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lunes, 2 de agosto de 2010

688.- JOSÉ LUIS ZÚÑIGA

JOSÉ LUIS ZÚÑIGA ((Nació en Cantabria en 1949 y murió en Madrid el 3 de Abril del 2011). Licenciado en Derecho por la Universidad de Deusto y funcionario en activo, fijó su residencia en Madrid hace ya tiempo. Iniciado en la poesía desde muy temprana edad, ha publicado numerosos poemarios: A medio andar (1971), Presencia final (1990), Lugares (1997), Nombres propios (1997), Calma chicha (1999), La lluvia de los pájaros (2000), Libro de familia (2001), Peinarse cada día el corazón (2004) y Tiempo a destiempo (2009)
Con el heterónimo de Jorge del Primor ha publicado también relatos cortos como Cuando íbamos al monte (1998) y Escrito con pluma (2002), así como el libro de poesía El grito del Taguloguta (2006). Entre una y otra cosa, el autor ha ido construyendo un imaginario poético de cierta entidad que recopiló, en gran parte, en lo que hasta ahora es su último título: Era otro hoy (Ediciones del Primor, Madrid, 2008)
Como cantautor, ha retomado recientemente sus apariciones en directo, actuando en salas como Trovadicta o Clamores. Es autor de más de doscientas canciones, que abarcan diversas épocas y estilos. Desarrolla también una pequeña actividad como responsable de Ediciones del Primor, cuyo catálogo acoge más de 50 títulos.


NUEVAS AMISTADES

Son, dicen, nuevos tiempos
y nuevas amistades.
A mí que no me toquen:
Sé muy bien que si escarban
sale la sangre espesa de mi vientre,
el clamor de mis vísceras,
todo el dolor del tiempo que ha pasado
acumulado, denso, en mis entrañas.


ERA OTRO HOY (poemas 1966-2006)
ED, DEL PRIMOR 2008


jugando al escondite
Ahora ya no me escondo. Hubo un tiempo
en que no concebía vivir sin escondrijos.
Cualquier vieja alacena, cualquier oquedad sucia,
cualquier rincón de ratas me servía.
Para nunca encontrarme, procuraba
descuartizar mi cuerpo y repartirlo
por sitios tan comunes que nadie sospechara
que sirvieran a tales menesteres.
Aunque confesaré que con frecuencia
me engañaba con trucos infantiles
y –siendo como soy más bien maniático–
buscaba con ahínco a cada miembro
su lugar adecuado por si acaso
algún día de lluvia tuviera que encontrarme.

La cabeza tenía normalmente
su lugar en el horno y en bandeja de plata;
los brazos se escondían debajo de tu almohada;
las piernas las colgaba del tendal
si aquel día tocaba hacer colada,
las manos encontraban confortable aposento
entre el polvo de nieve de las teclas del piano;
las vísceras (eso era lo peor)
se mezclaban con leche, con frutas y yogures,
en el tercer cajón de la nevera. Menos el corazón,
que, como es lógico,
quedaba amortajado en la caja más fuerte.

Y, después de esconderme, apagaba las luces
y alguien, que no era yo,
se afanaba en buscarme
como niño jugando al escondite.
Un juego que acababa con el alba,
al abrir la nevera para sacar la leche.
Eso era, como dije, en otros tiempos.
Ahora ya no me escondo.
Ahora miro a los ojos sin tapujos
y enseño manos, dedos, bocas, vísceras,
todo lo que haga falta y todo junto
a cualquiera
que quiera
dar con un hombre roto.

Es cosa de la edad, seguramente.



de rebajas
Es pura fruslería.
Podría haberse comprado una vitola
o una simple tortilla de patatas,
pero tuvo ese antojo
cuando pasó por la verdulería:
se compró un lechuguino.
No estaba mal de precio: unos setenta
kilos, metro ochenta, cien euros.
Le dijeron
que había estado muchísimo más caro,
pero, claro,
no era cuestión de que se desluciera
en el expositor
cosa tan fina, delicada;
una ligera arruga en la corbata
y el zapato derecho deformado
también contribuyeron
a rebajar el precio.
____________Un lechuguino,
si se sabe usar bien,
puede dar mucho juego.
Más, por ejemplo, que una muñeca hinchable,
o una cabeza loca, o un diente de león,
o una custodia de oro y pedrería.
Vaya, que, bien pensado,
un lechuguino,
eso sí, genuino,
es lo mejor que puede
comprarse en estos días.

–¿Lo envuelvo de regalo, caballero?
–No, no, qué va, qué va, lo llevo puesto.
Y salió tan contento del mercado
el hombre, ya imbuido
en su nuevo papel de hombre dispuesto
a todo. Desde entonces
no hay sarao que se pierda,
ni baile de disfraces que perdone,
ni entrepierna entrevista
que resista
sus maneras gentiles, sus sutiles
envites, ni sello, ni moneda
ni cromo intercambiable
en que no esté acuñado su impoluto perfil.

Y lo cuento tal cual,
por más que piense
que yo estaba mejor en la nevera
en la que me guardó mi última chica
después de aquella fiesta que fue mi perdición.
No acabo de encontrarme
en esta condición de lechuguino errante.



en el parque
Que llueva que llueva,
la Virgen de la Cueva…

Corre un niño
descalzo por la hierba,
sube al columpio, lleva
toda luz el mundo en su mirada
alegre, confiada.
Un perro mueve el rabo
alegremente,
dos abuelas
tejen y tejen sin parar.
Miro hacia atrás:
el columpio me lleva
hacia la luz perdida
de mi jardín de infancia.

Que sí, que no,
que caiga un chaparrón.



Comienza un nuevo día y ella duerme

Yo sé bien que tu amor no es flor de un día
sino fuente de eterna primavera,
manantiales de aliento y sementera
derramados en torno a mi bahía.

Me deleito sabiendo que eres mía,
que en mis brazos vencidos, prisionera,
harás cuanto te pida, cuanto quiera
para aliviar un punto mi agonía.

Alumbrarás mi ocaso, vida mía,
humedales seremos del desierto
y tú me darás sombra cada día.

Serás, amor, mi abrigo cuando incierto
vacile entre el ayer y el todavía
como si no supiera que estoy muerto.




alma en pena

Por tener lo que tuve
de golpe sólo tengo lo que tengo:
una piadosa nube
de oscuro gris marengo
y el baldón sin piedad de mi abolengo.

Despojado de todo,
alma en pena vagando por el mundo,
sólo encuentra acomodo
mi canto vagabundo
en el seno de un cuerpo moribundo.

Canto a la muerte, canto
al despojo que yace en mi regazo
en este camposanto,
desasido el abrazo
por la furia de un cruel aldabonazo.

No vengaré el agravio
ni enmendaré la ruta que en la esfera
señala el astrolabio.
Espero, como espera
morir el desahuciado en una acera.




geometría variable

Tu cuerpo azulado, tus delgados labios,
tus manos vacías sentir junto a mí.
Una noche entera sin luna ni estrellas,
sólo tu silencio,
sólo tus suspiros temblando con miedo.
Una noche entera y solos tú y yo.

Estar junto a ti.

Por ente las sábanas tu carne tan blanca
como un sacrilegio sentir junto a mí.
Nuestras manos hablan sin decirse nada.
Tú tiemblas, yo tiemblo
mientras mil poetas susurran sus versos.
Nuestras manos hablan y nace un amor.

Estar junto a ti.

El canto del pájaro, las ondas de un lago,
la nueva mañana sentir junto a mí.
Nuestros cuerpos fueron como un pozo negro,
qué triste la huida,
qué tristes los besos, qué triste la vida.
Es la geometría de estar junto a ti.

Estar junto a ti, estar junto a ti.




es el amor que pasa

Liviano era su cuerpo, tan liviano
como ahora su recuerdo.
Flotaba por las calles transitadas
colgada de mi brazo, su sonrisa
esmaltada siempre a mano,
dispuesta a cualquier nuevo amor.
Mientras, nos dirigíamos sin prisa
al café de la esquina,
donde siempre pedía con un gesto
exquisito, distante, su daiquiri
bien cargado de ron.

Éramos, sí, felices. Sus caricias
sutiles como velos,
sus juegos malabares en la cama,
sus argucias. Y siempre me asombraba
su desnudo crisol.

Pero luego estallaba en carcajadas,
o en largas parrafadas
acerca del amor y sus misterios,
o del nuevo poeta posmoderno,
o de una exposición
cuyo cóctel reunió a lo más granado
de toda la ciudad:
tenía un corazón atolondrado,
el cuerpo era liviano por vacío,
así que se acabó.

Y ahora yo la recuerdo levemente
(es el amor que pasa),
mientras pide, sin gracia y pechugona,
su cuarto Ballantine’s mi quinta novia,
que es todo corazón.



el olor de los versos

Poemas que destilan
olor a sol de invierno.
Versos que desparraman su perfume
de forma caprichosa.
Estrofas que de pronto
huelen a cementerio.
Tus dedos cogen, temblorosos,
el papel y la pluma
y no sabes si vas a estornudar
(si eres, como es el caso, alérgico al perfume)
o no, según tengan el día
los fonemas que buscas con ahínco.
¡Achissss…! Jesús. Son tan raros los versos
que a veces uno piensa
en dejarlos morir en el tintero
y tumbarse en el techo envuelto en sus retruécanos.
Pero nunca lo haces.
Qué duro es este oficio de escribir.




hoja de ruta

No es más que otra derrota
esta aventura que ahora te propongo.
En tus ojos lo atisbo,
como ves tú en lo míos
la sal de tantos mares naufragados.

Dime otra vez que no.

Cuadernos de bitácora
hemos perdido muchos en la vida.
No sé. Nunca tuvimos
el favor de los vientos,
pero tampoco fue tanta la pérdida.

Dime otra vez que no.

Ahora, ya con el tiempo
cargando estas espaldas doloridas,
proyecto nuevos rumbos,
trazo una hoja de ruta
de incierto itinerario, y tú te callas.

Dime otra vez que no.

Ya sé que está la nave
atracada en el puerto, a buen recaudo
de torvos oleajes,
y que este fue tu sueño
desde aquel, ya remoto, primer viaje.

Dime otra vez que no.

Ya sé que no es momento
de dejarse llevar por cualquier pálpito
y eso es lo que te ofrezco,
y tú aprietas los dientes
y te tragas tu propio sacrilegio.

Dime otra vez que no.

Ya sé que no hay historias
que valgan lo que vale ese momento
en que tus labios buscan
con sosiego mis labios
sin tener que escrutar el firmamento.

Dime otra vez que no.

Desventurados piensas
los días que nos quedan. Las mareas
se agitan en tus ojos
con abisal tristeza,
y en los míos son lágrimas ajenas.

Dime otra vez que no.

Dime otra vez que no,
y emprenderé mi viaje solitario:
ya no tengo argumentos,
ya no puedo pedirte
que compartas conmigo más naufragios.

Dime otra vez que no.





no procedo de mí

Soy hombre. Mi inmanencia me arrastra confundido
entre la inmensidad de los demás.
Existo. Soy. No hay fuerza que me libre
del cuerpo, de las manos, de los ojos que miran
inquietos pero ciegos, de la boca
que calla las verdades del barquero.
Y nada puedo hacer por remediarlo:
el camino ya está más que trillado,
está ya devastado por hombres y más hombres,
no lo hice yo. Este mundo no es mío,
como tampoco son mías sus palabras.
No puedo decir yo, ni tú, ni él,
ni siquiera vosotros. Sólo queda
el miedo atroz y la vergüenza.
Sólo
la procesión de hormigas hacendosas
en que se han convertido nuestras vidas.





mal de altura

A estas alturas, uno
bien pudiera quedarse
tumbado en su sofá
sin más preocupaciones
que mirarse el ombligo
o cazar gamusinos
a gorrazos,

o fijar la mirada
en el techo (aun a riesgo
de ver cómo se extienden
las goteras),

o enchufarse a la tele,
ver el telediario
y oír cómo nos cuentan
la muerte de esa gente,
y ver cómo los matan
o cuánto sube el paro,
mientras piensas

que a ti te va muy bien
(aunque tal complacencia
no acabe de ser cierta,
por supuesto).

Pero cómo decírtelo:
a estas alturas
la altura me da vértigo
y prefiero bajar a pie de calle
después de darte un beso
virgen, simple,
y decirte: hasta luego,
yo no voy a callarme.

No es cuestión de meterse
debajo de la manta
y cerrar la ventana
a cal y canto; pienso
(algo en verdad exótico
en los tiempos que corren,
tan extraños)

que soy un aventado,
que me dan ventoleras,
que no aguanto sentado
tanto daño,

que prefiero estar loco
(o al menos parecerlo
cuando me dé la gana)
a sentir el complejo
de ser un viejo armario
condenado a ser pasto
de polillas.

A estas alturas, uno
(que ya pasó lo suyo)
no puede permitir
dislate tras dislate
sin que nadie lo pague:
por respeto a uno mismo
y a su sombra.

A estas alturas, no,
ya no estoy para bromas.

(Supongo que no es más
que querer estar vivo,
que saber que estás vivo,
que hay muchas causas justas
que perder todavía,
que los amigos siguen
donde siempre,

frente a los enemigos,
y que no, que no es tiempo
de esconder la cabeza
bajo el ala,

es más bien lo contrario,
hay que gritar –¡gritar!–,
que aún nos quedan palabras
que nunca reventaron,
que sé que no dijimos
y no sé si diremos
algún día.)



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