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lunes, 13 de septiembre de 2010

1269.- JAMES SCHUYLER


James Schuyler (Chicago, 1923-Nueva York, 1991).
James Schuyler nació en 1922 en Chicago, Illinois. En 1929, tras el divorcio de sus padres, se trasladó con su madre a las ciudades de Washington DC, Buffalo e East Aurora. En 1940 ingresó en Bethany College, y tres años después entró en la Marina, de la que fue expulsado en 1944 tres ser revelada su homosexualidad.

Después de la guerra Schuyler viajó durante dos años (1947-9) por Europa, donde conoció a Truman Capote, Tennessee Williams y W. H. Auden. Durante el mes de abril de 1949 ofició de secretario de Auden en la residencia que el poeta inglés tenía en Ischia (Italia). A principios de la década del cincuenta, ya de regreso en Nueva York, entabla amistad con John Ashbery, Frank O’Hara y Kenneth Koch, con quienes establece el núcleo de lo que terminaría por llamarse la Escuela de Nueva York de poesía. Schuyler padeció frecuentes crisis nerviosas y pasó gran parte de los años setenta en diversos manicomios. En 1979, gracias a una beca de la Frank O’Hara Foundation, se instaló en el famoso Chelsea Hotel de la calle 23. Tras la publicación en 1988 de un volumen de Selected Poems, dio su primera lectura pública de poemas acompañado de su amigo John Ashbery. James Schuyler falleció de un ataque al corazón el 12 de abril de 1991. Dos años más tarde, veía la luz su poesía completa.

De su obra poética cabe destacar los siguientes libros: Freely Espousing (1969), The Crystal Lithium (1972), Hymn to Life (1974), Song (1976), The Fireproof Floors of Witley Count: English Songs and Dances (1976), The Home Book (1977), The Morning of the Poem (1980), con el que obtuvo el Premio Pulitzer, y A Few Days (1985). Fue también autor de tres novelas, Alfred and Guinevere (1958), A Nest of Ninnies (escrita en colaboración con John Ashbery) y What’s For Dinner? (1978).

Del conjunto de sus poemas destaca «Himno a la vida», broche final al libro epónimo de 1974, un poema extenso, en verso whitmaniano, construido con digresiones redobladas, donde la observación de un detalle de la realidad nos lleva a otro por medio de una leve conexión léxica o un eco fónico, tenues enlaces que el poema persigue y explora. Esa animada captura del detalle (de los fenómenos meteorológicos, de mínimos pormenores botánicos) se produce en el insospechado ámbito de la tranquilidad doméstica, en la que el poeta busca –y logra– preservar la gracia inmanente del momento. Esa gracia de la que la obra de Schuyler, revelándola, participa.





Un cuchillo de piedra

Querido Kenward,
Qué perla
de abrecartas. Es justo
lo que necesitaba, algo
donde descansar los ojos, siempre
deseado, es decir
es eso que
sentía que me
faltaba pero
no lo sabía, sin uso
real y sin embargo
esencial como una caja
de botones, o los mapas, los verdes
cielos mañaneros, las islas y
canales en la avena, el vapor
del guiso de ostras. Ágata
marrón, veteada como un bosque
por un humo que presenta
la acuosa torsión de la zostera
en rápida concavidad desteñida de
herrumbre. Ondulantes líneas de
atardecer norteño –un Munch
sin la ansiedad– una
insinuación de casi ámbar:
a la nariz, un pensamiento
resinoso, al ojo,
una aguja laqueada, verde
allí donde no hay verde, una
post-imagen presente.
Pulido como un hacha, desnudo
y elegante como un lago,
varonil como un lingam,
petrificado clima de noviembre,
es la cosa justa
¿para hacer qué? ¿Para
abrir cartas? No,
es justamente la cosa, un
objeto, oscuro, feroz
y hermoso en el que
la sorpresa es que
la sorpresa, una vez
que pasa, sigue estando:
en el que disfrutar
no es consumir. Lo
irrecuperable retorna
en un mundo marrón
hecho de madera,
jaspeado de nieve, epi-
centro de tempestad
todavía en piedra.

Versión de Laura Wittner








La luz descansa en capas sobre las hojas.
Arboles, y árboles, más árboles.
Un niño nube trae el diario vespertino:
El Sol de la Tarde. Se pone el sol.
No de manera abrupta o de una vez
un paso lento bajando por el cielo
(es dorado y rosa y apenas verde)
por encima, más allá, por detrás de las hojas
de los árboles. El tráfico suena
y campanas doblan con su sonido de plata
la hora, una melodía, mi amigo
Pierrot. La hora violeta:
el césped verde violento.
Una haya llorona es gris,
una haya roja es rojo cobre.
Cuelgan las redes de tenis
inútiles en la quietud inútil.
Un auto arranca y
susurra a lo que pronto será la noche.
Una pelota de tenis es golpeada.
Un tábano desaparece.
Un cigarrillo que humea.
Un día (tantos y tan pocos)
muere bajando por un cielo endurecido
y las hojas son hojas de cuaderno sobre mi regazo
apenas visibles
en la luz ya sin capas.

De The Morning of The Poem (1980)

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