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lunes, 23 de febrero de 2009

70.- ELIZABETH BISHOP

El 8 de febrero de 1911 nació en Worcester, Massachusetts, la poeta norteamericana Elizabeth Bishop, quien fue educada por sus abuelos en Nova Scotia debido a que su padre había fallecido cuando ella sólo tenía ocho meses de vida y su madre padecía una enfermedad mental por la cual tuvo que ser enviada en 1916 a una residencia psiquiátrica.

Durante su estadía en Walnut Hill School, la creadora de obras como “Una locura cotidiana”, “Norte y Sur” y “Cuestiones de viaje” comenzó a publicar sus primeros poemas en una revista estudiantil y, años después de matricularse en Vassar College, fundó junto a otras escritoras la revista literaria independiente “Con Spirito”.

A lo largo de su vida, esta autora cuya obra estuvo influenciada en gran medida por la poeta estadounidense Marianne Moore, conoció una importante cantidad de países y ciudades del mundo y, durante varios años, fijó su residencia en Francia, en Florida y en Brasil.

Además de publicar sus trabajos, esta poetisa que llegó a obtener numerosos reconocimientos tales como el premio Houghton Mifflin Prize de Poesía, el Pulitzer, el National Book Award, el National Book Critics Circle Award, dos becas Guggenheim y el Neustadt International Prize for Literature, entre otros, probó suerte como traductora, escribió artículos para “The New Yorker” y brindó conferencias en diversas universidades, muchas de las cuales la tuvieron también como profesora.

Respecto a su vida privada, puede decirse que Elizabeth Bishop, a pesar de haber mantenido vínculos amorosos con distintas mujeres, sólo tuvo dos relaciones estables: la primera con Lota de Macedo Soares, una arquitecta socialista brasileña de buen pasar económico y la otra, con Alice Methfessel, quien heredó los derechos de la obra literaria de Bishop, luego de que ella, el 6 de octubre de 1979, muriera en su casa de Boston producto de una hemorragia cerebral.



UN ARTE

No es fácil dominar el arte de perder;
hay tantas cosas que parecen colmadas por el deseo
de ser perdidas que su pérdida no es un desastre.

Pierde algo cada día. Acepta la confusión
de las llaves extraviadas, de la hora desperdiciada.
No es difícil dominar el arte de perder.

Practica después perder más, y más rápido:
lugares, y nombres, y las tierras a las que pretendías
viajar. Ninguna de estas pérdidas será devastadora.

He perdido el reloj de mi madre. ¡Y mira!, la última
o la penúltima de las tres casas que he amado se perdió.
No es difícil dominar el arte de perder.

He perdido dos ciudades, hermosas ciudades. Más aún,
vastos reinos que poseía, y dos ríos, y un continente.
Los añoro, pero no fue un desastre.

Incluso perdiéndote a ti (la voz risueña, un gesto que
amo) no habría mentido. Es evidente
que no es difícil dominar el arte de perder
aunque eso parezca (¡escríbelo!) un desastre



EL ICEBERG IMAGINARIO

"Es mejor tener el iceberg que el barco,
aunque ello signifique el fin del viaje.
Aunque permanezca totalmente inmóvil como una nublada roca
y todo el mar fuera móvil mármol.
Es mejor tener el iceberg que el barco;
poseeríamos más bien esta llanura de nieve
aunque las velas del barco anduvieran por el mar
como la nieve yace no disuelta sobre el agua.
Oh, solemne y flotante campo,
¿Te das cuenta que un iceberg reposa
contigo y cuando despierte puede pacer en sus nieves?

Esta es una escena por la que un marino daría sus ojos.
El barco es ignorado. El iceberg se alza
y se hunde de nuevo; sus vítreas puntas
corrigen las elipses del cielo.
Esta es una escena donde quien pasea por la borda
es incultamente retórico. El telón
es demasiado ligero para alzarse en las más finas cuerdas
que las aéreas torsiones de la nieve provean.
La gracia de estos blancos picos
hace sombras con el sol. El iceberg desafía su peso
sobre un movedizo escenario y se está y observa.

El iceberg corta sus facetas desde dentro.
Como las joyas de una tumba
continuamente se protege y adorna
sólo él mismo, quizás las nieves
que tanto nos sorprenden flotando en el mar.

Adiós, decimos, adiós, el barco se pierde
adonde las olas se entregan a otras olas
y las nubes pasan a un cielo más cálido.
Los iceberg son necesarios al alma
(haciéndose ambos de los elementos menos visibles)
para verlos así: encarnados, bellos, indivisiblemente erigidos. "





EDGAR ALLAN POE & LA ROCOLA

Rutilante en el cuarto oscurecido azul como el gas
se consume la rocola; cae la música: azul como la pupila
Starlight, La Conga, todos los bailes de un ciego
en la cuadra de los bares,
oquedades en nuestra menguante luna,
adornados de botellas y luces azules
y conchas y cocos platinados.
Tan suavemente como cae la música,
caen las monedas por la ranura,
los tragos, como solitarias cataratas,
bajan nocturnos por gargantas separadas
y las manos se cubren mutuamente
en la oscura oscuridad bajo
los manteles y todo se hunde,
se hunde y cae– tal como imaginamos
la impotente caída del amor hacia la tierra,
cayendo de la cabeza y el ojo
hasta las manos y el corazón, y más aún.
La música simula llorar y reir,
mientras se rebaja al trago y al crimen.
La ardiente caja puede marcar el compás,
invariable, siempre, y los tiempos fuertes.


Poe dijo que la poesía era exacta.
Pero los placeres son mecánicos
y saben de antemano lo que buscan
y saben exactamente lo que buscan.
¿Es que pueden lograr el efecto singular
que puede ser medido como el alcohol
o la respuesta a la moneda?
–¿hasta cuándo, pues, arde la música?
¿como la poesía, o todo tu espanto
exacto a medias?

(Versión de Jorge Capriata)





I/ CONVERSACIÓN

El tumulto en el corazón
sigue haciendo preguntas.
Y luego se detiene y se compromete a responder
en el mismo tono de voz.
Nadie puede notar la diferencia.

Sin inocencia, estas conversaciones empiezan,
y luego cautivan los sentidos,
como sin quererlo.
Y luego no hay opción,
y luego no hay sentido;

hasta que un nombre
y toda su connotación son lo mismo.




II / LLUVIA HACIA LA MAÑANA

La gran jaula de luz se ha roto en el aire,
liberando, creo, cerca de un millón de pájaros
cuyas salvajes sombras en ascenso no regresarán,
y todos los cables vienen cayendo.
Sin jaula, sin pájaros que espanten; la lluvia
se abrillanta ahora. Es pálida la cara
que probó el rompecabezas de su prisión
y lo resolvió con un beso inesperado,
cuyas pecosas manos, sin sospechar, plantaron.



III/ MIENTRAS ALGUIEN TELEFONEA

Desperdiciados, desperdiciados minutos que no pueden ser peores,
minutos de una bárbara condescendencia.
-Mira los abetos desde la ventana del baño,
sus oscuras agujas, adiciones sin propósito
maderadamente cristalizadas, y en donde dos luciérnagas
no hacen más que perderse.
Oir nada que no sea el tren que pasa, que debe pasar, como la tensión;
nada. Y esperar:
quizá incluso ahora el anfitrión de estos minutos
emerge, algún relajado extraño que no condesciende,
la liberación del corazón.
Y mientras las luciérnagas
no logran aún iluminar este árbol de pesadillas
no podrían bien ser ellas sus alegres ojos verdes.




IV / OH, ALIENTO

Bajo este amado y celebrado pecho,
callado, en realidad aburrido ciegamente venoso,
llora, quizá vive y deja
vivir, pasa apuesta,
algo que se mueve pero invisiblemente,
y con qué clamor por qué moderado
no entiendo ni siquiera un murmullo.
(Mira el delgado volar de nueve pelos negros
cuatro alrededor de uno cinco el otro pezón,
volando casi intolerablemente en tu propio aliento.)
Equívoco, pero lo que tenemos en común está ahí para quedarse,
equivale a lo que sea que debemos poseer,
algo con lo que quizá yo pueda regatear
y lograr una paz separada bajo
dentro si nunca con.

(Traducción de G. A. Chaves, 2009.)



PEQUEÑO EJERCICIO

Para Thomas Edward Warning

Piensa en la tormenta errando inquieta por el cielo
como un perro buscando un sitio para dormir
escúchala cómo gruñe.

Piensa en cómo deben verse ahora los manglares
inmutables ante los rayos
en familias oscuras, burdamente fibrosas

donde ocasionalmente una garza agita su cabeza,
sacude sus plumas, hace un comentario incierto
cuando el agua a su alrededor brilla.

Piensa en el bulevar y en las pequeñas palmeras enfiladas,
súbitamente convertidas,
en montones de flácidos esqueletos de pescado.

Está lloviendo ahí. El bulevar
y sus banquetas cuarteadas con yerba en cada grieta
aliviados por la humedad, el mar por la frescura.

Ahora la tempestad se aleja en una serie
de pequeñas escenas de batalla mal iluminadas
cada una "en otra parte del campo de contienda".

Piensa en alguien durmiendo al fondo de un bote de remos
atado a la raíz de un manglar o al pilar de un puente,
piénsalo indiferente, apenas perturbado.

(Versión de Verónica Volkow)




AIRE NOCTURNO

De la manga de medianoche de un mago
los cantantes de radio
reparten sus canciones de amor
sobre los céspedes húmedos de rocío.
Y como las de las adivinas,
sus predicciones, penetrantes hasta la médula,
son lo que ustedes quieran creer.

Pero en la antena del astillero encuentro
mejores testigos
del amor en las noches de verano.
Cinco lejanas luces rojas
guardan ahí sus nidos; aves fénix
que arden en silencio, donde no alcanza
el rocío.

(Traducción de de Eli Tolaretxipi)




CUESTIONES DE VIAJE

Hay demasiadas cataratas aquí; las corrientes caudalosas
se apresuran demasiado al mar,
y la presión de tanta nube sobre las montañas
las hace caer hacia los lados en cadenciosa y suave moción,
volverse cataratas ante nuestros propios ojos.
—Pues si esas ráfagas, esas kilométricas y brillantes manchas
[de lágrimas,
no son cataratas aún,
en una o dos eras, tal como transcurren las épocas aquí,
probablemente lo serán.
Pero si las corrientes y las nubes viajan, viajan,
las montañas, en cambio, parecen cascos de barcos encallados,
cubiertos de limo y de barnacla.


Piensa en el largo viaje a casa.
¿Deberíamos habernos quedado allá, pensando en este sitio?
¿Adonde tendríamos que estar hoy?
¿Está bien estar mirando a unos seres extraños que actúan en
el teatro más extraño de todos los teatros?
¿Qué infantilismo es éste que, mientras un soplo de vida hay
en nuestros cuerpos, insistimos en correr
para ver el sol del otro lado?
¿El colibrí más pequeño del mundo?
¿Para observar una antigua obra de piedra incomprensible,
incomprensible y hermética,
o cualquier paisaje,
percibido al instante y siempre, siempre encantador?
Oh, ¿debemos soñar nuestros sueños
y poseerlos, también?
¿Y disponemos de lugar
para un poniente más, doblado, tibio todavía?

Pero, sin duda, hubiera sido una pena
no haber visto los árboles al borde de esta calle,
por cierto exagerados en su belleza,
no haberlos visto gesticular
como arlequines nobles, vestidos de rosa.
—No haber tenido que parar a cargar nafta y oído
la triste melodía de madera y en dos notas
de un par de zuecos dispares
haciendo cloc cloc distraídos sobre
un piso de estación sucio de grasa.
(En otro país la calidad de los zuecos habría sido probada.
Cada par tendría idéntico registro.)
—Una lástima no haber oído
la otra música, menos primitiva, del grueso pájaro marrón
que canta sobre la bomba rota de nafta
en una iglesia jesuita barroca de bambú:
tres torres, cinco cruces de plata.
—Una lástima, sí, no haber meditado,
confusa e interminablemente,
sobre la conexión que puede existir por siglos
entre el más rústico calzado de madera
y, cuidadosas, remilgadas,
fantasías talladas de jaulas de madera.
—Nunca haber estudiado historia en
la débil caligrafía de las jaulas de los pájaros cantores.
—Y nunca haber tenido que escuchar la lluvia
tan similar a los discursos de los políticos:
dos horas de implacable oratoria
y luego un abrupto silencio dorado
en el que la viajera toma un cuaderno, escribe:


«¿Es la falta de imaginación lo que nos hace venir
a sitios imaginados, no tan sólo estar en casa?
¿O pudo Pascal, acaso, equivocarse
al proponer no abandonar el cuarto de uno?


Continente, ciudad, país, sociedad:
elegir nunca es vasto y nunca libre.
Y aquí o allá...No. ¿Deberíamos haber permanecido en casa,
dondequiera que eso esté?»

(Traducción de María Negroni)




EL HOMBRE POLILLA

Aquí, arriba,
las grietas de los edificios se llenan de desmenuzada luz de luna.
La sombra total del Hombre es sólo tan grande como su sombrero,
Yace a sus pies y semeja a un círculo donde puede pararse una muñeca,
y él es como un alfiler invertido, la imantada punta hacia la luna.
No ve la luna; observa solamente sus infinitas propiedades
sintiendo sobre sus manos la extraña luz, ni tibia ni fría,
una temperatura imposible de registrar en termómetros.

Pero cuando el Hombre Polilla
efectúa sus raras y ocasionales visitas a la superficie,
la luna le parece un tanto distinta. Emerge
por una abertura debajo del borde de una de las aceras
y nerviosamente comienza a escalar los frentes de los edificios.
Piensa que la luna es un pequeño agujero en lo alto del cielo,
demostrando que la protección de! cielo es del todo inútil.
Tiembla, pero debe investigar tan arriba como pueda trepar.

Fachadas arriba,
su sombra se arrastra detrás de él como el paño de un fotógrafo,
y él asciende con temor, pensando que esta vez conseguirá
empujar su cabecita a través de esa redonda, limpia abertura
y, como por un tubo, ser impulsado en negras volutas sobre la luz.
(El Hombre que se yergue debajo de él no tiene tales ilusiones).
Pero el Hombre Polilla debe hacer lo que más teme,
aunque, por supuesto, fracase, y retroceda espantado, pero ileso.


Luego regresa
a los pálidos subterráneos de cemento que él llama hogar.
Aletea, se agita, pero no consigue subir a los silenciosos trenes
tan de prisa como quisiera. Las puertas se cierran rápidamente.
El Hombre Polilla siempre se sienta en sentido contrario a la marcha
y de inmediato el tren parte a plena, terrible velocidad,
sin cambios en la marcha, ni graduación alguna.
Él no puede calcular la rapidez con que viaja hacia atrás.

Cada noche
tiene que ser llevado por túneles artificiales y soñar los sueños recurrentes
que están debajo de su agolpado cerebro,
así como los durmientes se repiten debajo de su tren.
No se atreve a mirar por la ventanilla,
porque el tercer riel, el intacto trago de veneno,
corre allí, a su lado. Él lo considera como una enfermedad
para la cual ha heredado una predisposición. Tiene que mantener
sus manos en los bolsillos, así como otros usan bufandas.

Si lo sorprendes,
alza tu linterna hasta su ojo. Es todo oscura pupila,
una noche íntegra en si misma cuyo peludo horizonte se estrecha
cuando él devuelve la fija mirada, y cierra el ojo. Entonces, de los párpados
se desliza, como el agujón de una abeja, una lágrima, su única posesión.
Se la enjuga con disimulo, y si no estás atento
se la tragará. Pero, si lo vigilas, te la entregará,
fría como de manantiales subterráneos y lo bastante pura para ser bebida.

(Traducción de William Shand y Alberto Girri)




EL MAPA

La tierra yace en el agua, está
sombreada en verde.
Sombras -¿o son bajíos?- que muestran
en los bordes la línea de largos arrecifes
cubiertos de algas
donde la maleza cuelga desde el verde
hasta el simple azul.
¿O es que la tierra se inclina
para levantar al mar desde abajo,
atrayéndolo imperturbado a su alrededor?
A lo largo de la plataforma de fina arena tostada,
¿es la tierra la que arrastra al mar desde abajo?

La sombra de Terranova yace plana y quieta.
La del Labrador es amarilla, donde el Esquimal soñador
la ha aceitado. Podemos acariciar estas preciosas bahías,
bajo un cristal, como si esperáramos que florecieran,
o como si colocáramos una limpia pecera
para peces invisibles.
Los nombres de los pueblos de la costa
se precipitan hacia el mar,
los nombres de las ciudades
cruzan las montañas vecinas
-aquí el impresor experimenta la misma sensación
que cuando la emoción excede en mucho su causa-.
Estas penínsulas toman el agua entre el dedo pulgar y el índice
como las mujeres al palpar la suavidad de las telas.

Las aguas de los mapas están más quietas que la tierra,
y le prestan a la tierra la propia forma de las olas:
y la liebre de Noruega corre hacia el sur agitada,
los perfiles escudriñan el mar, donde la tierra se encuentra.
¿Están asignados o pueden los países elegir sus colores?
-Lo que mejor vaya con el carácter o las aguas territoriales-
La topografía no muestra favoritos; el Norte
está tan cerca como el Oeste.
Más delicados que los de los historiadores
son los colores de los cartógrafos.

(Traducción de Eli Tolaretxipi)

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