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jueves, 7 de octubre de 2010

1633.- JOSÉ LIBARDO PORRAS


José Libardo Porras Vallejo nació en Támesis, Antioquia, Colombia, en noviembre de 1959. Licenciado en Español y Literatura de la Universidad de Antioquia. Con Historias de la cárcel Bellavista, obtuvo el Premio Nacional de Literatura en la modalidad de cuento. Obra narrativa: Es tarde en San Bernardo, 1984; Seis historias de amor, todas edificantes, 1996, primer puesto en el Concurso Literario Cámara de Comercio de Medellín; Hijos de la nieve, 2000; Happy birthday, capo, 2008. Obra poética: Partes de guerra, 1987; El continente sumergido, 1990; Hijo de la ciudad, 1994.



Inéditos



Retrato de mi amada

Mi amada no espera de mí que gane dinero y trepe.
Ella prefiere esa otra forma de ascensión
que es como subir a las terrazas de la infancia, como hundirse en un
sueño.

Mi amada es un arca de maderas resinosas en la que me he embarcado
con los animales mansos y bravíos de mi sangre,
con mis pertenencias.
Como un cuervo he volado fuera de ella, pero no he hallado donde
posarme;
como una paloma he volado fuera de ella, pero no he hallado donde
posarme.

Un granero embrujado es mi amada: cuanto más devoro su trigo
magnífico más crece mi hambre y el grano más se multiplica;
su cuerpo siempre incendiado me entrega una música inaudible: en su
silencio, como en los rieles, escucho al tren que nunca llega.
Donde posa su mano se abre una herida de dolor dulce y lento, brota el
agua, florece un canto.

Sal y azúcar, mi amada; comunión y ruptura.
Es cal y es arena.
Abro muy bien los ojos: me gusta verla por fuera.
Verla por dentro lo dejo para cuando no estamos juntos
o para cuando estoy dormido.





En casa

Madre: al anochecer llego a preparar la cena.
El pan es arena en la pared de mi garganta;
arena enturbia mi vino; arena en mi agua.

Fuera es invierno y llueve hoy, madre.
Llueve en mí.
Ninguna voz apaga la voz de la lluvia en mí
y ya he memorizado mis casetes y mis libros.

Tengo una historia que contar, madre,
y no timbra el teléfono; ni el casero
llama a mi puerta.
Si intento escribir me sale arena.
No polvo ni barro: árida y áspera arena.

Madre,
enséñame a hablar con Dios:
tú conoces
su idioma.





Cuidado del cuerpo

Lo único tuyo es el cuerpo.
Cuídalo. No es más precioso el oro.
Protege sus bordes. Una mano torpe puede dejarlo como a un santo de
iglesia pobre.
Frótalo con mirra y benjuí.
Dale a tu cuerpo lo más rico y más sabroso.
Asegúrate de que a tu cuerpo lo rocen vientos cálidos.
Que te abrasen los brazos que te abrazan.
Un cuerpo envuelto en frío florece moscas y gusanos.
Por voluntad no hagas nada contra tu cuerpo.
Él tiene un animal propio, insomne,
que desde adentro siempre está devorándolo.






El creador y su ayudante

“No ha secado la arcilla del hombre y aún es cosa frágil, como los dedos esmaltados de un ángel. No lo cojas. No sea que se te resbale y, vuelto multitud de trozos inservibles, inicie un peregrinar de huérfano entre las demás criaturas. Ni siquiera lo toques. Puede quedar marcado con las líneas de tu mano y entonces andará cumpliendo, a medias, un destino ajeno a su materia. Vela mientras me solazo en el sueño. Saltando de astro en astro viene el mensajero que trae el fuego. Permanece atento y no vayas a cerrarle la puerta”.

Eso dijo el Creador, y se durmió.

Lo despertó un campaneo sordo de tiesto que se rompe. En un extremo del taller, el Ayudante Oscuro sonreía.





Así haber amado

Si encuentras a una mujer que por dentro guarda el misterio de las cosas, ámala
como si sólo para amarla hubieras nacido,
como si nada, ni tu vida, importara más que amarla.
Si vas a la guerra, no puedes morir porque tu obligación es regresar
a seguir amándola.

Podrás amar a otras mujeres,
podrás amar al trabajo, que tanto suele amarse,
podrás amar a la poesía o a la música.
Pero tu oficio verdadero es amar mansamente a la que se pasea por tu
corazón
y entonces tú lo arreglas para ella como a un salón de fiestas.
Si te ofrecen un reino, antes de aceptar piensa cuánto dejarías de amarla
por estar cuidándolo.

Al final de los tiempos se te juzgará según hayas amado a esa mujer
que tiene tu corazón en sus manos
y lo pulsa y le saca dulces ondas,
la que de tu corazón hace un arpa de oro y nácar.

Escucha el nombre de esa mujer
en las notas del tenor y de la soprano, en las repeticiones del coro y en
los acordes del órgano de la catedral.
Quizá los hombres vayan por el mundo dando gritos de dolor,
enturbiando cuanto dicen con gritos de dolor,
pero si dicen su nombre deberás oírlo como si fuera un canto.

Si amas a una mujer que por dentro guarda el misterio de las cosas,
ámala
sin esperar nada a cambio.
Si desfalleces de hambre y a cambio de ese amor te ofrecen montañas de
oro
continúa mendigando.

Cuando ella, inevitablemente, se marche,
tu recompensa será, por esa única vez,
así haber amado
.







Razones de amor

Con palabras sencillas y duras de metal y piedra,
para que se conserven en tu corazón como un corazón grabado a navaja en los árboles y las bancas del parque,
voy a enumerarte las inventadas razones de mi amor.

Te amo porque me haces pensar con todo el cuerpo.
Hasta los dedos de los pies son ricos en ideas cuando yaces desnuda y
cantas.
Cuando te recuestas en mí toda untada de agua de estrellas,
hasta la última célula, la más recóndita,
da claves que me ayudan a entender la eternidad.

Te amo porque agregas sed a mi sed y hambre a mi hambre,
porque no eres la saciedad, que es la muerte.
Porque, como un espejo, me devuelves la imagen de un pozo sin fondo, un abismo humano y hermoso.

Te amo porque no te embriagan los conceptos modernos del amor.
Te amo porque no es un amorcito sarmentoso y paria el que en mí
cultivas,
ni sarmentosos y parias son sus frutos.

Ojalá sobre la tierra pudiera llover el jugo de tu amor.
Quisiera servir tu amor a los pobres en platos de oro.

Te amo porque quitas filo a mi alma y me haces perdonar a Dios.
A Dios le palmeo el hombro cuando, bañado en sudor macho de hombre,
regreso de tu abrazo.
Porque te amas a ti misma, te amo.








Presos de amor

Si fuéramos dos astros
en la Carreta de Carlos recorreríamos la noche besándonos, fuera de
órbita, como dos amantes clandestinos.
Me alimentaría con tu respiración y tu sudor de Osa en celo.
¡Cómo llovería luz sobre el mundo!
Una llamarada a través del cielo, el amor, si fuéramos dos astros.

Si fuéramos dos pájaros
todo el día picotearía en tu nido emplumado.
Para acariciarnos, no para volar, usaríamos las alas: dos cargueritos
cargados de deseo navegando a la deriva en el aire.
Cosa volátil y de sangre caliente, el amor, si fuéramos dos pájaros.

Si fuéramos dos peces
sobre la arena del fondo yaceríamos ahogados de placer, entre lasciva
espuma, sin escamas.
Para calmarme la sed nadaría en la leche de tu cuerpo.
Agua misteriosa y honda, el amor, si fuéramos dos peces.

Si fuéramos dos ángeles
gozaríamos de lo lindo dándonos lengua y llevando a gritos el mensaje de
Dios.
Te escribiría poemas terrenos. Te besaría allá.
Como hombre y mujer presos de amor, como lo que somos, si fuéramos
dos ángeles.





Canción del que venció a la muerte

Jinete en ti huyo de la muerte.
Si me alcanza, con tus manos le doy en la cabeza; con tus dedos le saco
los ojos; con tus uñas le rayo la cara.

Para atraparme, la muerte tendría que pasar por encima de tu cuerpo.
Pero eres alta y blanca y casta.
Me asomo desde tus pechos
para otearla.

La muerte no puede conmigo.
Le gano todas las apuestas.
Cuando piensa en envolverme ya estoy adentro de ti.

Y adentro de ti, ¡cómo me río de la muerte!







Sangre como savia

Vi talar otra ceiba.

Su carne de madera y su esqueleto de madera,
rodeados de mirones como si fuera una ballena varada en la playa,
me han puesto triste.

Mi padre tuvo una finca para que allí crecieran sus hijos.
Era una extensión verde con cafetales, platanales y frutales, y gigantes
con hojas para la sombra.
Comíamos naranjas. Nos escondíamos entre los arbustos. Trepábamos a
los robles y a los guayacanes empalagados de oro y florecidos de
pájaros.
Así crecimos y nos hicimos para vida:
yo soy menor que mis doce hermanos y mido ciento noventa centímetros,
y no soy el más fuerte.

El padre de mi padre también tuvo tierra, como su padre y su abuelo.
Los imagino en lo alto de un balso recogiendo lana para ablandar sus
lechos.

Vi talar otra ceiba.
¿Adónde irán los desocupados que reparaban el mundo todas las tardes
bajo su iluminadora sombra?
Ya no veré más a la muchacha de pechos bonitos que allí vendía sus
dulces.
No veré más sus manos alargadas.
Desocupados y muchacha han quedado sin casa para sus sueños.
También en ellos, en lo más íntimo, la sangre corre como savia:
sus padres o sus abuelos o los padres de éstos
crecieron, vivieron y trabajaron entre árboles
y hasta sus descendientes de hoy se alargó el tibio olor a musgos y
resinas.

No somos un pueblo. Somos un bosque.

Vi a unos forzudos, con ruidosas Yamahas, talar otra ceiba.
¿Hasta dónde nos hundiremos para segarnos las raíces?

Reclamando por su abandono esos vegetales parientes claman durante
las noches.

Molestará tanta bulla por un árbol viejo,
pero cuanto quiero decir es que las voces de los árboles muertos
no son las únicas que nos llaman.
Hay otras. Hay otras.






Generación

Dada al baño en la costa
apenas lleva a casa conchas, restos de algas, basuritas.
Sólo para quien se adentra hasta más allá del allá
es el fruto;
es en las profundidades donde florece el poema.
Y el naufragio.
Así en el amor.




PROMETEO
Revista Latinoamericana de Poesía
Número 86-87. Julio de 2010.

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