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jueves, 2 de septiembre de 2010

1055.- PETER HUCHEL


Peter Huchel fue uno de los poetas más importantes de la extinta República Democrática de Alemania. Nació en Berlín en 1903 y fue director artístico de Radio Berlín y, posteriormente, de la revista literaria Sinn und Form, probablemente la más prestigiosa de la Alemania Oriental. En 1962, fue apartado de la dirección de la revista, públicamente censurado y forzado al exilio interior. Tras muchas presiones de Occidente, en 1971 pudo abandonar al fin la República Democrática. Murió en 1980 en Alemania Occidental, después de haber recibido el reconocimiento internacional a su poesía. Carreteras, carreteras (Chausseen, Chausseen) es uno de sus mejores libros de poemas.





A LOS SORDOS OÍDOS DE LAS GENERACIONES

Era un país con cien fuentes.
Llevad agua para dos semanas.
El camino está vacío, el árbol quemado.
La desolación absorbe el aliento.
La voz se convierte en arena
y se arremolina alta y sostiene el cielo
con una columna que se desmorona.

Después de mucha distancia otro río muerto.
Los días vagan por el junco
y arrancan lana de los cirios negros.
Y una piel de verdín tapona
el agujero del agua,
como podrida moneda de cobre allá en el cieno.

Piensa en la lámpara
de la tienda bordada en oro del joven Africanus:
no permitió que su aceite siguiera ardiendo,
pues el fuego arreciaba lo suficiente
para alumbrar las diecisiete noches.

*

Polibio cuenta acerca de las lágrimas
que Escipión ocultó en el humo de la ciudad.
Después cortó el arado
por entre ceniza, hueso y escoria.
Y quien lo escribió, pasó el lamento
a los sordos oídos de las generaciones.






SALMO

Que de la semilla del hombre
no surja
hombre alguno
y de la semilla del olivo
olivo alguno,
eso hay que medirlo
con el codo de la muerte.

Los que allí habitan
bajo la tierra
en una esfera de cemento,
su fuerza iguala
al tallo
bajo el azote de la nieve.

La desolación se hace historia.
Las termitas la escriben
con sus pinzas
en la arena.

Y no se indagará sobre
una especie
celosamente empeñada
en aniquilarse.



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Otoño de los mendigos

En el seto de zarzamoras, la madera
quebradiza, dïo muchos frutos hacia afuera,
tostados por el sol, muy térreos,
y frescos de lluvia por dentro.

Los que descansan por la noche al raso
peinaron el follaje,
antes de que, en zapatos con remiendos de alambre,
los alejara bajo el polvo el paso.

Arbustos de octubre, húmedos y deshojados,
hendidura de nueces descompuestas,
en hierba que la escarcha ha congelado,
la fría dentellada de la niebla.

Vaciado, como un panal,
absorto, el girasol mira.
El viento, que entre espinas se desliza,
como un cuchillo es duro al tintinear.






Sibila del verano

Septiembre arroja lejos el panal
de la luz, más allá de los jardines rocosos.
Aún no quiere morir la sibila del verano.
Con el pie en la niebla y rígida la faz,
vigila el fuego en el hogar frondoso;
cáscaras de almendras, como urnas en pedazos,
yacen allí dispersas, en dura, herbosa senda.
La inclinada hoja de la caña el agua ha grabado.
La arañas vïajan, hilos vuelan.
Aún no quiere morir la sibila del verano.
Anuda a los árboles su pelo.
En podredumbre abierta el higo alumbra.
Y blanca y redonda cual huevo de lechuza
brilla de noche la luna en ramaje cenceño.






Sin respuesta

Sobre la flotante cabeza de niebla
del roble
se posa la corneja.
El tirante está vacío.

Sombras de secos
pámpanos
en el cielo raso.
Signos,
escritos
por la mano de un mandarín.

El alfabeto
que posees,
no alcanza,
para dar respuesta
a la escritura indefensa.

(Traducción: Héctor A. Piccoli)


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INFORME DEL PÁRROCO SOBRE LA DECADENCIA
DE SU CONGREGACIÓN

Cuando Cristo descendió ardiendo de la cruz-
¡oh horror mortal!
clamaron las trompetas broncíneas
de los ángeles, volando en la tormenta de fuego.
Ondeaban ladrillos como hojas rojas.
Y aullando se quebró en la torre vacilante
y arrojando sillares el muro,
como si estallara el núcleo de hierro de la tierra.
¡Oh, ciudad en llamas!
Oh, claro mediodía, encarcelado en gritos-
como un rescoldo de heno se esparció el cabello
de las mujeres.
Y donde ellos disparaban en vuelo rasante a los
que huían,
allí la tierra, el cuerpo del señor, yacía desnuda
y sangrienta.

No era el derrumbamiento del infierno:
Huesos y cráneos como lapidados
por una gran cólera, que fundió incluso el polvo,
y unida a la luz aterrada
se desprendió la cabeza de Cristo de la cruz.
Volteaban atronadoras las escuadrillas.
A través de cielos rojos despegaron,
como si cortaran la arteria del mediodía.
Yo la vi hincharse, devorar, arder-
y revuelta estaba también la tumba.
¡Aquí no había ley alguna! Mi día era demasiado
corto para conocer a Dios.

Aquí no había ley alguna. Pues de nuevo lanzaba
la noche
desde fríos cielos escoria ardiente.
Y viento y humaredas. Y aldeas encendidas
como carboneras.
Y gente y ganado sobre la estrecha vereda.
Y por la mañana los muertos de la barraca del tifus,
que yo enterraba, sobrecogido de horror-
Aquí no había ley alguna. El sufrimiento escribía
con escritura cenicienta: ¿Quién puede resistir?
Pues próximo estaba el momento.

Oh, ciudad desolada, qué tarde era,
iban los niños, los ancianos
con pies polvorientos atravesando mi plegaria.
Por las calles agujereadas los veía caminar.
Y cuando se tambaleaban bajo la carga
y se derrumbaban con una lágrima helada,
por la niebla de las largas carreteras del invierno
nunca venía un Simón de Cirene.



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