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viernes, 20 de septiembre de 2013

DIMITRIS KALOKIRIS [10.526]


DIMITRIS KALOKIRIS 

Nació en Rétimno, Creta, GRECIA en 1948. 

Obra: La tarde, 1969; El pájaro y otras bestias feroces, 1972; La moneda o parábola de la luna, 1973; Las chimeneas imaginarias, 1977; Cuerpo suspendido, 1980; El muelle, 1984; Viento maligno, 1988. 
Fuente: Dimitas Kalokiris, I prokimea (El muelle), Ypsilon, Atenas, 1984. 




Versión de Horacio Castillo contenida en Poesía griega moderna - Editorial Vinciguerra-Buenos Aires- 1997.




HELENA

Ahora abre la marcha 
en la helada noche. 

A veces 
cuando el eje de la humedad hace girar al mundo 
y el filo desgarra la carne de la Luna 
desde el cráter de Jonia 
hasta el mar de Artajerjes 

igual que una plateada Harley que se hunde 
entre relámpagos como en las películas 
y recorre el pavimento 
hasta el fondo del signo solar

(para que desborde al invierno la órbita 
de la negra bandera de noviembre) 

A veces 
cuando la palabra y el silencio 
litigan obstinadamente sobre el sentido 
desde el desierto tálamo de Heléptolis 
hasta la elíptica de Zeus —quien quiera que sea— 
y detiene el proceso de corrupción
y detiene el proceso de corrupción
para hacer visibles en la oscuridad tal como entran
y salen al rojo vivo en el etilo y el azufre
los móviles signos de la noche

(mientras centellean y se dispersan silbando 
en la naturaleza visible de la desesperación) 

A veces 
cuando la mano se desvela 
y vaga invisible por la acrópolis 
en el florido invernadero de la Kore 
para que encarne en seda 
la ley electrizada 

como el sueño salta de los cobertores
y se desvanece sobre las antenas y las cocinas
en las tiendas de telas multicolores
de recuerdos de guerras secretas

(en los frascos de menta de los buenos tiempos 
en las peluquerías y talleres mecánicos) entonces 

El amor 
gira e invierte la marcha del vacío 
el vivo filo de la muerte 
que viaja día y noche silenciosamente 
por los oscuros territorios de las ánforas 

y le devuelve paso por paso el recorrido 
en los ruinosos aposentos de Lacedemonia 
con los metálicos movimientos de la brújula 
que pasa 
de la fiesta triunfal 
al universo. 

Cierra sus ojos 
sube el volumen de la radio 
se envuelve en aluminio y nafta 
mira profundamente el tablero luminoso 
viola tranquilamente 
los límites y las señales de los hombres 
aprieta el acelerador y se lanza abiertamente 
sobre la carne ardiente de la Luna 

casi entre el rock 
y el juego ya perdido de los santos. 








MARCHA DE LAS FOTOGRAFÍAS EFÍMERAS 

¿Nadie sabe cuándo lo alcanza el tiempo? 

Pues desde hace meses me atormento por hablarte 
de aquellas mujeres de antaño 
muchachas sonrientes a las que recordaba 
con frescas enaguas de encaje 
y manchando con rouge 
el brillo del espejo 
susurrando secretos 
entre guiños y risitas 
haciendo leves surcos con el dedo 
en el mullido terciopelo del sofá 
y echando chispas por los ojos— 
ya no me basta esta clase 
de fotografías.

Ahora las imagino
abandonadas en una fría salita 
soportando recordatorios y esponsales 
clavando inconscientemente la mirada 
en algunos descoloridos paisajes alegóricos 
y hojeando álbumes de bautismo o de boda: 

El niño que creció de pronto en una noche 
con una anticuada ramita metálica en el ojal 
mientras miraba las nubes a través del vidrio azul 
y traía a la mente un lluvioso puesto de guardia 
en aquel barranco en las afueras de Xanthi, un poco antes 
del amanecer, 
silbando indiferente dos notas vacías 
para abrir una zanja a través del lugar y bajar nuevamente 
a la luz aquí, en el mosaico del santo 
rodeado de primos y sobrinos 
(nombres de tiendas e industrias) 

todo abandonado en el agua. 

Tal vez te pase por la mente 
el tiempo que parte de cero, 
tal como quedan mirando un poco fuera del cuadro 
sobre el marco o el hilo de la alfombra 
al subir como conspiradores 
a las desiertas habitaciones donde moraba 
el inquieto reptil del amor que resbalaba 
en la punta de los dedos —tierno y húmedo 
animado por el recuerdo de cuerpos oscuros 
que flotan goteando en las aguas 
y se hunden en los golfos de Hécate 
que se muerde solitaria las uñas, con la mirada 
clavada fijamente en el resplandor del faro 
cuya luz palpita y se vuelve a apagar 
y sube entre las crestas de las olas 
que rompen 
para destruir el petrolero que se hunde 
pero a una señal suya cómo bajan de nuevo las aguas 
hasta la líquida inflorescencia de los sueños —mira: 
mientras afuera comienzan a pasar las bandas de música 
y ella riega otra vez las flores en su jardín 
entre los gritos desgarradores de los invisibles. 






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