Algunos títulos de su poesía son: Dark Harbour (1993), The Late Hour (1978), The Story of our Lives (1973), Darker (1970).
SIN TÍTULO
En cuanto al poema La Adorable que llevas en el bolsillo,
que empezaba:” siempre pienso en nosotros,
los superhumanos, cómo
Pasamos aprisa diciendo: “Hola soy fulano de tal, y tú,
¿Quién eres?”,
Hace años que te tomaste la molestia de leerlo. Pero ahora,
bajo esta luz de espliego a la sombra de los pinos el
momento
Parece adecuado. La ceniza de una pasión, el
desfiguramiento de las imágenes
Página abajo es todo lo que queda. Y ella era hermosa,
Y el poema, eso pensabas entonces, también lo era.
El espliego se convierte en ceniza. Desaparecen las nubes.
¿Donde
Está ella ahora? ¿Dónde está aquel muchacho que
permanecía durante horas
junto a su casa, que supo demasiado tarde que siempre hay algo
A punto de ocurrir, justo cuando no sirve de nada?.
ME VA A ENCANTAR EL SIGLO XXI
La cena se enfriaba. Los invitados, con la esperanza de los
Habituales
Encuentros, rápidos, fríos y caprichosos, estaban echados
En los dormitorios, las patatas estaban duras: las alubias,
Blandas; la carne…
No había carne, el sol de invierno había vuelto amarillos
Los olmos y las casas,
Los ciervos bajaban por la carretera como si fueran
Refugiados; en el camino, unos gatos
Se calentaban sobre el motor de un atomóvil. Luego un
Hombre se dio la vuelta
Y me dijo:” aunque amo el pasado, su oscuridad,
Su peso que nada nos enseña, su pérdida, su todo
Que no pide nada, me va a encantar aún más el siglo XXI,
Pues veo en él a alguien en albornoz y zapatillas, con ojos
Castaños y pobre,
Que camina sobre la nieve sin dejar tras de sí ni siquiera una huella”.
“ah”, dije mientras me ponía el sombrero, “ah”.
LA NOCHE, EL PORCHE
Mirar fijamente sin ver nada es aprender de memoria
Aquello a lo que se nos arrastrará a todos; protegerse
Del viento es sentir que lo inasible se halla en algún lugar
Cercano.
Los árboles pueden mecerse o estar quietos. El día o la
Noche pueden ser lo que quieran.
Lo que deseamos, más que una estación o el tiempo, es la
Comodidad
De ser desconocidos, al menos para nosotros mismos. Ésta
Es la dificultad
Del asunto, que es por lo que ahora mismo parece que
Estuviéramos esperando
Algo cuya aparición sería en realidad su desaparición …
El sonido, pongamos, de unas hojas que caen o sólo el de
Una hoja
O menos. No tiene límite lo que podemos aprender. El
Libro de ahí afuera
Nos dice eso y no se escribió pensando en nosotros.
Mark Strand, Tormentas de uno mismo, Edición
y Traducción de Dámaso López García,
Editorial Visor, Madrid, 2009.
LOS RESTOS
Yo me vacío del nombre de los otros. Vacío mis bolsillos.
Vacío mis zapatos y los dejo al borde de la ruta.
En la noche retraso los relojes;
Abro el álbum familiar y observo al muchacho que fuí.
Digo mi propio nombre. Yo digo adiós.
Las palabras se siguen viento abajo.
Amo a mi esposa pero la aparto de mí.
Mis padres se levantan de sus tronos
hacia el lechoso cuarto de nubes. ¿Cómo puedo cantar?
El tiempo me dice lo que soy. He cambiado y soy el mismo.
Yo me vacío de mi vida y mi vida permanece.
(Traducción de José Alejandro Peña)
EL CUARTO
Es una vieja historia, la foma en que sucede
alguna vez en invierno, no alguna vez.
El que la oye se ha dormido.
Las puertas del closet de su infelicidad abren
y la desdicha entra a su cuarto--
muerte al amanecer
muerte al anochecer,
sus alas de madera abanican el aire,
sus sombras la leche destilada grita el mundo.
Hay una necesidad de finales sorprendentes,
el verde prado donde las vacas arden
como papel de imprenta,
donde los campesinos se sienta y rompen
donde nada, cuando sucede, es demasiado terrible.
(Traducción de José Alejandro Peña)
UNA MAÑANA
La he llevado conmigo cada día: aquella mañana
en que saqué la barca de mi tío de la caleta oscura
con rumbo a Mother Island.
Pequeñas olas salpicaban el casco
y el crujido hueco del remo y el escálamo se alzaba
sobre bosques de pino negro encostrados de liquen.
Me deslicé como una estrella oscura, a la deriva sobre la otra
mitad hundida del mundo, hasta que, inducido por algo lejano,
miré por encima de la borda y vi bajo la superficie
una estancia luminosa, una tumba iluminada, vi por primera vez
el único sitio claro que nos es dado cuando estamos solos. ~
(Versión de Julián Jiménez Heffernan)
EL BARCO FANTASMA
En las calles muy concurridas,
flota
como el viento es su
vago tonelaje.
Se desliza entre
el dolor de las barriadas pobres
y los lejanos campos.
Ahora con lentitud
cerca de un buey,
o junto a un molino ahora,
se mueve.
Pasa en la noche
como un sueño de muerte
que no podemos escuchar.
A escondidas
va
bajo las estrellas.
y los pasajeros y marinos
miran fijamente;
sus ojos
más blancos están que los huesos.
No giran a ningún lado ni se cierran.
(Traducción Juan Sánchez-Peláez)
MANCHA LUNAR
a Donald Justice
El frente de la casa
de un azul pálido
se yergue ante mí
como un muro de hielo
y el solitario,
distante
aullar de un búho
me llega cercano.
Entrecierro los ojos.
En el oscuro,
fresco jardín
las flores se mueven
de acá para allá
como pequeños globos.
Los árboles solemnes
sepultados por una nube de hojas
parecen dormir profundamente.
Es ya tarde.
Me tiendo en la hierba,
prendo un cigarrillo,
y en completo reposo
me engaño diciéndome
que el final será también así.
La luz de la luna
cae sobre mi cuerpo.
La brisa
me rodea las muñecas.
Me dejo llevar.
Tiemblo.
Sé que pronto
vendrá el día
para borrar la mancha
blanca de la luna,
y que caminaré bajo el sol de la mañana
invisible
como todos.
(Traducción Juan Sánchez-Peláez)
OTRO LUGAR
Entro en la luz
que hay
no enceguece
ni es suficiente para vislumbrar
lo que ha de venir
sin embargo veo
el agua
el único bote
un hombre que está de pie
es alguien que no conozco
este es otro lugar
la luz que hay cubre como una red
la nada
lo que ha de venr
había sido
esto antes:
el espejo donde el dolor duerme
el país que nadie visita.
(Traducción Juan Sánchez-Peláez)
MI HIJO
(a la manera de Carlos Drummond de Andrade)
Mi hijo
mi único hijo
el que no tuve
sería ya un hombre.
Descarnado y sin nombre
se mueve
en el viento.
A veces
viene
y reclina su cabeza
más liviana que el aire
sobre mi hombro
y yo le pregunto,
Hijo,
¿dónde te hallas,
dónde te ocultas?
Y él me responde
con un hálito frío,
No lo advertías
aunque llamé
y llamé
y continúo llamando
desde un lugar
lejano,
más allá del amor,
donde nada,
todo,
quiere nacer.
(Traducción Juan Sánchez-Peláez)
ASADO AL CALDERO
Miro la carne
que está en rebanadas
sobre mi plato
y la voy cubriendo con
su propio jugo de zanahoria y cebolla.
Y por esta vez no me duele
el transcurrir del tiempo.
Sentado junto a una ventana
frente a
bloques de edificios
negros de hollín
no me preocupa no ver
ninguna cosa viviente,
ni un pájaro, ni un ramaje en flor,
ni un alma que se mueva
en las habitaciones
detrás de los cristales oscuros.
En estos tiempos
donde hay poco
que amar o alabar
no es quizás exagerado
rendirse al poder de los alimentos.
Así, bajo la cabeza
y aspiro
el aroma que se levanta
de mi plato, y pienso
en la primera vez que probé un asado
igual a éste.
Fue hace años
en Seabright,
Nova Scottia;
mi madre se inclinó
para llenarme el plato
y cuando terminé
lo llenó de nuevo.
Recuerdo aún el sabor de la salsa,
su olor a ajo y apio,
y que la chupaba con trozos de pan.
Ahora la pruebo de nuevo.
La carne de la memoria,
la carne que no se altera.
Alzo el tenedor
para comer.
(Traducción Juan Sánchez-Peláez)
EL COLEGIO CONTINENTAL DE BELLEZA
Cuando el Colegio Continental de Belleza abrió sus puertas,
pudimos ver a la entrada muchos cuadros de viejos maestros,
y recorrimos salones con esculturas reclinadas
sobre los pisos de mármol.
Y nos sentimos conmovidos, pero no por mucho tiempo.
Más adelante llegamos a un patio que invadía la maleza.
Esto también nos conmovió, pero repentinamente
cabeceábamos de sueño.
El sol estaba saliendo,
una bruma violácea surgía del mar.
Los cerros de la costa se fueron poniendo rojos,
y a varias personas en la playa los alcanzó esa llamarada.
Algo nuevo ocurrió entonces: la llamarada cesó.
El sol continuaba su rumbo.
En los lagos tierra adentro brotaron destellos
durante el amanecer.
Desde las montañas bajaba una sombre fría y azulada
hasta el fondo de los valles,
y ciudades lejanas despertaron: esto era lo que esperábamos.
Cuán de prisa estuvo ante nosotros el mundo grande e inconcluso
cuando el Colegio Continental de Belleza abrió sus puertas.
(Traducción Juan Sánchez-Peláez)
EL FINAL
Mientras zarpa la nave y observa el muelle
ningún hombre conoce la canción que cantará al final
ni lo que pasará cuando esté atrapado, inmóvil, entre los rugidos
del océano sin posibilidad o esperanza de retorno, allá al final.
Cuando no haya más tiempo para podar las rosas
o acariciar el gato, y el crepúsculo que enciende el césped
y la luna llena que lo refresca no existan,
ningún hombre sabrá cómo reemplazarlos.
Cuando el peso del pasado se apoye en la nada
y el firmamento sea apenas una luz en el recuerdo
y las historias de cirrus y cúmulus lleguen a su término
y las aves permanezcan suspendidas en su vuelo,
ningún hombre sabe lo que le espera, o la canción que cantará
cuando la nave donde viaja entre a lo oscuro, allá al final.
(Traducción Juan Sánchez-Peláez)
DEJAR LAS COSAS INTACTAS
En un campo
yo soy la ausencia
de campo.
Esto es
siempre así.
Donde sea que esté
yo soy lo que falta.
Cuando camino
parto el aire
y siempre
el aire ingresa
a llenar los espacios
donde ha estado mi cuerpo.
Todos tenemos razones
para movernos.
Yo me muevo
para dejar las cosas intactas.
(Traducción de G. A. Chaves, 2010)
EL MATRIMONIO
El viento viene de polos opuestos
y viaja despacio.
Ella se vuelve hacia el aire profundo.
Él camina por las nubes.
Ella se alista,
se sacude el cabello,
se arregla los ojos,
sonríe.
El sol calienta sus dientes,
la punta de su lengua los humedece.
Él se sacude el polvo de su traje
y se endereza la corbata.
Él fuma.
Pronto se conocerán.
El viento los acerca cada vez más.
Ellos se saludan.
Más cerca, cada vez más cerca.
Se abrazan.
Ella tiende una cama.
Él se quita los pantalones.
Se casan
y tienen un hijo.
El viento se los lleva
en direcciones distintas.
El viento es fuerte, piensa él
y se endereza la corbata.
Me gusta este viento, dice ella
y se pone el vestido.
El viento se abre en un soplido.
El viento es todo para ellos.
(Traducción de G. A. Chaves, 2010)
CARTA
A Richard Howard
Los hombres corren a través de un campo,
de sus bolsillos caen lapiceros.
La gente que sale a caminar los recogen.
Esa es una de las formas en que se escriben las cartas.
¡Cómo caen las cosas en los otros!
El ser ya no me pertenece a mí, sino que duerme
en la sombra de un extraño, y le da vestido
a ese extraño, e incluso lo guía.
Es mediodía cuando te escribo.
La vida de alguien ha llegado a mis manos.
El sol emblanquece los edificios.
Es todo lo que tengo. Te lo doy todo. Tuyo,
(Traducción de G. A. Chaves, 2010)
De: ELEGÍA A MI PADRE
Robert Strand 1908-1968
5. Luto
Guardan luto por vos.
Cuando te levantás a medianoche,
y el rocío brilla en la piedra de tus mejillas,
guardan luto por vos.
Te llevan de vuelta a la casa vacía.
Las sillas y mesas las llevan para adentro.
Te obligan a sentarte y te enseñan a respirar.
Y tu aliento quema,
quema la caja de pino y las cenizas caen como luz de sol.
Te dan un libro y te piden que leás.
Escuchan y sus ojos se llenan de lágrimas.
Las mujeres acarician tus dedos.
Te peinan y le devuelven el amarillo a tu pelo.
Te afeitan la escarcha que tenés en la barba.
Te masajean los muslos.
Te ponen ropas finas.
Te frotan las manos para mantenerlas calientes.
Te dan de comer. Te ofrecen dinero.
Se ponen de rodillas y te ruegan no morir.
Cuando te levantás a medianoche guardan luto por vos.
Cierran sus ojos y susurran tu nombre una y otra vez.
Pero ya no pueden arrastar de tus venas la luz enterrada.
Anciano: igual levantate y seguí levantándote; ya de nada sirve.
De la forma en que pueden guardan luto por vos.
(Traducción de G. A. Chaves, 2010)
Uno de los textos más divertidos y sugerentes sobre traducción poética que he leído nunca es esta breve pieza en cinco partes que su autor, el poeta norteamericano Mark Strand (aunque nacido en Prince Edward Island, Canadá, en 1934), incluyó originalmente en su libro de poemasThe Continuous Life (1990;La vida continua). Once años después, en 2001, volvió a ver la luz dentro de un compendio de ensayos titulado The Weather of Words (Alfred A. Knopf, 2001; El clima de las palabras). El texto (¿poema? ¿ensayo?) habla por sí solo y no requiere glosa o comentario. Es irónico, es ameno, y en sus cinco partes Strand desmonta con frescura y rotundidad algunos tópicos sobre el tema, además de rendir un sentido homenaje a Borges. ¿Qué más se puede pedir?
JORDI DOCE
Traducción
I
Hace algunos meses, mi hijo de cuatro años me dio un sobresalto. Se había agachado y estaba limpiándome los zapatos cuando alzó los ojos y dijo: «Mis traducciones de Palazzeschi no van por buen camino».
Retiré el pie de inmediato: «¿Tus traducciones? Ignoraba que supieras traducir».
«No me has prestado mucha atención últimamente –respondió–. He tenido grandes dificultades a la hora de decidir cómo quiero que suenen mis traducciones. Cuanto más atentamente las miro, menos seguro estoy de cómo han de ser leídas o comprendidas. Y, dado que soy un poeta incipiente, cuanto más se parezcan a mis propios poemas, menos probable es que tengan alguna calidad. Trabajo sin cesar, haciendo infinidad de cambios, con la esperanza de llegar por algún milagro a la versión adecuada en un inglés que no soy capaz de imaginar. Ha sido duro, papá.»
La visión de mi hijo bregando con Palazzeschi hizo que me saltaran las lágrimas. «Hijo mío –dije–, deberías traducir a un poeta joven, alguien de tu edad, que no haya escrito buenos poemas. De este modo, si tus traducciones son malas, no tendrá importancia.»
II
La maestra de mi hijo en la guardería vino a verme. «No sé alemán», dijo, mientras se desabrochaba la blusa y el sujetador y los dejaba caer al suelo. «Pero siento la necesidad de traducir a Rilke. Ninguna de las traducciones que he leído me parece buena. Si las combinara todas, estoy segura de que podría conseguir algo mejor.» Se bajó la falda. «He leído que Rilke es una especie de Gerald Manley Hopkins en alemán, así que tendré El naufragio del Deutschland a mano. Algo me tiene que influir, a la fuerza. No sé bien qué poemas traduciré, pero me inclino por lasElegías de Duino, pues se parecen más a mis propios poemas. Por supuesto, asistiré a clases de alemán mientras trabaje.» Se quitó las medias. «Bien –preguntó–, ¿qué te parece?»
«Eres una de esas personas –dije–, que piensa que la traducción es una lectura, no del texto original, sino de todas las demás traducciones que están a su alcance. ¿Por qué gastar dinero en clases de alemán si tu traducción se nutre en realidad de traducciones ya publicadas?» Luego, mientras extendía la mano para espantar una mosca de su cabello, proseguí: «Tu estrategia es la del editor: corriges la traducción de otro hasta que suena como tú quieres, sorteando la etapa más importante en la conversión de un poema en otro: el estadio inicial que cifra la originalidad de tu lectura y que consiste en encontrar equivalentes aproximados. Incluso si trabajas con alguien que sepa alemán, no serás más que el editor de esa persona, pues será ella quien dé el primer paso, y, por mucho que racionalice su elección, la habrá hecho de forma intuitiva o automática».
«¿Me estás diciendo que no debería traducir?», dijo ella.
III
«¿Qué sucede?», le dije al marido de la maestra de la guardería.
«He decidido no dedicarme a la traducción a fin de salvar mi matrimonio –dijo–. Había pensado en traducir los poemas de Jorge de Lima, pero no sabía cómo.» Se secó la humedad del labio superior con un pañuelo de papel arrugado. «Pensé que tal vez una traducción debía sonar como una traducción, de modo que el lector supiera que aquello que estaba leyendo tenía una vida anterior en otra lengua y no había sido concebido en inglés. Pero no era capaz de escribir en un estilo que hiciera pensar al lector que lo que estaba leyendo era mejor cuando aún no había pasado por mis manos. Dignificar el poema a costa de la traducción me parece un procedimiento tan perverso como borrar el original con una traducción. No sólo eso», dijo, mientras secaba mi labio superior con el pañuelo, y me acariciaba la mejilla con el dorso de su mano, «sino que si el idioma poético dominante de una época determina cómo ha de traducirse un poema (y en general es así), también ha determinar qué poemas deberían ser traducidos. Es decir, en un periodo dominado por un estilo coloquial y de bajos vuelos, las formulaciones barrocas y exhibicionistas no están bien vistas. Así pues, ¿qué debería hacer un traductor? ¿Debería adoptar un estilo antiguo? ¿O ello resultaría en una parodia de la vitalidad, candor y naturalidad del original? Aunque Jorge de Lima es un poeta del siglo veinte, su variedad de modernismo está pasada de moda y no encaja bien con la poesía que se escribe hoy en día. Hasta donde se me alcanza, con sus poemas no se puede hacer nada.» Y acto seguido echó a andar por la calle hasta esfumarse.
IV
Para huir de este parloteo incesante sobre traducción, me fui a acampar solo en el sur de Utah. Estaba a punto de encender la hoguera cuando un hombre desnudo de cintura para arriba salió de la tienda vecina, se incorporó, y comenzó a cortarse las uñas. «Usted no sabe quién soy –dijo–, pero yo sí sé quién es usted.»
«¿Quién es usted?», pregunté.
«Me llamo Bob –dijo–. He pasado los veinte primeros años de mi vida en Pôrto Velho y creo que Manuel Bandeira es el gran poeta desconocido del siglo veinte. Desconocido, claro está, en el mundo de habla inglesa. Quiero traducirle.» Luego entrecerró los ojos. «Enseño portugués en la Universidad del Sur de Utah; el portugués es una lengua muy necesaria ya que pocas personas saben que existe. Esto no le va a gustar, pero la poesía norteamericana contemporánea no me interesa y no veo por qué esta circunstancia debería impedirme traducir poemas. Siempre puedo conseguir que uno de los poetas locales le eche un vistazo a lo que he hecho. Para mí, lo que importa es el significado.»
Aturdido por sus cejas perfiladas y su fino bigote, le respondí en un tono algo injusto: «Ustedes, los profesores de lengua, son todos iguales. Poseen un conocimiento de la lengua original y tal vez cierto conocimiento del inglés, pero eso es todo. Lo más probable es que sus traducciones sean versiones literales sin resonancia ni personalidad poéticas. Ustedes son los primeros en declarar la imposibilidad de traducir, pero menosprecian cualquier intento de reducir esa dificultad.» Y acto seguido guardé mis cosas, deshice la tienda y regresé a Salt Lake City.
V
Estaba en la bañera cuando Jorge Luis Borges tropezó con la puerta. «Tenga cuidado, Borges –grité–. El suelo es resbaladizo y usted está ciego.» Luego, mientras me enjabonaba el pecho, le dije: «Borges, ¿alguna vez se ha parado a pensar en lo que supone en una afirmación como ‘Traduzco a Apollinaire al inglés’ o ‘Traduzco a De la Mare al francés’? ¿Es decir, que tomamos la obra fuertemente idiosincrásica de un individuo y la vertemos a una lengua que pertenece a todos y a nadie, un sistema de significados tan general que permite no sólo malentendidos sino que se ponga en duda la posibilidad misma de permitir algo más?»
«Sí», me dijo, con aire resignado.
«¿Entonces no piensa –le dije– que es mejor dejar la traducción de poesía a aquellos poetas que sean dueños de un inglés que ellos mismos se han forjado, y que los profesores de lengua, que se sienten responsables de la lengua no en sus alteraciones sino en su totalidad monolítica, son los peores traductores? ¿No sería mejor concebir la traducción como una transacción entre idiomas individuales, entre, digamos, el italiano de D’Annunzio y el inglés de Auden? Si lo hiciéramos, podríamos acabar con esas discusiones irrelevantes sobre quién ha hecho una traducción correcta y quién no.»
«Sí», dijo. Parecía entusiasmarse.
«Digamos, pues –le dije–, que si la traducción es una suerte de lectura, la asunción o transformación de un idioma personal en otro, ¿no sería posible entonces traducir una obra escrita en la propia lengua de uno? ¿No sería posible traducir a Wordsworth o Shelley a Strand?»
«Descubrirá usted –dijo Borges– que Wordsworth se niega a ser traducido. Es usted quien debe ser traducido, quien debe convertirse, por mucho tiempo que le lleve, en el autor de El Preludio. Esto fue lo que le sucedió a Pierre Menard cuando tradujo a Cervantes. Él no quería componer otroQuijote (lo que sería fácil), sino el Quijote. Su admirable ambición era producir páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes. El método inicial que concibió era relativamente sencillo: aprender bien el español, abrazar de nuevo la fe católica, guerrear con los moros y los turcos, olvidar la historia europea entre 1602 y 1918, y ser Miguel de Cervantes. Componer el Quijote a comienzos del siglo diecisiete era una empresa razonable y necesaria, tal vez inevitable; a comienzos del veinte era casi imposible.»
«No casi –le dije–, sino totalmente imposible, pues a fin de traducir uno debe dejar de ser.» Cerré los ojos un segundo y me di cuenta de que, si dejaba de ser, nunca podría saberlo. «Borges…» Estaba a punto de decirle que la fuerza de un estilo debía medirse por su resistencia a ser traducido. «Borges…» Pero cuando abrí los ojos, él y el texto al que había sido llamado llegaron a su término.
Traducción J. D.
JORDI DOCE
Traducción
I
Hace algunos meses, mi hijo de cuatro años me dio un sobresalto. Se había agachado y estaba limpiándome los zapatos cuando alzó los ojos y dijo: «Mis traducciones de Palazzeschi no van por buen camino».
Retiré el pie de inmediato: «¿Tus traducciones? Ignoraba que supieras traducir».
«No me has prestado mucha atención últimamente –respondió–. He tenido grandes dificultades a la hora de decidir cómo quiero que suenen mis traducciones. Cuanto más atentamente las miro, menos seguro estoy de cómo han de ser leídas o comprendidas. Y, dado que soy un poeta incipiente, cuanto más se parezcan a mis propios poemas, menos probable es que tengan alguna calidad. Trabajo sin cesar, haciendo infinidad de cambios, con la esperanza de llegar por algún milagro a la versión adecuada en un inglés que no soy capaz de imaginar. Ha sido duro, papá.»
La visión de mi hijo bregando con Palazzeschi hizo que me saltaran las lágrimas. «Hijo mío –dije–, deberías traducir a un poeta joven, alguien de tu edad, que no haya escrito buenos poemas. De este modo, si tus traducciones son malas, no tendrá importancia.»
II
La maestra de mi hijo en la guardería vino a verme. «No sé alemán», dijo, mientras se desabrochaba la blusa y el sujetador y los dejaba caer al suelo. «Pero siento la necesidad de traducir a Rilke. Ninguna de las traducciones que he leído me parece buena. Si las combinara todas, estoy segura de que podría conseguir algo mejor.» Se bajó la falda. «He leído que Rilke es una especie de Gerald Manley Hopkins en alemán, así que tendré El naufragio del Deutschland a mano. Algo me tiene que influir, a la fuerza. No sé bien qué poemas traduciré, pero me inclino por lasElegías de Duino, pues se parecen más a mis propios poemas. Por supuesto, asistiré a clases de alemán mientras trabaje.» Se quitó las medias. «Bien –preguntó–, ¿qué te parece?»
«Eres una de esas personas –dije–, que piensa que la traducción es una lectura, no del texto original, sino de todas las demás traducciones que están a su alcance. ¿Por qué gastar dinero en clases de alemán si tu traducción se nutre en realidad de traducciones ya publicadas?» Luego, mientras extendía la mano para espantar una mosca de su cabello, proseguí: «Tu estrategia es la del editor: corriges la traducción de otro hasta que suena como tú quieres, sorteando la etapa más importante en la conversión de un poema en otro: el estadio inicial que cifra la originalidad de tu lectura y que consiste en encontrar equivalentes aproximados. Incluso si trabajas con alguien que sepa alemán, no serás más que el editor de esa persona, pues será ella quien dé el primer paso, y, por mucho que racionalice su elección, la habrá hecho de forma intuitiva o automática».
«¿Me estás diciendo que no debería traducir?», dijo ella.
III
«¿Qué sucede?», le dije al marido de la maestra de la guardería.
«He decidido no dedicarme a la traducción a fin de salvar mi matrimonio –dijo–. Había pensado en traducir los poemas de Jorge de Lima, pero no sabía cómo.» Se secó la humedad del labio superior con un pañuelo de papel arrugado. «Pensé que tal vez una traducción debía sonar como una traducción, de modo que el lector supiera que aquello que estaba leyendo tenía una vida anterior en otra lengua y no había sido concebido en inglés. Pero no era capaz de escribir en un estilo que hiciera pensar al lector que lo que estaba leyendo era mejor cuando aún no había pasado por mis manos. Dignificar el poema a costa de la traducción me parece un procedimiento tan perverso como borrar el original con una traducción. No sólo eso», dijo, mientras secaba mi labio superior con el pañuelo, y me acariciaba la mejilla con el dorso de su mano, «sino que si el idioma poético dominante de una época determina cómo ha de traducirse un poema (y en general es así), también ha determinar qué poemas deberían ser traducidos. Es decir, en un periodo dominado por un estilo coloquial y de bajos vuelos, las formulaciones barrocas y exhibicionistas no están bien vistas. Así pues, ¿qué debería hacer un traductor? ¿Debería adoptar un estilo antiguo? ¿O ello resultaría en una parodia de la vitalidad, candor y naturalidad del original? Aunque Jorge de Lima es un poeta del siglo veinte, su variedad de modernismo está pasada de moda y no encaja bien con la poesía que se escribe hoy en día. Hasta donde se me alcanza, con sus poemas no se puede hacer nada.» Y acto seguido echó a andar por la calle hasta esfumarse.
IV
Para huir de este parloteo incesante sobre traducción, me fui a acampar solo en el sur de Utah. Estaba a punto de encender la hoguera cuando un hombre desnudo de cintura para arriba salió de la tienda vecina, se incorporó, y comenzó a cortarse las uñas. «Usted no sabe quién soy –dijo–, pero yo sí sé quién es usted.»
«¿Quién es usted?», pregunté.
«Me llamo Bob –dijo–. He pasado los veinte primeros años de mi vida en Pôrto Velho y creo que Manuel Bandeira es el gran poeta desconocido del siglo veinte. Desconocido, claro está, en el mundo de habla inglesa. Quiero traducirle.» Luego entrecerró los ojos. «Enseño portugués en la Universidad del Sur de Utah; el portugués es una lengua muy necesaria ya que pocas personas saben que existe. Esto no le va a gustar, pero la poesía norteamericana contemporánea no me interesa y no veo por qué esta circunstancia debería impedirme traducir poemas. Siempre puedo conseguir que uno de los poetas locales le eche un vistazo a lo que he hecho. Para mí, lo que importa es el significado.»
Aturdido por sus cejas perfiladas y su fino bigote, le respondí en un tono algo injusto: «Ustedes, los profesores de lengua, son todos iguales. Poseen un conocimiento de la lengua original y tal vez cierto conocimiento del inglés, pero eso es todo. Lo más probable es que sus traducciones sean versiones literales sin resonancia ni personalidad poéticas. Ustedes son los primeros en declarar la imposibilidad de traducir, pero menosprecian cualquier intento de reducir esa dificultad.» Y acto seguido guardé mis cosas, deshice la tienda y regresé a Salt Lake City.
V
Estaba en la bañera cuando Jorge Luis Borges tropezó con la puerta. «Tenga cuidado, Borges –grité–. El suelo es resbaladizo y usted está ciego.» Luego, mientras me enjabonaba el pecho, le dije: «Borges, ¿alguna vez se ha parado a pensar en lo que supone en una afirmación como ‘Traduzco a Apollinaire al inglés’ o ‘Traduzco a De la Mare al francés’? ¿Es decir, que tomamos la obra fuertemente idiosincrásica de un individuo y la vertemos a una lengua que pertenece a todos y a nadie, un sistema de significados tan general que permite no sólo malentendidos sino que se ponga en duda la posibilidad misma de permitir algo más?»
«Sí», me dijo, con aire resignado.
«¿Entonces no piensa –le dije– que es mejor dejar la traducción de poesía a aquellos poetas que sean dueños de un inglés que ellos mismos se han forjado, y que los profesores de lengua, que se sienten responsables de la lengua no en sus alteraciones sino en su totalidad monolítica, son los peores traductores? ¿No sería mejor concebir la traducción como una transacción entre idiomas individuales, entre, digamos, el italiano de D’Annunzio y el inglés de Auden? Si lo hiciéramos, podríamos acabar con esas discusiones irrelevantes sobre quién ha hecho una traducción correcta y quién no.»
«Sí», dijo. Parecía entusiasmarse.
«Digamos, pues –le dije–, que si la traducción es una suerte de lectura, la asunción o transformación de un idioma personal en otro, ¿no sería posible entonces traducir una obra escrita en la propia lengua de uno? ¿No sería posible traducir a Wordsworth o Shelley a Strand?»
«Descubrirá usted –dijo Borges– que Wordsworth se niega a ser traducido. Es usted quien debe ser traducido, quien debe convertirse, por mucho tiempo que le lleve, en el autor de El Preludio. Esto fue lo que le sucedió a Pierre Menard cuando tradujo a Cervantes. Él no quería componer otroQuijote (lo que sería fácil), sino el Quijote. Su admirable ambición era producir páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes. El método inicial que concibió era relativamente sencillo: aprender bien el español, abrazar de nuevo la fe católica, guerrear con los moros y los turcos, olvidar la historia europea entre 1602 y 1918, y ser Miguel de Cervantes. Componer el Quijote a comienzos del siglo diecisiete era una empresa razonable y necesaria, tal vez inevitable; a comienzos del veinte era casi imposible.»
«No casi –le dije–, sino totalmente imposible, pues a fin de traducir uno debe dejar de ser.» Cerré los ojos un segundo y me di cuenta de que, si dejaba de ser, nunca podría saberlo. «Borges…» Estaba a punto de decirle que la fuerza de un estilo debía medirse por su resistencia a ser traducido. «Borges…» Pero cuando abrí los ojos, él y el texto al que había sido llamado llegaron a su término.
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