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martes, 13 de julio de 2010

598.- GONZALO ARANGO ARIAS



Gonzalo Arango Arias (1931 - 1976) fue un escritor y poeta colombiano. En 1958 fundó el nadaísmo, movimiento de vanguardia de repercusión nacional, que intentó romper con la Academia de la Lengua, la literatura y la moral tradicionales. En la música norteamericana y del Caribe de la década de 1960 el movimiento buscó un léxico renovado, optó por el humor y el mundo urbano para situar la obra literaria y la crítica a la sociedad. A este grupo se unieron otros jóvenes pensadores de su tiempo en Colombia y que fueron inspirados a su vez por Fernando González Ochoa, el "filósofo de otraparte". La intensidad de su vida está llena de contrastes que pasan de un abierto ateísmo a un íntimismo espiritual y de un espíritu crítico de la sociedad de su tiempo, expresado en el "Primer Manifiesto Nadaista" como "Se ha considerado a veces al artista como un símbolo que fluctúa entre la santidad o la locura".
Arango murió en un trágico accidente en la ciudad de Tocancipá en 1976 cuando estaba planeando un viaje definitivo a Londres para que "los colombianos al perderme... me ganen".

Manifiesto Nadaísta
El exiliado llega a la ciudad de Cali en 1957 sin un rumbo fijo y es en medio de la bohemia de la capital vallecaucana en donde comienza el origen de lo que llamaría el Nadaísmo, expresado en el primer Manifiesto que publicaría un año después en Medellín. El deshonor de haber apoyado una causa pérdida y la sensación de estar sin rumbo, sin nada, lo llevan a buscar a otros contemporáneos que como él compartieran su pensamiento de la sociedad:
Qué tenía. Se preguntó. Nada. Nadaísmo. Alumbró el futuro sobre la ruina. Decidió que se levantaría en rebeldía contra la horrible lascitud.
Los primeros que se unieron al Nadaísmo fueron Alberto Escobar y Amilkar Osorio y en la Plazuela San Ignacio de Medellín protagonizan el que sería el primer escándalo en 1958: la quema de la literatura colombiana, en la cual arde su primera novela "Después del Hombre". Al año siguiente los nadaístas sabotean el I Congreso de Intelectuales Católicos, razón por la cual fue detenido y es visitado por Fernando González Ochoa, el filósofo de Otraparte y uno de sus grandes inspiradores. Entre otros de los escándalos nadaístas estuvo el sacrilegio de las hostias consagradas en la Basílica de Medellín en 1961 que tuvo trascendencias internacionales, aunque después el acto fue condenado por el mismo Arango.
El año 1963 es considerado el fin del nadaísmo al menos para su fundador que da un virage completamente diferente a su vida, como era usual para él. Los nadaístas lo queman simbólicamente en un puente de Cali, mientras Arango comienza a escribir en la revista La Nueva Prensa y publica "Diez Poetas Nadaistas".
Respecto al nadaismo, dice su viuda, Ángela Mary Hickie, en una entrevista a la revista Cambio de 2006 que el nadaismo murió en los años 70 enterrado por su propio progenitor.

Poesía:

Trece poetas nadaístas (Antología Poética del Nadaísmo) (1963).
De la Nada al Nadaísmo (Antología Poética del Nadaísmo) (1966).
Providencia (1978).
Fuego en el Altar (1974).


LOS NADAÍSTAS

Los Nadaístas invadieron la ciudad como una peste:
de los bares saxofónicos al silencio de los libros
de los estadios olímpicos a los profilácticos
de las soledades al ruido dorado de las muchedumbres
de sur a norte
al encenderse de rosa el día
hasta el advenimiento de los neones
y más tarde la consumación de los carbones nocturnos
hasta la bilis del alba.
Va solo hacia ninguna parte
porque no hay sitio para él en el mundo
no está triste por eso
le gusta vivir porque es tonto estar muerto
o no haber nacido.
Es un nadaísta porque no puede ser otra cosa
está marcado por el dolor de esta pregunta
que sale de su boca como un vómito tibio
de color malva y emocionante pureza:
“¿Por qué hay cosas y no más bien Nada?”
Este signo de interrogación lo distingue
de otras verdades y de otros seres.
El es él como una ola es una ola
lleva encima su color que lo define revolucionario
como es propia la liquidez del agua
del hombre ser mortal
del viento ser errante
del gusano arrastrarse a su agujero
de la noche ser oscura como un pensamiento
sin porvenir
Ha teñido su camisa de revolución
en los resplandores de los incendios
en el asesinato de la belleza
en el suicidio eléctrico del pensamiento
en las violaciones de las vírgenes
o simplemente en el barrio pobre de los tintoreros.
Lleva su camisa roja como un honor
como un cielo lleva su estrella
como un semáforo produce su luz intermitente
de catástrofe
como una envoltura de “pall-mall”
perfumando su pecho de adolescente.
El Nadaísta es joven y resplandece de soledad
es un eclipse bajo los neones pálidos
y los alambres del telégrafo
es, en el estruendo de la ciudad
y entre sus rascacielos,
el asombro de una flor teñida de púrpura
en los desechos de la locura.
Tiene el peligro de los labios rojos y los polvorines
mira los objetivos con ojos tristes de aniversario
es el terror de los retóricos
y los fabricantes de moral
es sensitivo como un gonococo esquizofrénico
inteligente como un tratado de magia negra
ruidoso como una carambola a las dos de la mañana
amotinado como un olor de alcantarillo
frívolo como un cumpleaños
es un monje sibarita que camina sin temblor
a su condenación eterna
sobre zapatos de gamuza.
Sufre el vértigo de los sacudimientos
electrónicos del jazz
y las velocidades a contra-reloj
corazón de rayo de voltio que estalla
en el parabrisas de un Volkswagen
deseando la mujer de tu prójimo.
Se aburre mortalmente pero existe.
No se suicida porque ama furiosamente fornicar
jugar billar-pool en las noches inagotables
brindar ron en honor a su existencia
estirarse en los prados bajo las lunas metálicas
no pensar
no cansarse
no morirse de felicidad
ni de aburrimiento.
Es espléndido como una estrella muerta
que gira con radar en los vagos cielos vacíos.
No es nada pero es un Nadaísta
¡Y está salvado





YO RECOJO MI CADÁVER

Se llamaba Gonzalo como yo. Ese tipo no meditaba en nada, simplemente estaba de pie hacía dos horas, sin esperar nada, bajo un sol quemante, lo cual no impedía que llevara encima su viejo sobretodo raído, recuerdo de su vida militar.
Los automóviles lo rozaban al pasar, pero él los miraba con un mortal desprecio. Parecía más bien que no le concernían la velocidad de los automóviles y sus peligros.
Su mirada cargada de una misteriosa fuerza de penetración parecía detenerse en algo absoluto. Las mujeres decían que era una mirada bella y desolada.
Cuando la calle quedó desierta debido a la pausa del medio día, el tipo eligió su momento de morir. Esperó con paciencia un camión que se acercaba a velocidades insólitas, y a su paso se arrojó brutalmente bajo las ruedas.
El conductor no pudo evitarlo, aunque el cuerpo quedó tendido a lo largo estropeando la vía. Los escasos transeúntes se acercaron atraídos por el freno intempestivo y el olor acre del caucho quemado. Pusieron unos ojos aterrados, pero ninguno sintió asco ni piedad: ese era un cadáver diferente.
El chofer protestaba desde su cabina alegando su inocencia y se justificaba nerviosamente ante los transeúntes, cuya solidaridad invocaba apasionadamente en su favor ante la justicia.
—Fue un suicidio—dijeron algunos testigos confirmando la inocencia del conductor—. Estamos dispuestos a declararlo ante cualquier autoridad.
—Con esa cara de loco no podía sino matarse.
Todos estaban de acuerdo en esto, inclusive el policía que en ese momento anotaba las declaraciones imparciales de los peatones a favor del conductor.
Lo injusto era ese trámite legalista entre el policía, el hipotético ajusticiado y los testigos, y el completo olvido del muerto con moscas zumbando sobre sus ojos aterradoramente abiertos, con su pobre existencia arrollada, cuya vida parecía no haber tenido más sentido a la de justificar momentáneamente la inocencia del conductor. Era ya tan evidente ante las benignas declaraciones, tan exagerada su tranquilidad, que parecía estar satisfecho de la muerte del tipo, muerte que no le interesaba en absoluto, y cuyo carácter irremediable dejaba su conciencia inmaculada de culpa. Por otra parte, no valía la pena detenerse en estas consideraciones, pues ya lo tenía bien olvidado.
El alivio del conductor fue reforzado por el dictamen del policía que revisó sus papeles encontrándolos perfectamente en orden y dentro de la ley, sin ninguna infracción anterior, lo que dejaba en claro su indiscutible pericia profesional. Por lo cual el agente se sintió en la obligación moral de presentarle efusivas y cordiales felicitaciones a nombre de la incorruptible institución transitoria que representaba, símbolo de eficiencia y seguridad para los indefensos ciudadanos que transitaban a diario las miles de calles y avenidas de la ciudad. Estas oportunas felicitaciones constituían una prueba redundante en beneficio del conductor, a la vez que un severo reproche a la acción temeraria del suicida.
2
Cuando todo parecía indicar que las causas del accidente quedaban legalmente establecidas e inmodificables, el tipo que seguía allí olvidado y aplastado bajo las ruedas del inmenso camión, empezó a levantarse del pavimento, despegando su cuerpo con dificultad, recuperando los jirones del sobretodo adheridos al suelo lleno de polvo.
Ante la dificultad que esto le causaba, pues se debatía con el peso abrumador de las llantas, el conductor tuvo que movilizarse en su ayuda para reversar el inmenso camión y dejar libre uno de los jirones apresados bajo la rueda delantera. Finalmente el tipo quedo fuera de la opresión y pudo levantarse. Los transeúntes ante el nuevo rumbo de los acontecimientos se retiraron asombrados, sin comprender si se trataba de un sueño alucinante o de un milagro. El tipo los miro como si no hubiera pasado nada, y ellos pudieron comprobar al frotarse los ojos que el cuerpo completamente triturado no dejaba ni una huella de sangre.
Su asombro aumentó cuando comprobaron que había perdido su consistencia corporal, esa forma sólida de los músculos. Sólo le quedaba una figura abstracta compuesta de líneas ideales, totalmente contraria a los volúmenes anatómicos
En presencia de algo tan conmovedor, increíble y monstruoso, los transeúntes se alejaron y se detuvieron más allá del accidente. Solamente permanecieron los tres hombres más importantes en el asunto: el policía, el conductor y el muerto. Los demás temieron las posibles recriminaciones del suicida por haber condenado su conducta ante el agente de la ley, y por defender en forma casi voluptuosa la inocencia del conductor.
El policía y el chofer se miraban sin atreverse a juzgar la actitud del suicida, y este los miraba sin reproche, confirmando en esa mirada llena de ingenua dulzura que allí no había pasado nada, que todo era casi bueno y normal en la ciudad, y que el hecho extraño pero irrefutable de que él estuviera allí de pie frente a ellos, significaba que el futuro expediente era innecesario, pues no existían elementos de juicio para entablar ningún negocio penal en contra del chofer, ni siquiera en su propia contra, y a lo sumo sólo habría que lamentar el posible ascenso o la medalla que el agente se habría ganado por sus inalienables servicios a la seguridad publica, pero eso podría esperar otra ocasión.
Ciertamente él podría defenderse, pero en vista de que la tal tragedia no daba margen para una estricta acusación en su contra, todo podía darse por terminado y considerarse un inocente malentendido sin implicaciones trágicas para nadie.
Aunque estas sensatas consideraciones no fueron expresadas, el conductor visiblemente confundido por el silencio cómplice del policía se montó nuevamente en la cabina y encendió los motores, alejándose a una velocidad supersónica todavía mayor a la de antes del accidente, desapareciendo como un rayo en las perspectivas ilimites de la ciudad.
El agente por su parte creyó que estaba ante hecho de una atroz infracción a las leyes del transito que defendía tan fervorosamente a nombre de la entidad que había jurado defender y hacer respetar, se trepo sobre la motocicleta y partió en dirección del camión, iniciándose una persecución implacable que terminaría en algún sitio lejano de la ciudad, dándole captura al conductor, reconviniéndole por el exceso de velocidad y multándole severamente con la suma de dinero que estipula la ley a este respecto.
La fuga veloz de los aparatos cubrió con nubes de polvo el sobretodo polvoriento del tipo que seguía limpiándose con pulcritud los jirones destrozados que cubrían su incorpórea figura. Cuando ya se había quitado montones de polvo, el tipo caminó en la misma dirección en que venía el camión en el momento de arrollarlo. Sus pasos lentos y difíciles eran seguidos por las miradas incrédulas de los transeúntes apostados detrás de los árboles, en los ángulos de las esquinas y tras los alféizares de las ventanas. Las mismas miradas de extrañeza ponían los nuevos transeúntes que encontraba en su camino.
Al tipo le disgustaba ser objeto de tan inmensa curiosidad, y deseaba en los mas profundo de su ser evadirse de la admiración. En ese instante de desesperación impotente, si le hubiera sido posible volar, se habría elevado por encima de los tejados y los rascacielos para desaparecer en los confines del espacio, como un ángel nervioso, y no ser objeto risible de la mortificante curiosidad humana. Pero esto era imposible debido al peso exagerado de su sobretodo que gravitaba sobre el piso, impidiendo su deseo de elevación.
Lo único que le estaba permitido era apresurar el paso para alcanzar la próxima esquina y desaparecer. Pero su inconsolable amargura radicaba en que su ineludible figura lineal seguiría llamando la atención mientras permaneciera en las calles de la ciudad.
Entonces, mirándose asediado por todas partes como un bandido, intento entrarse al oscuro Bar Bemoca en donde otras veces buscaba refugio a sus evasiones. Pero cuando pisó el umbral, la hermosa mujer llamada Leonor a quien le había dedicado secretos sueños de amor, lo miró con tal asombro como si se dispusiera a preguntarle los motivos de su extraña desfiguración.
Para evitarse estas explicaciones inexplicables prefirió seguir en medio de la colectiva admiración, rodeado de un impenetrable enigma, mientras se hundía en los extensos pliegues de su abrigo.
En este momento de angustia pensó que sólo una mujer podía salvarlo y prestarle su maravillosa consistencia corpórea, lo cual haría menos llamativa su inconsistencia lineal. Y si él la encontrara, la curiosidad de la gente recaería sobre ella, a causa de su belleza y de su loco rostro amargo. Él quedaría anonadado y casi invisible, perdido y completamente salvado de la persecución de que era objeto.
Si la encontrara se irían juntos por las calles, hacia los parques solitarios, o los recodos de callejuelas, donde nadie notaría su monstruosa presencia, la humillación de ser diferente, de ser otro. Pero ella no aparecía por ninguna parte, tal vez no estaría en la ciudad, tal vez ya no existiría en el mundo, y con ella se perdía su ultima y salvadora posibilidad. Expuesto a sus pobres recursos se estaba resignando a su suerte, a su desgracia, y se hundía lastimosamente en su derelicción impotente.
Cuando todo parecía desesperado, la mujer irrumpió por la próxima esquina, y al verla sintió una alegría terrible que no cabía en la lineal estructura de su ser, pero que de todos modos lo invadía y lo llenaba, colmándolo de nueva fe en la vida y el mundo, y aún más, en los mismos hombres que ahora se burlaban o lo ofendían con su mirada. Por el simple hecho de verla se reconciliaba con ellos y perdonaba sus ofensas.
La mujer tomó la dirección de la calle, la misma acera, en tal forma que era imposible no verlo y acudir en su salvación. El tipo se detuvo a esperarla, haciéndole comprender que la necesitaba, y que él estaba sin fuerzas para salir a su encuentro.
El tipo quiso hablarle cuando ella se había aproximado lo suficiente como para extenderle la mano, pero ella, encontrándolo como un estorbo en su camino, se hizo a un lado, indiferente, vacilando primero en bajarse de la acera, y decidiendo finalmente el lado del muro.
En este acto que muchos juzgaron como un desprecio no había nada de maldad. Por el contrario, era la comprobación de una ternura impotente y sin objeto, frente a la viril y trágica determinación irrevocable y definitiva del tipo. En ultimo termino, la indiferencia de la mujer sólo podría considerarse como un reproche piadoso, pero esto también era una prueba más a favor de su gran vocación amorosa.
Sin embargo, el tipo no pudo creer que la mujer pasara a su lado sin determinarlo, sin auxiliarlo, y pensó lleno de consolación y optimismo que posiblemente la mujer no lo había visto, y que lo más probable era que no lo había visto por pasar en ese momento completamente abstraída dedicándole todos sus pensamientos. Y en ultima instancia pensó: “No me mira porque yo siempre pienso en mí mismo y no en ella, lo cual siempre me criticó como un egoísmo infame. Y si es por eso, eligió un mal momento para vengarse”.
Como esta consideración le pareció injusta y cruel, decidió llamarla con todas sus fuerzas, y su voz tuvo esta vez un timbre desolado entre el grito y la plegaria. La calle se llenó de: ¡Silvia! Pero ella siguió su camino sin inmutarse, sin volver la mirada, como si el grito no fuera dirigido a ella, o mejor, como si ella no se llamara Silvia.
El eco del nombre de la mujer fue seguido por las alegres risotadas de los transeúntes que se burlaban de la paradoja cómica de gritar careciendo físicamente de boca. Pero él insistió en su fe en ella y la llamó por segunda vez. Pero ella continuó lejana y completamente insensible al grito desesperado del tipo, lo que tampoco le causaba asombro ni motivo de risa. Su posible indiferencia radicaba en que ella había elegido ya un destino, y hacia él se dirigía con pasos sólidos, envidiables y definitivos.
Sin más fuerzas para sostenerse, sin fuerzas para retroceder en busca de la mujer, sin fuerzas para continuar, desesperado de ella y de sí mismo, el tipo se desplomó sobre el pavimento en un ruido sordo y lastimoso.
Todos los que presenciaron la escena enmudecieron, cesaron en sus risas y palidecieron de terror. La mujer que el tipo había llamado Silvia se detuvo por el golpe seco del cuerpo contra el pavimento.
La mujer se acercó y miró los despojos sangrantes de ese cuerpo que había recuperado su consistencia y solidez, los músculos arrollados por el inmenso camión. Esta vez el tipo yacía inmóvil cubierto de sangre y polvo, desgarrado su cuerpo y con la mirada nublosa y detenida. Las moscas del verano volvieron a posarse sobre sus ojos.
Cuando todos se habían aglomerado en torno del cadáver, yo aparecí por una de las esquinas adyacentes, y sentí curiosidad de lo que supuse era una desgracia. Pregunto lo que ha pasado, pero nadie contesta. Escruto alguna cara conocida pero todos los rostros parecen extraños y hostiles. Hay una inmensa infelicidad en el ambiente. Diviso entre el grupo de hombres la única mujer, se inclina sobre lo que hay tendido en el pavimento...
Aunque me cuesta dificultad creerlo, descubro allí mi cadáver destrozado en medio de una charca de sangre. Desconcertado por la sorpresa de verme en esta situación trato de justificarme, decir algo piadoso y consolador sobre mí, pero un extraño declara: “Con esa cara de loco no podía sino matarse”.
Esta declaración me parece fría y de una cruel objetividad, y de hecho niega mis posibilidades de defenderme. Me siento desfallecer por la debilidad y ausencia de armas para seguir luchando. Todos los rostros a mi lado son negativos y desapacibles, hasta sugieren rencor. Sólo la mujer parece enternecida, hay algo de dolor en su rostro. Trato de incitarla a la piedad, a que me diga una frase afectuosa, pero parece tenebrosamente turbada por la desgracia.
Aunque no la conozco ni la había visto nunca en mi vida, pienso que estará turbada por otras razones ajenas a la muerte del tipo, muerte que sólo a mí me concierne.
La gente se dispersa asqueada por los despojos triturados del muerto, y ese sol que pronto lo pudrirá. La mujer y yo quedamos junto al cadáver abandonado.
—Haga algo por él, usted que puede —dice con una voz trémula.
Esa voz me conmueve por la cantidad de amor y de dolor, como de nostalgias y de esperanzas rotas.
—Soy el único que puede hacer algo por él —digo. Y agrego: —Yo traté de ayudarlo, pero fracasé.
La mujer se aleja. En sus pasos descubro el cansancio y el peso de una desesperación superior a sus fuerzas, pero no puedo ayudarla.
Sin más esperanzas, yo recojo mi cadáver y me marcho con él.



DIARIO DE UN NADAÍSTA

4 a.m. Un alba roja. Llego a la casa completamente borracho. En el árbol, frente a la puerta que ostenta al respaldo la leyenda: “Al Demonio, no entres”, vomito. Esta casa es mi hogar.

7 a.m. ¡Esta vida no puede seguir así!

7 y media. Mi madre me habla de la hora de la muerte. Me cuenta una pesadilla: yo estaba tendido en una mesa de cirugía. Me cortaban con un hacha de carnicero los dedos de las manos y de los pies, uno a uno. Me río a carcajadas. Mi madre se enfurece con mi cinismo y se va para una agencia funeraria donde negocia un ataúd de onda corta para mi edad. Mi madre pide ocho pesos de rebaja. El tipo acredita el cajón, la calidad de la madera, el terciopelo. Y se niega. Mi madre, ofendida, tira mi cadáver sonriente en un tarro de basura.

8 y 17. Vomito en el retrete las flores de astromelio que comí anoche en el parque Bolívar, las que nacen al propio pie del libertador de América. Convierto el retrete en un florero.

Las 9. Me tiendo en el baño y abro la ducha. Me ahogo. El agua tibia me adormece. Pienso que algún día me suicidaré . Yo no soy poeta, no bebo ajenjo, ni me inyecto morfina. Yo soy el emperador de Roma.

9 y 15. Así las cosas, una rata de color blanco me roe el estómago en un sitio muy sensible entre el pubis y el ombligo. Como veo que no es una mujer, la tomo de la cola húmeda y peluda y la balanceo. Me mira con sus ojos azules de estrella de cine. ¿Serán los de Brigitte Bardot? He visto esos ojos en alguna parte. Recuerdo... Ah... son los ojos de mi madre. La rata chilla. Patalea. Yo le digo: “Mi bichito, mi chiquita, mi amante...”. Y la arrojo en el retrete. Suelto el agua. La rata se ahoga. Luego desaparece en la alcantarilla. Una vez más, saca la cabeza, y sus bellos ojos azules son rojos ahora. Finalmente desaparece. Vuelvo a vomitar.

Las 10. No pasa nada.

Las 11. —Mamá, tráigame la excomunión.

—¿La excomunión?

—Sí , porque me quiero morir. Todo está listo para la hora de mi muerte.

—Será la extremaunción —dice mi madre.

—Bueno, lo que sea.

Las doce. Juliette Greco canta para mí. Tiene una linda voz erótica y cabellos largos. Me estremezco. Ahora me sonríe... ¡Retírate prostituta!

Las doce y pico. Llamo a Sofía la sirvienta y le pido un número de cinco cifras. Ella dice —El cinco.

—¿Tú no sabes aritmética?

—No señor, yo soy aquí la sirvienta.

—Gracias, Sofía.

Yo mismo marco un número al azar en el teléfono, desordenadamente. Una voz dice al otro lado: “¿Aló...?”. Y yo digo: “¿Aló?”.

—¿Quién habla?

—El Diablo.

—¿Y qué quiere?

—Regalarle un collar.

—¿Usted está loco, señor?

—No me llame señor, habla con el enemigo malo.

La mujer cuelga el teléfono y éste suena, bip. bip. bip.

Yo existo, porquería.

Alguna hora. Sueño. Veo un rostro desconocido, pero bello. Me escupe. La mujer se enfurece porque no despierto. Me pongo a tocar un piano de la Edad Media. Es tan dulce la melodía que me hace reír. Me descalzo. Salto sobre una pista de baile llena de clavos. Es un jazz de Duke Ellington. Los clavos me traspasan las uñas y la carne. Grito de alegría.

Las 2. Despierto. Veo sangre por todas partes, por todas partes veo sangre. Pido el aspirador eléctrico con que barren el piso, y la empaco en latas de manteca. Lleno 16 galones. Llamo a Sofía y le digo que me prepare el desayuno y que haga el huevo en esa manteca-sangre para que sepa a cadáver empollado.

—Kikirikiiii...

—Señor Gonzalo—dice Sofía—, canta usted como un gallito de pelea.

—Yo soy un pelele, Sofía.

Las 3. Yo inventé el sueño restaurador de la energía nuclear. Hay quien tiene la absurda creencia de que yo soy un sabio atómico. Yo tengo pruebas irrefutables para sostenerle al mundo que ésa es una abyecta mentira.

Las 4. Me calzo los pies ensangrentados con ruedas de helicóptero. Subo al tejado volando para recibir la brisa de la tarde. Le coqueteo a un gallinazo para que venga a hacerme compañía. El gallinazo se posa sobre mis piernas huesudas y me roe brutalmente. Trato de disuadirlo de que me picotee, pero no obedece. Entonces le tuerzo el pescuezo y empieza a vomitar sangre. Me cubro el estómago del asesinato. ¿Estará tuberculoso? Cuando se desgonza y estira las patas se lo arrojo a las palomas. Hormigas de gran tamaño mecánico con alas en las que se lee “USA” acuden al banquete. Lloro desconsoladamente y me golpeo la cabeza con una teja de barro. La teja se destroza contra el occipital. Mi cabeza es genialmente sólida. ¡Soy feliz!

Un fuerte sol evapora las partículas sobrantes del gallinazo, y reintegra su esencia a la materia indestructible del mundo.

Las 5. Cae el crepúsculo.

—Baja de una vez—dice mi madre—. La rata te solicita del otro lado de la alcantarilla.

—Dígale que no tengo tiempo de atenderla.

—Dice que es urgente, de vida o muerte.

—La rata debe querer un trago de ron doble, dáselo...

—No hay ron.

—Entonces, querida mamá, dale un garrotazo...

Necesito un espejo para jugar con los últimos rayos de sol.

—Mamá, tráeme el espejo.

—El espejo se quebró.

—Entonces, sácate el ojo de vidrio, esta noche te lo devuelvo.

—Haré el sacrificio, si tú me lo pides. Pero dime, ¿qué hago con un solo ojo?

—Me verás medio loco...

Las seis en punto. El amor no existe.

Las seis y 20. Luz Marina Zuluaga es la reina del Universo. Pregunta inquietante: ¿Cómo sería yo casado con una reina de belleza?

Las 8 de la noche. Algo me rasca en la cabeza. Me acaricio. Puede ser una idea genial. La acaricio con ternura para que no se me escape. La tengo entre mis dedos. ¡Ya está! Dios mío, es un piojo. Lo volteo. Patalea en el centro de mi mano. Tiene 14 pares de patas inmensas. Le arrojo bocanadas de humo para emborracharlo. El piojo se pone a cantar el Himno Nacional de Colombia. Luego canta la Marsellesa en un impecable francés de la época de Rosseau. Y finalmente canta la Internacional. Grita como un líder obrero: “Viva Stalin, abajo Trotsky el traidor”. Como yo admiro a Trotsky, le ordeno al piojo que se suicide. El insecto me pide perdón, pero mi madre dice: —No lo perdones, es un inmundo bolchevique.

—Mamá, ¿qué dices, le perdonamos?

—Si abdica del comunismo.

El piojo grita: Viva el Nadaísmo. ¡Viva Gonzaloarango!

Mi madre dice: —Que se suicide, ese piojo no tiene salvación.

La media noche. Me bajo del tejado por una escalera. Hay una linda luna llena. Me visto. Salgo a la calle. En la primera esquina me asalta este pensamiento tranquilizador: Hoy no hice nada.

Adangelios (1985).



LA SALVAJE ESPERANZA

Eramos dioses y nos volvieron esclavos.
Eramos hijos del Sol y nos consolaron con medallas de lata.
Eramos poetas y nos pusieron a recitar oraciones pordioseras.
Eramos felices y nos civilizaron.
Quién refrescará la memoria de la tribu.
Quién revivirá nuestros dioses.
Que la salvaje esperanza sea siempre tuya,
querida alma inamansable.




POEMA A MI SOBRENADA

el sobretodo es mi mejor amigo
bebemos vino de consagrar en los viñedos
y nos emborrachamos,
compartimos el amor con las mujeres.
mi sobretodo es sensual y seductor.
en la cárcel era un colchón
en los prostíbulos era un refugio
con las manos hundidas en los bolsillos
que me salvaba del naufragio de los besos baratos.
en el invierno me defendía de la lluvia
y en el verano era una sombra luminosa.
mi sobretodo era una incitación voluptuosa a la pereza,
al calor, al heroísmo, al amor, al invierno.
en los momentos de peligro me hacía pasar por detective
y me daba un aire respetable de gran señor del hampa.
mi cuerpo se pierde en él cuando me persiguen,
en mi buena época del parlamento él hablaba por mí:

silencioso
tímido
elocuente.

ha sido una bella disculpa
para eludir serias responsabilidades históricas.
mi sobretodo es a veces el lecho del amor
en los sitios despoblados de la ciudad
tiene un oculto sabor de pecado prohibido.
mi sobretodo es un gran honor.
tiene más historia que una alfombra mágica.
yo lo consagro como el receptáculo privilegiado
donde algunas mujeres tendieron su columna vertebral
completamente desnudas
de cara al sol o a la noche.
mi sobretodo es testigo de la ternura y el terror.
fue acariciado por manos sofocadas de mujer
y desgarrado por puñales de odio.
mi sobretodo tiene quemaduras de tabaco
y huellas de disparos asesinos
y marcas sospechosas de labios rojos.
yo lo empeño por 8 pesos en los momentos de apuro,
mi sobretodo está saturado de sudor animal

tiene residuos de manchas de sangre y aceite...
sonidos vegetales.
cuando no llueve y hace calor me lo quito
me hundo en la noche oscura y mojada
o me hundo en el día lleno de sol, seco.
mi sobretodo es humano y feo
y todos los domingos guarda en sus bolsillos





POEMA TRISTÍSIMO

Si muero
te invito al sol
alma mía
y no olvides
llevar tu cuerpo
Sufriremos felices
y juntos seremos
carne de luz
en la memoria de Dios
Y si no hay Dios
lo mismo da
Recordaremos el sol
que tanto nos gustaba
allá en Cali Colombia
Nuevo Mundo ¿Recuerdas?
¿O era en la luna?
¡Lo olvidé!





TIEMPO DE VIDA

Preso de tus temores
Y dueño de tu pasado
Buscando un sentido a la vida
Y perdiéndote por no encontrarlo
Hieres tus sentimientos
Y reaparecen viejas heridas
Las penas las llevas dentro
Calladas y bien escondidas
Para que nadie sufra tu lamento
O para no ser motivo de risa
Lanzas tus rimas al viento
Y te contesta con una brisa
El sabe de tu sentimiento
Y refresca tus alegrías
Su fuerza barre el sendero
Se lleva las hojas marchitas
El pasado te trae recuerdos
Y en ellos se personifica
Cobra vida en tus sueños
Y se convierte en pesadilla
Odias el pasado artero
Mas bien prefieres la brisa
Pero todo lo mata el tiempo
Es así el tiempo de vida
Nadie puede detenerlo
Y te da sabiduría
Aunque no logres comprenderlo.





UN GIRASOL PARA MI MUERTE

Viernes veintitrés: Lo único que siempre dejo para mañana, es mi muerte.

Sábado veinticuatro: “Gonzalo Arango ha muerto”. Decían las emisoras.

La noticia cayó en la ciudad como una hecatombe. Era trágico. En principio se dijo que me habían asesinado. Luego, amigos compasivos dieron la versión de un inocente suicidio. Otros, menos amistosos, comentaron: “Claro, no podía reventar sin hacer el show”. Los últimos, sin ocultar una alegría perversa, se limitaron a desearme buen viaje: “Con tal de que se muera, aunque se vaya al infierno”.

Yo era inocente de todo. A esas horas, tres de la tarde, mi vecino me despierta con un grito desde el solar. Abro la ventana, nos saludamos.
—¿Estás bien?

—Sí, muy bien, gracias. ¿Qué pasa?

—Acabo de oír por una emisora que te habías suicidado.

—¿Yo? Estoy durmiendo...

—Qué raro... Bueno, te felicito... Me alegro que sea falso.

Miro mis manos: son mis manos con su circuito de venas; los dos dedos del tecleo tienen las uñas sucias. Prometo limpiarlas a primera oportunidad, pues nunca se sabe. No luciría bien un cadáver con las uñas mugrosas, no es estético.

Como no soy ingrato, agradezco a mi vecino su preocupación por mis “uñas”, y bajo la persiana. Trato de reanudar mi sueño, pero la noticia me desvela. Enciendo la radio. Hago un recorrido fugaz por las emisoras a ver qué dicen. Efectivamente, se dice que estoy muerto y que se busca mi cadáver para hacerme un reportaje. Como no me encuentran, recogen rumores en los cafetines que frecuentan mi generación. Por teléfono desfilan las voces de mis amigos artistas:

“Gonzalo sería el último en matarse” (voz de Santiago).
“Yo no creo, ese Gonzalo es un vividor” (voz de Dulzaina).

“Yo no sé nada... y me da lo mismo” (???).


“Pero, ¿es que ustedes no lo conocen todavía? Ese tipo es un publicista y les está tomando el pelo. Lo que pasa es que esta semana va a lanzar su disco 'Nadaísmo' y se quiere poner de moda, no le paren bolas...” (voz femenina que me detesta tiernamente).

El locutor aconseja no perder la sintonía mientras me encuentran. Pero nadie da con mi cadáver porque vivo muy lejos y muy solo. Cuando muera seré como hoy: un cadáver anónimo que se pudre en silencio. Por toda declaración apestaré para decir al mundo que ya no existo.

Fumo, trato de olvidar. No sé quién ha hecho circular semejante canallada y con qué fin. Me importa un comino que esa tipa piense que soy un “publicista”. Pero me alegro de no darles ese gusto por hoy. A pesar de todo, estoy horrorizado.

Bajo a la tienda a telefonear: “No te preocupes, mi amor, están dando la noticia de que estoy muerto; como ves, es falso. ¿Vamos esta noche a la película de Bergman?”.

Por supuesto, es una mujer. Dice que no puede ir porque tiene un “party”. Dios mío, estas novias que me invento cambian a Bergman por un té. Si de verdad estuviera muerto, seguiría arreglando los floreros y poniendo manteles. Mañana las lágrimas, los sentimientos pueden esperar, pues son eternos. Estoy deprimido.

Abro la libreta para hacer otras llamadas... Desisto. ¡Qué diablos! En realidad no tengo a quién llamar. Me doy cuenta lo poco que me interesa la gente, y sin embargo, tengo amigos, mujeres, mi pequeña historia de hombre. Mi familia está lejos y no será posible consolarla. Además ellos han aceptado desde siempre mi destino trágico. Sólo tendré que dejarles los gastos del entierro para que no me lo reprochen. No quiero ser un cadáver injusto, y hay que ahorrar maldiciones póstumas que pueden ser peligrosas allá.

Me pregunto qué son, qué hacen aquí estas pilas de nombres que desfilan por mi libreta. De repente los veo borrosos como fantasmas, existencias fortuitas, ridículas, que pudieron no existir. Lo mismo yo: si no hubiera nacido, ellos existirían igual. Y esas mujeres que he amado, ¿qué han ganado con mi amor o qué han perdido? Todo era un juego, una pasión inútil. Pues si yo no existiera, “otro Gonzalo” con otro cuerpo las amaría por mí, se dirían secretos, se confesarían la misma pasión. Otros besos las harían estremecer de placer; otras palabras bautizarían esa dulzura. Su felicidad nunca había dependido de mí, sino del azar. Yo había encarnado por un instante la aventura, su rostro furtivo, la imagen de un sueño tan pronto amado como esfumado por un hecho trivial: el silencio, el ruido de un disparo, el golpe de una puerta que se cierra. El reloj seguiría inmutable como si nada hubiera sucedido. Ahora lo sé: ¡La vida es una sucesión de casualidades, y nada es verdad! Sólo la muerte existe.

A todo eso que hacen lo llaman “el destino”. Sobre tanto ruido, viento y desdicha fundan su “inmortalidad”, su razón de vivir. Quizás yo hago lo mismo con estas esperas y estos triunfos que vanidosamente llamo mi “gloria”. Y sin embargo, en el fondo de esta miseria los compadezco y hasta los desprecio. Arruinan sus vidas en vacilaciones y en egolatrías miserables: se drogan para sentirse dioses, para ser lo que no son, para olvidar que existen y que van a morir...

Ya es de noche: salgo a la calle a ver qué aire devastado dejó “mi muerte” en la ciudad. Pues bien: ahí está la ciudad indiferente, “sin mí”. Leí los diarios, me hice embolar, compré lotería. Hice las cosas idiotas que hacen los hombres. Me paré en una esquina a ver pasar gente. La Séptima era un río oscuro, trepidante. Risas, rumores, silencios: la rutina de los vivos. Nada había cambiado “con mi ausencia”. Incluso, se me saludó sin pasión, como si mi existencia fuera un don que esta chusma mereciera desde siempre. Nadie me dijo “lo siento” o “lo felicito” . Y la implacable llovizna: todo húmedo, nadoso, aburridor. Ciertamente parecía un decorado para el suicidio.

De regreso a mi cuarto me asalta un insólito delirio de persecución. Pensé aterrorizado que tal vez me querían matar. Por las dudas, abro en mi bolsillo mi navaja automática made in USA, y enfrento a los sospechosos de la noche. No parecían interesados en mi reloj, ni en mi muerte. Ya en mi cuarto, devuelvo la hoja inoxidable a su posición inofensiva. Pongo a Sibelius en la radiola y me tumbo en la cama con inocencia. Me reconcilio, sé que existo. Ningún presagio ni mariposa negra amenaza esta soledad. Me deslizo en un vacío tan puro, la perfecta quietud, es casi un sueño: ni recuerdos ni pensamientos amargos: la nada azul, el olvido...

Ahora amanece y el día es tierno: estoy cansado. Debe ser el oficio de vivir. Hoy, como todas las mañanas, vino el pajarito que canta en el solar, sobre las ramas del limón. Es tan triste su melodía, como de un corazón que sufre. Pero el hombre no conoce el sentido de su dolor. Me pregunto si su canto no alude a cierta “idea” de morir, pues no niego su alma. En todo caso, sé que su melodía no tiene qué ver conmigo: si ayer hubiera muerto, hoy cantaría lo mismo, él cantaría hasta el fin, por eso es un pájaro. Ni mi vida ni mi muerte eran el objeto de su canto. Tal vez el objeto de su canto era el silencio.

Pero no moriré aún, lo juro por mi alma. La muerte sólo recuerda a aquellos que la olvidan. Yo no la olvido, al contrario: le profeso un terror religioso, de ídolo negro. A ella le agrada que le teman, que la admiren, pues es vanidosa y femenina. Todo lo perdona, menos la indiferencia. Entonces mata para ser recordada, para vengarse. Ella “vive” del tiempo y del miedo de los hombres, su alimento es la desesperación. La muerte existe solamente en el hombre: por eso no muere el mar, no muere el río, no muere el árbol, no mueren las estrellas. Sólo muere el hombre, porque “sabe” que muere.

Debo a la muerte, y algún día pagaré. Al nacer acepté el precio de vivir y lo encontré terrible. Para no morir me hice religioso, me aterraba el aniquilamiento, me parecía injusto no ser más, despedirme de mí mismo para siempre. Era un juego de ilusiones y de niño. Luego descubrí mi dura verdad de hombre y acepté la derrota. Desde entonces no aposté más a la ilusión sino a la vida y a este mundo. Pagaré no ser eterno, pero después de vivir plenamente. Aún soy pobre. Sólo la vida me hará rico para pagar al destino. Vivir es un precio tan alto que sólo se paga muriendo. Negar la deuda o apelar a la resignación no resuelve nada, no es viril. Y además, no hay que ser ingratos, pues la miseria total habría sido, por ejemplo, no haber nacido.

Ya no aspiro a otra vida, es cierto, pero aspiro a ésta plenamente. Restituyo a mi barro un orgullo y una dignidad. Soy de aquí, soy del tiempo, y amo esta tierra que es un astro de flores, de mujeres, de mares, y para decirlo humildemente: ¡No soy un dios! Tampoco lo lamento. Pues soy de carne, canto y en mi conciencia de luz giran los dioses y los planetas. Estoy orgulloso de mí mismo, y nada se ha perdido. Ni siquiera el paraíso.

A los amigos que me honraron con sus notas fúnebres, pido perdón por defraudarlos. Los elogios pueden esperar como el verano, y como yo.

Con la luz que agoniza se harán los girasoles de mi tumba. Será, pues, para otro día. Lo prometo. Sólo lamentaré no estar para leer las notas y pegarlas en mi colección de vanidades. Con ellas cerraría el álbum que contiene mi pequeña historia de poeta y de narciso. Al final, hasta podría poner de epitafio esta frase de Shakespeare:

“La vida es un cuento contado por un idiota”.

Días después de escribir este relato, recibo cartas y recortes de amigos, donde me explican que un joven desengañado se colgó de un naranjo en Medellín. Lo siento mucho. Por desgracia, el joven suicida se llamaba “Gonzalo Arango”, como yo. Eso indica que llamarse Gonzalo Arango es un honor que mata. Con semejante nombre sólo quedamos dos: yo, y otro que está en “La Gorgona”, por asesino.


SOLEDAD BAJO EL SOL

En Magno, como en el cerebro de las mujeres, no hay misterios.

Magno es un pueblo sin edad. Suponiendo que era tan viejo como los siglos, sus habitantes resolvieron celebrarle un centenario. Entonces se dieron cuenta de que era un pueblo sin fechas y sin fundadores: un pueblo ahí, secamente, que se aburría en el tiempo, bajo el sol.

En Magno no pasa nada. Es de esos pueblos olvidados y anónimos que ni siquiera figuran en el mapa. Donde la gente nace y muere al azar, porque tiene que nacer y morir. Eso no interesa.

Los 712 habitantes se conforman a la vida como a la salida del sol. Todo es natural. Hay un Dios que reposa sobre una fe ciega. Inclusive los misterios de esa fe son naturales, para ellos no son misterios.
Yo veo a Magno desde el “Bar Pereza” como es: la Calle Real, que es larga como el gran minutero del reloj de la iglesia, y dos callecitas laterales que parten de la plaza en forma de cruz.

Enfrascado en su rutina, Magno es una aldea perdida en un lugar del mundo, sin caminos, sin leyes, sin porvenir. La iglesia y un cementerio en medio de pantanos y yerbajos venenosos son el principio y el fin de su destino. Su futuro y su tradición se confundieron hace largo tiempo y ahora son una misma cosa. Porque Magno es un pueblo sin historia.

Desde la plaza se cuentan las estrellas de siempre: están en el firmamento. Se diría que de todas partes está dirigido su destino, marcado para toda la eternidad contra la libertad y el querer de los hombres. Pero nada cambia en Magno porque los hombres no quieren nada.

Una tarde se estremeció el Bar Pereza cuando los jugadores de dominó cambiaron la rutina de sus conversaciones o el pesado plomo de sus silencios y se decidieron a hablar:
—¿Viste la mujer? —dijo uno.
—¿Qué mujer? —dijo otro distraídamente, colocando un 5 y un 6 en el extremo sur del escarabajo del juego.
—Entonces no has visto nada —dijo el uno, pasando.
—Yo la vi —dijo un tercero—. Vino al estanco esta mañana.
—¿Qué hacía en el estanco? —preguntó el 5 y 6.
—Compraba tabaco y tapetusa —dijo el tercero abriendo la pupila con dos dedos sucios.
—Mala suerte —dijo el 5 y 6—. Me cerré el juego.
Pasé a otra mesa donde jugaban naipes y el que tenía 3 ases dijo:
—Debe ser de la capital, con una piel de zorro para cubrirse su piel de zorra.
—¿Por qué tendría que venir a este maldito pueblo? —dijo otro maldiciendo sus dos pares a la K.
—Los que la conocen dicen que tiene pelos de dos colores. Los de la cabeza son rojos.
—Debe ser el mismo demonio —dijo el de los tres ases.
Me retiré a la plaza. Bajo la sombra del tamarindo mayor conversaban los notables, gente que no se mezclaba con la chusma del Bar Pereza, y prefería sacar a la plaza sus tazas de café para beberlo a la sombra del tamarindo. Fumaban.
—No podemos tolerar un burdel en el pueblo. Eso no se ha visto nunca en Magno —dijo el del cigarro.
—Tiempos endemoniados estos que corren —dijo el que no fumaba.
—¿Qué dirán nuestras hijas y las madres de nuestras hijas? —dijo el que fumaba una pipa de bambú.
—¡Qué escándalo para la moral de Magno! ¡Qué vergüenza! —dijo el del cigarro.
—Hay que echarla —dijo el que no fumaba.
—Hay que echarla —convino el de la pipa.
—Estamos de acuerdo —dijo el del cigarro—. Hay que echarla.

Meditaron y tomaron sorbos de café frío. El del cigarrillo y el de la pipa, ante la gravedad de la situación, fumaron y lanzaron nubes de humo. Silencio. El humo se enredaba en el bigote de los fumadores.

—¿Qué dirá el Reverendo? —se decidió a preguntar el que no fumaba, que evidentemente no necesitaba la inspiración del humo.
—Dice que Magno recibe un castigo por su impiedad y que el pueblo está amenazado por una terrible cólera del cielo —dijo el del cigarrillo humeando.
—Tenemos que evitarlo —dijo el de la pipa de bambú, preocupadamente.
—Sí. No podemos pagar justos por pecadores.
—Una mujer mala es enviada por el demonio —dijo el del cigarro—. Tenemos que evitar que el mal se apodere de Magno.
—Tenemos que evitarlo —corearon los tres viejos sin fumar.
—Debemos —dijo el que no fumaba con una voz de sentencia.
—Debemos —juraron los otros dos, y se levantaron y caminaron en alguna dirección.

La plaza reventaba de calor. Hojas tostadas y amarillentas alfombraban los guijarros. Unos bueyes perezosos mascaban plátanos podridos y echaban una baba verde por la trompa. Un perro orinaba contra la raíz del tamarindo y saltaba sobre las patas para atrapar una mosca. Mariposas giraban sobre un estanque de aguas sucias. Una libélula zumbaba en el aire caliente como un avión y se aposentaba en el anca de un buey echado. Una gallina cacareó en el escarbadero y atravesó la plaza con una lombriz en el pico.

Nada sonaba en Magno. El silencio estaba cansado de emitir su voz que ya nadie oía. Sólo el ruido de las monedas jugadas a la “cara o sello” por jóvenes vagabundos que se dedicaban al juego para no aburrirse de los prolongados y fatigantes días de Magno.
Si en Magno pasara algo, ese día de sol abrumador y de terrible calor podía ser un día cargado de presagios.

—Ahorraré para ver a una mujer de esas —dijo el que apostó a “sello”, recogiendo las monedas del polvo.
—¿No te da miedo? —dijo el de “cara”.
—¿Miedo yo? —dijo desafiante el de “sello”—. Magno no ha parido la mujer que me asuste.
—A decir verdad —dijo el de “cara”— también me gustaría ir. Para creer hay que ver.
—Y tocar.
—Entonces iremos juntos.
—Iremos. Es un milagro en Magno.

Los dos tahúres resolvieron juntar todas sus ganancias para el fin de semana, y decidieron no jugar entre sí para no perder. Se separaron y fueron a buscar otros tahúres en el Bar Pereza.

Los jugadores escucharon a los tahúres con aire ausente:
—Se llama Susana.
—¿Quién se llama Susana?
—La pelirroja.
—La que vive en “Las Brisas” cerca del cementerio.
—Susana cayó en Magno como una peste.
—Susana no es una mujer, es un demonio pelirrojo.
—Yo digo que es una mujer como todas.
—Susana no es una mujer como mi hermana.
—Ni como mi madre.
—Ni como mi novia.

El que dijo que Susana era una mujer como todas era el tahúr del “sello”, que seguramente ya la amaba si fuera posible amar a Susana. O al menos era ya un ídolo en su corazón de adolescente que admira desde el pudor de sus presentimientos, de su adivinación y de su inocencia, las aventuras y la mala reputación de una mujer como Susana.

Los que sostenían con una pasión cercana a la ira que Susana era un monstruo, tiraron la baraja sobre el deslucido tapete verde, y desafiaron al tahúr del “sello” para defender el honor de sus mujeres. El que tenía por Susana una pasión semejante a la aventura, dijo:
—Es lo que dice todo el mundo en Magno. Yo ni siquiera la conozco. Sé que todas las mujeres en Magno son buenas mujeres: algún día me casaré con una de ellas.

Los tipos se calmaron, pero uno advirtió:
—Mide tus palabras, o te rompo la cara. Y no queremos jugar más contigo.
El tahúr del “sello” se retiró humillado y vagó un rato por la Calle Real, y otro por la calle lateral derecha, y otro por la calle lateral izquierda, hasta que agotó todas las direcciones, toda la cólera sombría y todo el oprobio, que se dulcificó con el cansancio. Luego regresó muy desolado al punto de convergencia de esa cruz llamada Magno, que era la plaza sembrada de guijarros y tamarindos.

Por primera vez había nacido en su corazón el odio, y sobre ese odio irritado, en el fondo de sus sentimientos inconfesables, crecía una especie de admiración por Susana, una admiración tan fuerte como el amor.

La zozobra crecía en Magno como las flores amarillas en los almendros; como los torrentes de calor al medio día, como los presagios de que algo extraño, una fuerza innominada y potente iba a estallar, a salir de los presentimientos oscuros y siniestros a una realidad bajo el sol.

Los notables deliberaban en la sombra. Se discutía en concilios secretos el porvenir de Magno, como si su existencia estuviera amenazada por una peste mortífera. Se vivía en el terror. Extraños designios estaban por aparecer. Pero sobre las calles silenciosas seguía brillando el sol, bajo un cielo que era el cielo de siempre: presente y olvidado, sin edad, sin porvenir, constelado de luz, desvanecido en el sueño, cálido en el verano, centelleante con sus luces de magnesio que eran las estrellas perdidas en la noche, inmemoriales y vagabundas, sin principio ni fin, viejas como el mundo. Dorado cielo de Magno. ¡Cielo!
A las 2 de la tarde era martes en Magno y en el resto del mundo. Una hora marcada en el reloj que parecía un lunar enmarcado en el dintel rojo de la iglesia. Nubes de calor flotaban a esta hora sobre la paja de los ranchos o sobre los tejados umbrosos manchados por la ceniza del verano. Se podía pensar que a las 2 de la tarde era una hora ingrata. Una hora que podía ser la una sin que nada sucediera, o las tres para que fuera un recuerdo lo sucedido. Como si se tratara de un parto, allí iba a nacer algo. Todo estaba preparado para la espera. La gente esperaba tranquilamente bajo el fuego del sol, porque eso iba a nacer, iba a suceder por fin.

Un niño paralítico rengueaba sobre los guijarros de la plaza, inocente de ese algo innominado que iba a pasar. Ese algo abstracto había nacido ya en la conciencia de algunos habitantes, había tomado cuerpo en el presentimiento. Para otros, los que esperaban sin saber qué esperaban, era apenas una sospecha, una especie de terror oculto: no esperaban nada, pero algo insólito era anunciado en el aire como un tambor que resonara desde lejos anunciando una catástrofe y que no serían defraudados.
El niño paralítico arrastraba una cinta amarilla, a la que ató una ratica muerta, un poco agusanada, algo podrida, y la arrastraba tras sí como para consolarse de que también las ratas se arrastraban y no sólo él, como si no fuera excesiva su parálisis para los guijarros de la plaza.

Los habitantes que esperaban ahuyentaban con yarumos y paraguas el radiante sol, blasfemaban contra el niño paralítico y se alejaban al paso de la carroña. Pero el chico no oía los insultos, o no le importaban, y seguía rondando con su macabro juguete.
Algunos niños que no esperaban nada sino que miraban a la gente que esperaba con aterrada gravedad, persiguieron al paralítico haciendo bulla, como un cortejo, y arrojaban terrones contra la rata. A veces eran piedras que hacían blanco y estallaban el ya podrido vientre del animalito.

—¡La mamá de Zongo tuvo una rata!
—¡Zongo tiene un hermanito!
—¡Zongo es un ratón! —chillaban.
Zongo halaba de la cinta y ocultaba el bicho bajo los pliegues raídos y polvorientos de la ruana.

Sin saberse por qué, pues ése era un día más en Magno, un día como todos, unos músicos folclóricos ejecutaron una melodía en el atrio de la iglesia. La gente se agrupó en torno, pero otros no se movieron de los quicios, ni de los bancos bajo el tamarindo, agobiados por el calor. Sólo se notó que el hueco color de miedo de las ventanas se llenó con rostros de mujeres que seguramente habían recibido la consigna enigmática de permanecer.

Cuando terminó la música, las miradas se dirigieron a la calle alta de la iglesia, terminal de la Calle Real, fin de la cruz de Magno, y todos se desbandaron. Todos, menos Zongo, que seguía arrastrando su carroña.

Luego irrumpió la multitud delirante, sofocada, precedida por cuatro hombres que arrastraban con lazos a la mujer. Según la tensión de las cuerdas, la mujer caía o era levantada y eso se repitió largo tiempo alrededor de la plaza. Los guijarros se salpicaron de sangre, y el aullido de la multitud era un rugido salvaje que se elevaba por encima de los almendros hasta el cielo impasible, a nombre del cual se ejecutaba la venganza.
Cuando la multitud se silenció, la mujer fue abandonada sobre las piedras: todavía parecía agonizar en sus convulsiones, ritmo animal de una oscura fisiología, pero luego se quedó quieta como una cosa.

Frente al atrio, de espaldas a la mujer, retumbó un griterío de júbilo. Los músicos folclóricos atacaron la misma melodía triste y pegajosa, mezcla de miel de abejas y perfume de crisantemo.

El Reverendo apareció muy solemne y revestido y movió en péndulo el incensario. La plaza se llenó de un humo espeso, nebuloso, que se hizo sofocante al mezclarse a los chorros de calor. Cuando la plaza se cubrió de humo, el Reverendo hizo una señal y todo el mundo se arrodilló. Una bendición lenta y perezosa como un bostezo de elefante cayó sobre las cabezas de los fieles, quietos y mudos en la tarde grávida de incienso y de sol.

Sólo un hombre de espaldas al Reverendo y a la multitud miraba el cadáver de la mujer: era el tahúr del “sello”. Zongo le preguntó señalando el despojo:
—¿Es una rata?
El hombre miró al renacuajo y pensó: “Voy a llorar”.
—Sí —dijo el tahúr con humildad.
Zongo desató la rata y amarró con la cinta una mano de la mujer. Haló. Pero el bulto no cedía. Todavía haló con el resto de sus fuerzas, pero lo que estaba atado a la cinta no se movía. Zongo dijo desilusionado:
—Es una rata muy gorda.
El tahúr no le escuchó. Se lo vio caminar hasta las gradas del atrio donde el Reverendo seguía distribuyendo bostezos de elefante.
—¡Magno! —gritó el tahúr.
Los rostros en éxtasis se levantaron sacudidos por ese grito sucio por el dolor.
—¡Magno, pueblo hijo de perra!
Esto repercutió como un eco en el cielo devastado. Un torrente de asombro se extendió por la plaza y luego se desvaneció. En la ola de calor zumbaban las moscas cuyos motores de run-run se escuchaban en el silencio, mezcla de maldición y de terror.
Zongo desprendió la cinta y sujetó el bichito en cuyo vientre se revolcaban los gusanos sofocados por el calor. Siguió dando vueltas a la plaza. La multitud se dispersó. En alguna parte pusieron una ficha de dominó sobre una superficie de madera.
—¡Zongo es un ratón! —chilló un niñito en la plaza desierta.

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