Poeta, novelista y crítico, Philip Larkin nació en 1922, en Coventry, Inglaterra y murió en 1985. Hizo sus estudios secundarios en el King VIII School y posteriormente ingresó a la Universidad de Oxford, donde empezó a ser conocido como poeta. Su primer volumen de poesía, El engaño (1955), hizo que se reconociera su importancia como escritor al denunciar el entusiasmo político de la década de 1930 y los excesos emocionales de la poesía de la década de 1940. Larkin dijo una vez que su biografía podía empezar a los veintún años sin omitir nada importante. El escritor llegaría a ser considerado como uno de los poetas británicos más representativos del grupo The Movement, surgido en Gran Bretaña durante los años cincuenta. Otras obras destacables son El barco del norte (1945), una colección de poemas en la línea de W. B. Yeats y Las bodas de Pentecostés (1964). También fue novelista: Jill (1946) y Una chica en invierno (1947). Larkin fue bibliotecario de la Universidad de Hull a partir de 1955 y crítico de jazz del diario The Daily Telegraph (1961-1971. Escritura solicitada (1982) es un volumen de ensayos misceláneos. Su último libro de poemas es “Ventanas altas” - High Windows, 1974, London: Faber and Faber.
NADA QUE DECIR
Para países de maleza,
para nómadas entre rocas,
tatuadas y enanas tribus
y familias a cal y canto
en el alba gris de las fabricas,
la vida es un morirse lentamente.
Y son sus distintas maneras
de edificar y bendecir,
medir el amor y el dinero
modos de lenta muerte. El día
dedicado a matar un cerdo
o a tener una fiesta en el jardín;
las horas que dan testimonio
o traen hijos se encaminan
a la muerte igual de lentas.
Y hay para quienes todo esto
no significa nada, y otros
que se quedan sin nada que decir.
(de: Las bodas de Pentecostés,
Pre-textos, Valencia, 1991)
(Versión de Álvaro García)
IGNORANCIA
Raro no saber nada; no estar nunca seguro
de qué es bueno o real o verdadero:
tener que habilitar los me parece,
por lo visto es asi:
cualquiera sabe.
Raro desconocer el mecanismo de las cosas,
su arte para dar con lo que buscan,
su intuición de la forma, su siembra puntual,
su estar siempre dispuestas a los cambios;
es raro, sí-,
vestir, incluso, tal conocimiento
—nos rodea nuestra carne de decisiones suyas—
y de tal modo andar siempre entre imprecisiones,
que el día en que empezamos a morimos
seguimos sin idea del porqué.
(de: Las bodas de Pentecostés,
Pre-textos, Valencia, 1991)
(Versión de Álvaro García)
VENTANAS ALTAS
Cuando veo una parejita e imagino
que él se la folla y ella toma
píldoras o usa un diafragma,
sé que es ése el paraíso
que todo viejo soñó la vida entera:
ataduras y prejuicios desechados
como una cosechadora obsoleta, y los jóvenes
deslizándose sin límites, ladera abajo,
hacia la felicidad. Me pregunto si
cuarenta años atrás, mirándome, alguien
habrá pensado: Eso es vida;
nada de Dios, ni de sudar de noche
pensando en el infierno, ni de ocultar
lo que opinas del pastor. Ese y sus
amigos se deslizarán, maldita sea,
libres como pájaros. Y de inmediato,
más que en palabras, pienso en ventanas altas:
el cristal en donde cabe el sol y, más allá,
el hondo aire azul, que nada muestra,
y no está en ninguna parte, y es interminable.
(De: Ventanas altas,
Lumen, 1989)
(Traducción: Marcelo Cohen)
VERS DE SOCIETE
Mi esposa y yo hemos invitado a una gentuza
a que vengan a perder el tiempo a casa: ¿te atreves
a ser de la partida? Pero qué mierda, amigo.
Acaba el día.
La estufa respira, oscuramente los árboles se mecen.
Por lo tanto: Querido Warlock-Williams, lo lamento...
Gracioso lo difícil que es quedarse solo.
Podría pasarme, si quisiera, la mitad de las noches
sosteniendo una copa de jerez insulso, inclinado
para oír las tonterías de una zorra
que no ha leído otra cosa que revistas;
pensad en cuánto tiempo libre se ha escurrido
hacia la nada porque uno lo llenó
con caras y cubiertos, en vez de aprovecharlo
bajo una lámpara, oyendo cómo sopla el viento
y asomándose a ver la luna convertida
en navaja afilada por el aire.
Una vida, y sin embargo cuan duramente nos inculcan:
toda soledad es egoísta. Nadie hoy
cree al eremita de andrajos y escudilla
que habla con Dios (también éste se fue); el gran deseo
es tener gente que sea simpática con uno,
lo cual en cierto modo significa retribuirlo.
La virtud es social. ¿Entonces son estas rutinas
una forma de jugar a la bondad, como ir a misa?
¿Algo aburrido, que hacemos no muy bien
(interesarnos por la investigación de aquel idiota)
pero con sentimiento, pues, aun groseramente,
nos señala el buen ejemplo?
Demasiado sutil. Y decoroso, encima. Oh, diablos,
sólo los jóvenes son libres de estar solos.
Para tener compañía queda ahora menos tiempo
y a menudo permanecer bajo la lámpara
no ofrece paz, sino otras cosas.
Remordimiento y fracaso esperan en la sombra
susurrando Querido Warlock-Williams: por supuesto...
(De: Ventanas altas,
Lumen, 1989)
(Traducción: Marcelo Cohen)
EL PASADO COMO REFERENCIA
Esa era muy bonita, oí que me gritabas
desde el pobre vestíbulo hasta el pobre
cuarto en que yo ponía, con desgano,
un disco y otro disco,
perdiendo el tiempo en casa —algo que tú
tanto quisiste hacer.
Era el Riverside Blues, de Oliver. Y ahora
siempre recordaré, supongo, cómo
el tropel de las notas que esos negros antiguos
soplaron con el aire de Chicago
en las grandes cornetas de nostalgia, preeléctricas,
en el año siguiente al que nací
tres decadas después, tendió de pronto un puente
de tu pobre vejez
a mi juventud pobre.
La verdad es que, aunque el tiempo es nuestro
medio,
cuesta mucho adaptarse a las distancias largas
que se abren en la vida a cada instante.
Lo unen a uno a sus pérdidas. Peor,
muestran lo que tenemos bajo su antigua forma,
sin merma, deslumbrante, como si,
con un comportamiento diferente,
lo hubiéramos podido conservar.
(de: Las bodas de Pentecostés,
Pre-textos, Valencia, 1991)
(Versión de Álvaro García)
SITIOS Y AMANTES
No, nunca he encontrado
el lugar donde pueda
decir ésta es mi tierra,
aquí me quedaré;
ni a ese ser especial
con súbito derecho
sobre cuanto poseo,
incluido mi apellido;
hallarlos tal vez prueba
que otra opción no se quiere
sobre sitios o amantes:
les pides que te dejen
irrevocablemente
para no ser culpable
si la ciudad se vuelve dura,
o tonta la niña.
Pero, al no hallarlos nunca,
tu sino es comportarte
como si lo que aceptas
te hubiese encandilado;
y más vale olvidarse
de pensar que uno pueda
encontrar todavía,
si no le han hecho falta,
su hogar o su pareja.
(de: Las bodas de Pentecostés,
Pre-textos, Valencia, 1991)
(Versión de Álvaro García)
CONVERSAR EN LA CAMA
Debiera ser muy fácil conversar en la cama,
tan lejos se remonta ese yacer ahí juntos:
símbolo de franqueza entre dos seres.
No obstante, pasa y pasa calladamente el tiempo.
Afuera, la incompleta agitación del viento
hace y deshace nubes por el cielo
y el horizonte es cúmulo de ciudades oscuras.
Nada nos hace caso. Nada demuestra cómo
a esta distancia única del aislamiento
se vuelve aún más difícil encontrar
palabras a la vez ciertas y amables,
o no del todo falsas y groseras.
(de: Las bodas de Pentecostés,
Pre-textos, Valencia, 1991)
(Versión de Álvaro García)
ESTUDIO SOBRE LOS HÁBITOS DE LECTURA
Antes, cuando enfrascarme en algún libro
me salvaba de todo excepto del colegio,
merecía la pena destrozarse la vista
para saber que aún podía estar tranquilo
e ir dando viejos ganchos de derecha
a tipos asquerosos de dos veces mi talla.
Más tarde, con un dedo de cristal en las gafas,
el mal era mi juego favorito:
yo, mis colmillos y mi capa negra
pasamos una época estupenda en lo oscuro.
Castigué a las mujeres con el sexo:
como a merengues las hacía trozos.
Ahora no leo mucho: ya estoy harto
del que deja a la chica antes que llegue el héroe
y del chino que tiene un almacén.
Los tengo ya muy vistos. Al diablo:
los libros me parecen una mierda.
(de: Las bodas de Pentecostés,
Pre-textos, Valencia, 1991)
(Versión de Álvaro García)
LOS ÁRBOLES
Los árboles ya dan retoños
como algo no del todo dicho;
brotes recientes, calmos, se dispersan
en un verdor que es casi una pena.
¿Es acaso que vuelven a nacer
y nosotros declinamos? No, pues también ellos
mueren. El repetido ardid de renovarse
queda escrito en anillos de madera.
Y sin embargo, incansables, cada mayo
los castillos se desgranan en plena densidad.
Ha muerto un año, parece que dijeran;
comienza, comienza tú también de nuevo.
(De: Ventanas altas,
Lumen, 1989)
(Ttraducción: Marcelo Cohen)
LOS VIEJOS BOBOS
¿Qué creerán que ha pasado, los viejos bobos,
para que estén así? ¿Supondrán quizá que en cierto modo uno
es más maduro cuando le cuelga la quijada, y se babea,
y se mea a cada rato, y no recuerda
quién llamó por la mañana? ¿O que, si lo quisieran,
podrían volver a la noche que bailaron hasta la madrugada,
o al día de su boda, o a un septiembre de brazos enlazados?
¿O se imaginarán que en realidad nada cambió
y siempre se comportaron como inválidos o paralíticos,
o pasaron los días en un continuo, sutil sueño, mirando el flujo
de la luz. Si no lo creen (y si no pueden), qué raro es:
¿por qué no gritan?
Al morir uno se rompe: los pedazos que uno era
empiezan a dispersarse velozmente para siempre,
sin testigos. Cierto, es tan sólo olvido: antes
ya lo conocimos. Pero entonces era pasajero
y continuamente se fundía con el afán inigualable
de que se abriera la flor de innumerables pétalos
del estar aquí. La próxima vez no vamos a poder fingir
que hay algo por delante. Y son éstos los primeros signos:
no haber oído quién, no saber cómo; la capacidad
de elegir, perdida. El aspecto los delata:
manos de sapo, pelo ceniciento, cara de pasa...
¿cómo pueden ignorarlo?
Quizá ser viejo sea tener cuartos iluminados
en la cabeza, y dentro gente actuando.
Gente conocida, pero sin nombre cierto; cada persona alzándose
como una pérdida devuelta, asomándose por puertas familiares,
girando una lámpara, sonriendo en la escalera, tomando
del estante un libro conocido; o a veces solamente
los cuartos mismos, sillas y fuego en el hogar,
la mata agitada en la ventana, o la amistad
tenue del sol en la pared, cuando cesa la lluvia,
en una solitaria tarde de verano. Allí viven:
no aquí y ahora, sino donde todo sucedió una vez.
Por eso dan una sensación
de confundida ausencia, porque aunque intenten
estar allí, aquí se quedan. Pues los cuartos se alejan
dejando un frío incompetente, el gasto continuo
de tomar aliento, y ellos, encogidos, al pie de la montaña
de la extinción, los viejos bobos, sin advertir
cuán cerca está. Quizá por eso están tranquilos:
para ellos, el pico que siempre tenemos todos a la vista
ya es tierra elevada. ¿Acaso no vislumbran nunca
qué los demora, y cómo acabará? ¿Ni por la noche?
¿Ni cuando llega gente extraña? ¿Ni una vez siquiera
en toda la odiosa inversión de la niñez? Bien,
ya lo descubriremos.
(De: Ventanas altas,
Lumen, 1989)
(Traducción de Marcelo Cohen)
El EDIFICIO
Más alta que el hotel más elegante
la cresta luminosa se divisa desde lejos, pero ved,
alrededor suben y bajan callejuelas
como un gran suspiro del siglo pasado.
Son despreciables los conserjes; los vehículos
que llegan no son taxis; y en el vestíbulo, además
de enredaderas, cuelga un olor amenazante.
Hay novelitas, y té en las muchas tazas,
como en los aeropuertos, pero esos que dóciles ocupan
las hileras de sillas de acero, hojeando revistas ajadas,
no vienen de lejos. Las ropas de salir,
las bolsas de compras medio llenas, las inquietas caras
resignadas parecen de autobús local, sí bien
cada tanto aparece una especie de enfermera
para llevarse a alguno: los demás apoyan
la taza en el platito, tosen o buscan en el suelo
un guante o un papel caído. Humanos, sorprendidos
en campo curiosamente neutro, con nombres y hogares
en suspenso repentino; jóvenes algunos,
otros viejos, la mayoría de esa vaga edad que marca
el fin de las opciones, la última esperanza; y todos
vienen a confesar que hay algo que no anda.
Ha de tratarse de un defecto serio,
pues mirad cuántos pisos exige, a qué altura
está llegando y cuánto dinero se ha invertido
en corregirlo. Fijaos en la hora,
las once y media de un día laborable,
y en estos excluidos de él; mirad, en tanto suben
a los niveles señalados, cómo sus ojos se investigan
mutuamente, imaginando; en el camino alguien
pasa empujado sobre ruedas, en gastadas sábanas de guardia.
También ellos lo ven. Están tranquilos. Descubrir
que comparten algo nuevo los serena,
pues tras las puertas hay habitaciones, y tras éstas otras,
y más habitaciones todavía, cada cual más lejos
y de retorno más difícil, ¿y quién sabe
cuál verá, y cuándo? Por el momento esperan,
la mirada en el patio. Fuera todo es harto viejo:
ladrillos, caños revestidos, y alguien caminando
hacia el aparcamiento, libre. Más allá del portón,
el tráfico; una iglesia bajo llave; breves calles en terraza
donde juegan niños, y muchachas con peinados
van a las tintorerías... Oh, mundo,
tus amores, tus azares, están fuera del alcance
de las manos que aquí esperan. Irreales, pues,
son un sueño tocante en donde caemos todos con el mismo arrullo,
pero del cual despertamos separados. Vanidad, en él,
e ignorancia protectora se congelan
para acarrear la vida, y sólo se derrumban
cuando nos llaman a un pasillo (pues ahora la enfermera
vuelve a hacer señas...). Cada uno al fin
se levanta y va. Algunos saldrán al mediodía, o a las cuatro.
Otros, sin saberlo, han venido a unirse
a la congregación oculta que en hileras blancas
yace apartada, arriba: mujeres, hombres,
jóvenes, viejos; crudas caras de la única moneda
que se acepta aquí. Todos saben que morirán.
No aún, tal vez, no aquí, pero algún día
y en un sitio como éste. Tal el significado
de este peñasco regular; un afán de trascender
la idea de la muerte, pues salvo que su poder supere
al de las catedrales, nada impide
que el ocaso llegue, aunque multitudes lo intenten cada tarde
con débiles, pródigas flores propiciatorias.
(De: Ventanas altas,
Lumen, 1989)
(Traducción de Marcelo Cohen)
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