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jueves, 8 de julio de 2010

575.- VIRGILIO PIÑERA

Virgilio Piñera

(Cárdenas, 1912 - La Habana, 1979) Poeta, narrador y dramaturgo cubano considerado uno de los autores más originales e independientes de la literatura de la isla, a veces catalogado como integrante de la "literatura del absurdo".

Su vida estuvo marcada por numerosos viajes, sobre todo a Buenos Aires, donde vivió una larga temporada, entre 1946 y 1958. En una primera etapa colaboró en publicaciones cubanas como la revista Orígenes, de gran trascendencia en el panorama literario insular, ya que en su entorno figuraron escritores como J. Lezama Lima y C. Vitier, con quien Piñera mantuvo más de una polémica.

Su relación con Argentina se inició en 1943, a través de una singular correspondencia con el director de Papeles de Buenos Aires, A. de Obieta, hijo de Macedonio Fernández, a quien solicitó colaborar en su revista, a partir de lo cual se relacionó con el grupo de escritores argentinos liderados por Macedonio, que incluía a J. L. Borges. De regreso a La Habana, en vísperas de la Revolución, asistió allí al estreno de algunas de sus obras teatrales y colaboró en La Gaceta de Cuba.

Maestro en el arte de jugar con el absurdo, también como poeta se forjó un merecido reconocimiento con obras como Las furias (1941) o La isla en peso (1943), cuya singularidad se hizo evidente en La vida entera (1968), el libro que resume y antologa los temas constantes de su obra. Su lírica se hizo un lugar en las letras hispanoamericanas como una exploración inédita del inconsciente y de sus posibilidades formales, búsqueda que mantuvo en los restantes géneros que frecuentó.

Entre sus libros de relatos sobresalen Cuentos fríos (1956), Un fogonazo (1967) y Muecas para escribientes (1968), y entre sus obras de teatro Electra Carrigó (1941), El filántropo (1960) y, sobre todo, Dos viejos pánicos, que obtuvo el premio Casa de las Américas en 1968.

En la novela mostró su maestría formal y la densidad de su propuesta: La carne de René (1952), describe un mundo fantástico que no deja de ser vivo reflejo de lo cotidiano; en Pequeñas maniobras (1963) recrea la vida de un hombre deshecho por el miedo; en Presiones y diamantes (1967), reconstruye una sociedad fría donde ya no hay lugar para la comunicación, proceso que culmina en El que vino a salvarme (1970). Otras obras aparecidas póstumamente fueron En el país del arte (ensayo), Teatro inédito y parte de su archivo epistolar.



EL CUCHILLO

La suerte me ha deparado
este cuchillo.
Es tan mío
que le niego
el pasatiempo inocente
de relumbrar.
Atado a una correa
puedo llevarlo de paseo.
Un juez condenaría
al osado que me lo robase.
Podéis protestar,
suplicar, apelar, amigos míos.
Intentaréis desarmarme:
veo en vuestras caras
convulsas el terror.
Pero, desechad temores vanos:
es sólo un esclavo
presto a hundirse en mi pecho.



BUENO, DIGAMOS

Bueno, digamos que hemos vivido,
no ciertamente –aunque sería elegante–
como los griegos de la polis radiante,
sino parecidos a estatuas kriselefantinas,
y con un asomo de esteatopigia.
Hemos vivido en una isla,
quizá no como quisimos,
pero como pudimos.
Aun así derribamos algunos templos,
y levantamos otros
que tal vez perduren
o sean a su tiempo derribados.
Hemos escrito infatigablemente,
soñado lo suficiente
para penetrar la realidad.
Alzamos diques
contra la idolatría y lo crepuscular.
Hemos rendido culto al sol
y, algo aún más esplendoroso,
luchamos para ser esplendentes.
Ahora, callados por un rato,
oímos ciudades deshechas en polvo,
arder en pavesas insignes manuscritos,
y el lento, cotidiano gotear del odio.
Mas, es sólo una pausa en nuestro devenir.
Pronto nos pondremos a conservar.
No encima de las ruinas, sino del recuerdo,
porque fíjate: son ingrávidos
y nosotros ahora empezamos.



ALOCUCIÓN CONTRA LOS NECRÓFILOS

De una vez y por todas: ¡a la mierda la muerte!
Mientras más me acerco a ella o ella a mí,
ni yo sé quién soy ni qué soy, le digo,
pero tú tampoco sabes quién ni qué eres.
El hombre te inventó o te dio nombre al menos,
tan sólo eso, que apenas si es algo,
una manera como tantas de infundir terror.
Pero conmigo eso no va, mi hermana.
Y menos, hacerle el juego a tus ritos.
Con los miles de millones de muertos
que conocemos, nuestra visión de ti
tendría que ser más bien risueña
o tan mecánica como la que ponemos
por ejemplo en el papel higiénico.
Si alguien osara en una noche
poblada de relámpagos, ululante el viento,
y todo el decorado de muerte chopiniana,
si alguien osara, digo, en medio de los suspiros,
coger al muerto por los cabellos
igual que a una peluca inservible,
y decir, con voz muy natural:
ya no es como nosotros, y aquí, señores,
no ha pasado nada, ¡y siga la fiesta!
De modo que en vista de la muerte,
de la muerte natural por supuesto,
mucha naturalidad, tanta
que hasta el muerto se vuelva natural,
tan natural que se entierre o se queme
sin derramar una lágrima.
Tenemos que reservarlas
para cuando nos duelan las muelas.
Y si digo la muerte natural
es porque las provocadas
por la mano del hombre contra otro,
no han de ser lloradas por muerte
sino por vida que la vida
no segó a su hora.
No practiquemos el culto de los muertos,
¿acaso podemos pedirles
que practiquen el culto de los vivos?
La comunicación se ha cortado:
ni nos hablan ni nos oyen.
Hablemos pues con los vivos,
hasta que podamos.

Una broma colosal. La isla en peso, Tusquets Ediciones,
Barcelona, 2000, págs. 145-253



PASEO DEL CABALLO

Encanta el caballo viniendo de flanco,
el caballo con sus cuatro cascos provocando la tierra;
encanta en las mañanas con descargas de fusilería.
Pero advertid que el caballo no comparte nuestra admiración.

El caballo es llevado por su carne
y lo que de él se mueve en un espacio es su forma:
su forma que podría ser o una flor o un guante.
El caballo ocupa un espacio más su relincho.

Encanta el caballo cuando caracolea.
Estas suertes gentiles son la desesperación de sí mismas;
si el caballo quisiera caracolear nada más que para sí
tendría que no caracolear y permanecer cosido al suelo.

Pero el pueblo es cruel y le encanta el caballo
en las mañanas con el asfalto mojado por el rocío.
Un latigazo, y el caballo avanza piafando.
Pero el pueblo ignorará siempre que el caballo
no sabe que él es un espectáculo matinal.

¡Mirad cómo avanza un caballo llevado por su forma!





PIN, PAN, PUN

El niño me mató con su fusil de palo. Muerto empecé a verlo
en su lento crecimiento hacia la crueldad.
En estos días me gusta escuchar los disparos. Se tiñe
de sangre el horizonte. Todos afirmamos que la felicidad
es una bala.



¿SE DIJO?

¿Se dijo o no se ha dicho?
Oíamos entretanto la música, acompañada del piafar de los
caballos. Un modo de eludir las enojosas preguntas.
Con todo, si se ha dicho o no, me preocupa.
¿Te acuerdas del sentido?
Si carece de sentido, callaremos.
¿Callar, se puede?
De cada lengua salen pistas de aterrizaje, hacia las pistas
practicadas en los oídos. Callar sería catastrófico: secaría la
emoción. Las palabras no podrían despegar.
–Dime si ya se dijo. Quizá recuerdes una palabra. Lánzala de tu
rampa de despegue. Lánzala hacia este oído, que se está
muriendo por oír.
Tu silencio llena mi pecho con vacíos pintados de cal.
Blanco, esparcido blanco.
Si te obstinas en callar, sin una mancha estará mi alma.
Enviléceme: habla.
Dime cuatro verdades.
Necesito tu voz y tu verbo.
Deberé luego hundir un puñal en tu pecho.

Poemas desaparecidos. La isla en peso, Tusquets Ediciones,
Barcelona, 2000, págs. 255-322


EL HECHIZADO

A Lezama, en su muerte

Por un plazo que no pude señalar
me llevas la ventaja de tu muerte:
lo mismo que en la vida, fue tu suerte
llegar primero. Yo, en segundo lugar.

Estaba escrito. ¿Dónde? En esa mar
encrespada y terrible que es la vida.
A ti primero te cerró la herida:
mortal combate del ser y del estar.

Es tu inmortalidad haber matado
a ese que te hacía respirar
para que el otro respire eternamente.

Lo hiciste con el arma Paradiso.
-Golpe maestro, jaque mate al hado-.
Ahora respira en paz. Viva tu hechizo.



ISLA

Aunque estoy a punto de renacer,
no lo proclamaré a los cuatro vientos
ni me sentiré un elegido:
sólo me tocó en suerte,
y lo acepto porque no está en mi mano
negarme, y sería por otra parte una descortesía
que un hombre distinguido jamás haría.
Se me ha anunciado que mañana,
a las siete y seis minutos de la tarde,
me convertiré en una isla,
isla como suelen ser las islas.
Mis piernas se irán haciendo tierra y mar,
y poco a poco, igual que un andante chopiniano,
empezarán a salirme árboles en los brazos,
rosas en los ojos y arena en el pecho.
En la boca las palabras morirán
para que el viento a su deseo pueda ulular.
Después, tendido como suelen hacer las islas,
miraré fijamente al horizonte,
veré salir el sol, la luna,
y lejos ya de la inquietud,
diré muy bajito:
¿así que era verdad?



LA ISLA EN PESO (Fragmentos)

La maldita circunstancia del agua por todas partes
me obliga a sentarme en la mesa del café.
Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer
hubiera podido dormir a pierna suelta.
Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar
doce personas morían en un cuarto por compresión.
Cuando a la madrugada la pordiosera resbala en el agua
en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones,
me acostumbro al hedor del puerto,
me acostumbro a la misma mujer que invariablemente masturba,
noche a noche, al soldado de guardia en medio del sueño de los peces.
Una taza de café no puede alejar mi idea fija,
en otro tiempo yo vivía adánicamente.
¿Qué trajo la metamorfosis?
[?]
Hay que saltar del lecho y buscar la vena mayor del mar para desangrarlo.
Me he puesto a pescar esponjas frenéticamente,
esos seres milagrosos que pueden desalojar hasta la última gota de agua
y vivir secamente.
[?]
Llegué cuando daban un vaso de aguardiente a la virgen bárbara,
cuando regaban ron por el suelo y los pies parecían lanzas,
justamente cuando un cuerpo en el lecho podría parecer impúdico,
justamente en el momento en que nadie cree en Dios.
Los primeros acordes y la antigüedad de este mundo:
hieráticamente una negra y una blanca y el líquido al saltar.
[?]
Los cuerpos en la misteriosa llovizna tropical,
en la llovizna diurna, en la llovizna nocturna, siempre en la llovizna,
los cuerpos abriendo sus millones de ojos,
los cuerpos, dominados por la luz, se repliegan
ante el asesinato de la piel,
los cuerpos, devorando oleadas de luz, revientan como girasoles de fuego
encima de las aguas estáticas,
los cuerpos, en las aguas, como carbones apagados derivan hacia el mar.
[?]
Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad,
un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios:
un velorio, un guateque, una mano, un crimen,
revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua,
haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando sus riñones,
un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono,
sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir,
aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla;
el peso de una isla en el amor de un pueblo.




LOS DESASTRES

I

Nadie medita la murena.
Un tema de la romanidad:
yo no sugiero los esclavos,
no digo la voracidad.

Entre la cabeza y la cola,
en ese espacio sin salida
la murena se desola.
No es un problema de comida.

Todo el mundo pontificaba
que la murena resolvía
un punto de gastronomía.
Quizá si el césar sabía…

El esclavo bajo las aguas
era un pretexto romano;
el pueblo chocaba las manos,
la murena se oscurecía.

La beatitud de la murena
no salía a la superficie.
¿Qué cabellera para asirla?
si la murena es la calvicie.

La salvación por un cabello,
la beatitud en el espacio;
la murena como un palacio
deshabitado no podría.

Nadie defina que es marino
el silencio de la murena;
es un silencio repentino
el silencio de la murena.

Escucha entre dos sonidos
su silencio como una almena.
Su silencio de murena
es la flor del escalofrío.

Muerde la memoria acuática
la fulguración de su lomo
y la tristeza como un plomo
muestra la murena enigmática.

I I

La ostra en su tiniebla asume
el quietismo, el modo linfático;
su duración se resume
en el estar matemático.

Entre nadas su ser inunda.
Chorros de nada para hacerla,
¿cómo puede ser que la perla
sea la enfermedad de una tumba?

La delectación en su costra
es el juego de la mortaja
¿no sabe separar la ostra
el abanico de la caja?

El abanico inconsolable
en el aire de la campana
sobre la ostra se amortaja
como un estilo memorable.

Ninguna mano pueda alzarte
en su concha Venus surgente;
bajo ese techo era su arte:
el de la ostra secamente.

Hila su palpitación verde
con simetría de sepulcro;
yo no sugiero llamar pulcro
al consonante que se pierde.

Pero su ataraxia anula
al motor del conocimiento:
no rima la ostra simula
el artificio del acento.

El artificio donde habita
la música que no se escucha:
la música como una trucha,
bajo su hielo se ejercita.

En el artificio se afina
la única testa que no piensa.
Y apoyada sobre su ruina
la ostra la música trenza.

I I I

Esa manera de la hiena
Despide un olor especial;
no es un capítulo del mal
esa manera de la hiena.

Su pestilencia desconoce.
Ese tema de la literatura.
La cantidad de su fragancia
reconstruye esa boca pura.

Si la hiena se estimula
con la víscera nauseabunda
su instrumento no disimula:
sabed que un estilo funda.

El estilo de la carroña
O la indiferencia glacial.
¿Se vio sonreír a este animal?
Esto lo sabe la carroña.

En el amarillo vuelo del diente
la indiferencia se retrata;
el vuelo que resume la hiriente
sordera de la catarata.

Se desune los vendados pies
su hocico como un insulto
su hocico entre las tumbas es
la duda de una animal culto.

Ese cuerpo de más a menos
desorienta el juego del ojo.
¿Quién pudo mirar de lleno
al triángulo inscrito en su ojo?

Ese melancólico asalto
erige la insepulta memoria;
su respiración de contralto
se afina en el son de la escoria.

¡Oh tú, nocturna, fría, aniquila
la piedad, la piel inmunda;
allí tu perfume destila
fragante dama de las tumbas!



NATURALMENTE EN 1930

Como un pájaro ciego
que vuela en la luminosidad de la imagen
mecido por la noche del poeta,
una cualquiera entre tantas insondables,
vi a Casal
arañar un cuerpo liso, bruñido.
Arañándolo con tal vehemencia
que sus uñas se romían,
y a mi pregunta ansiosa respondió
que adentro estaba el poema.




TESTAMENTO

Como he sido iconoclasta
me niego a que me hagan estatua:
si en la vida he sido carne,
en la muerte no quiero ser mármol.
Como yo soy de un lugar
de demonios y de ángeles,
en ángel y demonio muerto
seguiré por esas calles…
En tal eternidad veré
nuevos demonios y ángeles,
con ellos conversaré
en un lenguaje cifrado.
Y todos entenderán
el yo no lloro, mi hermano….
Así fui, así viví,
así soñé. Pasé el trance.





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