso del poemario Nettunaria e altre poesie (Via del vento, 2002) y una selección poética en las antologías Lingue di mare, lingue di terra (1999) y Omaggio alla poesia spagnola (2004). En español ha publicado Donde nadie dice (Barallana, 2003) y Libro de olas (Elogio del horizonte, 2006). También ha coordinado el pliego Campo de retama, 13 poetas italianos contemporáneos (Manuales de instrucciones, 2009).
TALUD
Al borde de las vías,
sobre el incierto istmo que separa
el manto de gravilla de los campos sembrados,
a la tierra de nadie
ha regresado el asombroso reino,
las cenicientas del jardín de Flora.
La sagrada maleza
derrama entre dos áridos el hondo
perfume de lo grato, las galas inocentes
del diente de león y la violeta,
del cardo
y la retama
y la amapola,
la corte de colores de las frágiles,
las pobres damas de la malahierba.
Prendido a la ventana del vagón
en el tren detenido en la llanura
no hallo nada más cierto, más hermoso,
más digno de atención
o de ternura,
que esta selva azarosa
asediada en las lindes de lo útil,
y en las grietas sin dueño de todas las afueras,
donde nadie la nota,
ni recoge
su encendida lección de maravillas.
Como un halcón ingrávido
Como un halcón ingrávido
que una broma del viento sostuviera en el aire
ocupo el lento espacio de mi cuerpo.
Mis ojos buscan lejos de mis ojos
un alma que me acoja, una rama desnuda.
He subido a pedir vuelo a mi sombra,
una senda en el vértigo.
Sentado ante una mesa que murmura
nubes incomprensibles
cultivo tiempo, signos, esperanza.
Me finjo escriba, o rey ensimismado
en su bella durmiente de papel.
Y más allá de mí contemplo un río,
un viejo río, el único, cuyo cauce es la vida.
Y con mi caña de pescar soñada
lleno mis manos de peces de otro mundo
y los vuelvo a soltar aguas arriba,
justo un momento antes de encontrarlos,
por el placer de parecerme a Dios
cuando nadie me mira.
RELOJ
De las entrañas del reloj llegaron
los secretos ejércitos que abatieron la casa.
Sus moradores lo veían sólo
como un objeto más, un manso oráculo
que ordenaba los días.
Por eso no le hacían mucho caso:
iban deprisa de la aurora al crepúsculo,
de la cama a las calles, o a los sueños,
casi sin darse cuenta, mientras él
velaba en la pared, profundo y solo,
ojo de agua quieta con agujas
exactas y apacibles.
Encontró a alguien que le diera cuerda,
por lo demás fue fácil, no mentía.
Sólo en las lentas noches de verano,
bajo la lámpara de los insomnios,
creían advertir que se caían,
que la casa era un ciego extraviado
tras los golpes oscuros de su propio bastón.
Es el reloj, pensaban, qué fuerte suena ahora.
Con tino y tacto fue talando el tiempo,
el bosque misterioso de las horas.
Su hacha diminuta e incansable
llegó al hondón de las habitaciones,
hizo rodar cabezas una a una, amputó
las manos que le daban cuerda y furia.
Su voz seguía tenue en el salón
cuando ya nadie la podía oír,
y luego fue cesando,
herida,
imperceptible,
pues hay otros relojes
más fieros que los nuestros
que acaban por matarlos.
LABOR
En torno a la camilla las mujeres
conducen las agujas del reloj de la tarde.
Un templado sosiego de metales
acaricia la estancia, la hipnotiza
con dedos inefables y danza de muñecas.
Prendida en los visillos, la infinita
tarde levanta espuma de colores,
invoca un viejo ángel
de oro atravesando la paz de las madejas.
Ahí están las esclavas del Señor,
sus mudas hilanderas meditando
sagradas escrituras de lana minuciosa.
Desde un regazo oculto, entre los codos,
por el extremo vivo de los ovillos
que brincan por el suelo y sueñan gatos
se asoma con paciencia una bufanda,
la manga de un jersey,
un guante o un patuco inmaculado.
Una de ellas, de pie en la indecisa luz,
prende el anochecer de una bombilla
y con una inquietud que no comprende
deja huir un suspiro
sobre el río del aire,
un mudo hilván de aliento
que suspende las manos y los siglos
y revela, al trasluz de las mujeres que recogen sus labores,
la inexpugnable trama silenciosa
que sostiene este mundo.
Ésta es la puerta de mis Samarcandas
Ésta es la puerta de mis Samarcandas,
mi puente levadizo al aire,
el vado
donde pasa el mar Rojo mi pueblo
de uno sólo,
mientras se hunde el faraón del miedo.
Mentira en realidad,
éste es el reino,
la página mortal donde estoy vivo.
La nave fénix que mecía a Ulises,
la espada al sol de mi Quijote a cuestas.
Palacio de papel
sin llaves ni salón,
cabaña a pájaros,
desolado solar donde vago por breñas
y encuentro lo que ves…
ésta es mi casa.
Hemos sido juguetes
Hemos sido juguetes
en las manos violentas de niños locos
que parecían dioses,
y habían sido juguetes
en las manos violentas de niños locos
que parecían dioses.
Los que más me conocen
Los que más me conocen
dicen de mí que vivo a uvas,
lejos
de la conversación y el hilo,
ido
como una carabela que nunca regresó
de su inicial viaje
o no supiera cómo.
Lo acepto: soy el extranjero ausente,
el que traza la lluvia con el índice
sobre la luz huidiza del cristal,
el que llora con gotas que resbalan por fuera
la tristeza del agua entre dos mundos.
No es mala voluntad,
es que estar despistado
es atender a muchas razones a la vez,
y una soberbia idolatría dentro
no en vano me susurra
que yo no soy de aquí,
que no me entregue
a estas bestias de bar y de domingos
que ignoran dónde están las esclavas cantoras
y cualquier otra estrella
desde las que vendrán un día a rescatarme.
Llegue la sangre al río de la aurora
Llegue la sangre al río de la aurora,
lo encienda con su llamarada al tacto,
a los relámpagos de la visión.
Durante mucho tiempo has ocultado
la espesa sangre savia,
el árbol interior que te golpea
del corazón al mundo,
que te empuja a salir
al bosque irremediable de la piel que comprende,
al atlas de ti mismo en las hormigas.
Ahora deja atrás tus bodegones:
reviente la granada de pura encarnación,
ceda el plato a su añico,
resucite la perdiz y alumbre el campo
con sonoro plumaje que sacuda el cielo.
Y el callado mantel de crudo lino
que sostuvo tu ausencia
se rasgue para el pan de destrucción,
cultive liquen, sea sucio trapo, mortaja
feliz donde olvidó su rostro un hombre.
Me persigue en los sueños, ciertas noches
Me persigue en los sueños, ciertas noches,
con inquina feroz y ojos de brasa
que infestan de odio el cuarto, de humaredas
(y yo tiemblo de miedo,
me finjo diminuto).
Es un gigante cruel, inexplicable,
que atiza hogueras como truenos,
golpes
como cuervos de sangre en la tormenta.
Destroza armarios, muros, los visillos
rasgados de mis lágrimas, me aferra,
me lleva a rastras a su horrendo abismo.
Sé que voy a morir,
sé ya que estoy muriendo
en esas manos
y de pronto
empiezo
a recordar.
De nuevo.
Dejo de defenderme y
– por favor -
le pido con tristeza que recuerde
quién soy yo
quién es él.
Sorprendido,
ignorado,
empieza a deshacerse,
pierde el gesto salvaje,
las barbas,
la estatura.
Se queda inmóvil.
Sufre.
Mira a su alrededor
como quien vuelve desde algún lugar
de la imaginación, y no sabe quién es.
Pone una mano encima de mi hombro
y me pide perdón
o sólo calla.
Caminamos despacio
por una acera gris de aquellos tiempos,
mudos, desanimados los dos,
solos.
Al rato me pregunta
si ya dejé la escuela, qué me gusta,
si yo también tuve hijos,
cómo es que me hice viejo tan deprisa.
Yo me quedo mirándole un instante,
e igual que si viviera todavía,
no sé qué contestar.
Mientras tanto, se encienden las farolas.
Anochece en las cornisas del barrio
y en todas las ciudades que conozco,
como si lo que acabo de soñar
nunca hubiera ocurrido.
Padre
Padre,
ceniza cosechada y esparcida en la tierra
que el viento olvida y pierde
mientras cruza los páramos del reino.
De lo que fue tu voluntad no queda
sino un cuenco de sed aquí dormida,
un poso gris que casi no distingo.
Si fuiste pan
y fuiste también dientes amargos,
yo he sido el hambre póstuma,
la silenciosa orilla de aquella furia inútil.
Tus deudas, fueran las que fueran,
fui
pagándolas a ratos,
cuando pude,
hasta que sepa cuáles son
y aprenda a olvidarlas
poco a poco.
He buscado
a tientas el perdón, la libertad
de ser y de existir como cualquiera,
hijo y padre de mí, voluntad inapelable
de la vida, ese azar que nunca se discute.
Ni siquiera cuando llega la muerte.
Amén.
INVIERNO DEL POETA
a la memoria de Izet Sarajlić (1930 – 1999+3)
Hoy os traigo colores de la China
en el decir, de los que no se curan.
Traigo remedios contra los solemnes
y un rimero de versos sin remedio.
Con tinta de alminares he copiado las nubes,
y un mirlo vuela del revés sobre mis gafas.
He traído la hierba, el cielo, estrellas
urdidas por astrólogos de Praga,
secretos de un saber que no se aprende
pero es imposible de olvidar.
Que no os engañe el pájaro volando
de todo lo que amé, que me acompaña.
Ni os extrañe que alivie mi voz con aguardiente.
Para reunir tan tenue mercancía
me alquilo cada noche a la tiniebla,
y a veces vuelvo roto, a veces rey
de un castillo en el aire
y un velero en el mar de la melancolía.
Si alguien se acuerda de la sed, que deje
abierta la ventana de los labios
para la soledad que pide venia.
Lo que traigo no cuesta y no se vende:
todo mi oro lo devuelvo al río
para que todos sepan cómo brillan
mientras se van, las horas.
Sois testigos de la edad, que nos convierte
en epitafio, en piedra desgastada,
en meros nombres sobre la cubierta
y la espuma de los libros.
No me pidáis consuelo, que no sé,
ni amargas despedidas.
Me voy como el buhonero a su camino,
hacia mañana, que no llega nunca
aunque a veces se va.
Aquí os dejo el silencio que me queda
y un ángel rezagado,
que se enciende
cada vez que la dicha
sienta en el mismo verso a mis amigos.
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