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miércoles, 2 de marzo de 2011
3387.- ELENA ANDRÉS
Elena Andrés (España, 1931)
Dos mujeres robustas...
Dos mujeres robustas, cuerpos densos,
remaban ayer tarde en una barca
que pulsaba la plata del poniente.
Levantaban los remos con dureza,
se hacían añicos unos sauces altos.
Dos mujeres remaban ayer tarde,
mudas, robustas, demasiado graves,
sendos planetas de carne pesada
ciegos en torbellinos de silencios.
Y se me hirió la calma en la garganta.
Me encogí de hombros y marché despacio.
Y quizás si ahora voy las veré lentas,
levantando los remos,
y esta noche, y mañana, y hasta siempre.
Elena Andrés en Dos caminos (1964), antologado
en En voz alta. Las poetas de las generaciones
de los 50 y los 70. Antología (Ediciones Hiperión,
Madrid, 2007, ed. Sharon Keefe Ugalde).
Águilas del amor
¡Qué tienes tú que ver
con las aves en cruz de los brazos abiertos!
Águilas del amor que navegan espacios.
Los brazos poderosos como pájaros míticos,
que vuelan penitentes
(el vigor constructivo inquebrantable).
Fuertes, auxiliadores.
Ved su cortante vuelo peregrino
por atmósferas rojas.
Hendiendo tempestades, rescatando
a niños paranoicos,
que se creyeron ángeles, subieron
(alas de remolino de una ilusión endeble coloreada)
a un cielo de oquedad, gimen vacío.
Y ya iban a caer
a un limbo de sarcasmo.
Sus caras tan redondas
de mejillas infladas,
como gráficos vientos de barrocas
cartografías azules.
¡Oh locos querubines de alas de papel rosa!
Los brazos voladores
¡Con qué amor os detienen la caída!
Con qué amor os contienen: ya dormidos.
Qué digno es vuestro sueño, la ternura
de una gota de azar en vuestros párpados.
¿Volveréis a nacer?
¿Sonreís al infinito en vuestro sueño?
Los brazos surcadores, cósmicos, del amor
por los espacios.
El Arlequín De Picasso
La ternura
de carne azul. Los ojos
dos gotas del Vacío,
concretas, implorantes
que cayeron,
vivieron en un rostro y se quedaron.
Aureola malva de tristeza tierna,
el desamparo añil.
Arriba hay una estrella plativerde
que se diluye entre la brisa dura,
violácea y táctil
de la compasión.
La estrella se diluye, mientras, alguien
se queda inmóvil, para siempre inmóvil
con gesto congelado.
No se atrevió por nunca
a salir a la danza,
preparado,
se heló el gesto: mira al absoluto.
Forman ángulo obtuso sus dos brazos.
Planas las manos sosas, una al viento
deja flotar maciza, mansa, mansa…
y la otra cae entera,
mas en lance
de cortés timidez torpe recoge
con el denso pulgar la Indecisión,
que es un bonete pardo, casi negro.
La mano iba a caer,
mas se suspende
en un incierto instante…
En su boca se anida en suave trazo
la tristeza soñada
en un extraño trance de prevenida.
¡Ay, su rostro alargado
sin máscara ni arranque,
sólo una bondad-pena!
Arlequín, hijo mío,
hijo mío el más querido.
El que no quise yo jamás tener.
Detrás de las cortinas de Infinito
te adivino y te quiero.
No lo sabes tú bien con qué coraje
te quiero, con qué brío.
Y te mando mis lágrimas de noche.
En alguna alta noche de elegida
rajo en vislumbres el techo, que oprime
de gravedad telúrica
mi pecho y te entreveo;
mis ojos llameantes
pegados a sutiles cerraduras
de puertas-cielos…
A veces logro verte.
Y hasta veo una gota
de estrella derretida,
que corre hacia tu boca dulcemente
y mi orgullo de madre se ilumina.
Hijo mío, el más querido,
el que no quise yo jamás tener.
¡Indefenso!, por siempre
escóndete, por siempre
entre las brumas de algún Infinito.
Bueno. ¡Hijo mío,
hasta cualquier noche!
Hasta la última noche,
que vendrás a buscarme de puntillas,
para no herir del todo
mi última soledad, yo bien conozco
el arrebato de tu delicadeza.
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