Abelardo Moncayo Jijón (1848-1915)
Nació el 6 de junio de 1848 en Quito, ECUADOR.
A sus méritos como prosador y estadista nos hemos referido largamente al darle a conocer como crítico literario. En su trato con las musas anduvo poco feliz, como la mayor parte de sus contemporáneos. Sin embargo, su vigoroso pensar, animado por ardientes convicciones, le sacaba a veces de las sendas trilladas, permitiéndole remontar el vuelo; era una ave de altura caída en el patio de una prisión. En sus composiciones «Ante la tumba de doña Dolores Veintemilla de Galindo» y «El Sermón del Monte», demuestra que pudo ser poeta de verdad si le hubiera sido dable desplegar las alas de su inspiración a pleno viento.
Pero, fuera de estos momentos, como se advierte en su maestro Montalvo, sus versos pueden fácilmente convertirse en buena prosa, con lo que ganarían en soltura, elegancia y naturalidad.
La inspiración
Versos dedicados a mi muy querido amigo Quintiliano Sánchez
¿Qué eres inspiración? ¿Acaso el eco
de celestial, angélica armonía,
que en el espacio de la tierra vaga
el afán arrullando de la vida?
¿Qué eres, inspiración? ¿La única prenda
tal vez, que el hombre del Edén, furtiva,
pudo traer, y en ella del recuerdo
el aroma, con lágrimas, aspira?
¡Oh, hija del dolor!, ¿sólo en el pecho
que de la angustia en la inquietud palpita,
formas tu nido, y tu cantar aprendes?
¿Qué eres, inspiración? ¿Tal vez del fuego
con que a natura el Creador anima
la más subida llama, que en hoguera
cambias de amor la humana fantasía?
Tu esencia no conozco; mas palpable
doquier tu aureola fulgurante brilla.
Verbo de Dios, o del Edén recuerdo,
¡feliz quien vio la luz a tu sonrisa!
El arpa de Salén del sauz colgada,
del turbio Babilonia en las orillas,
la imagen es del alma que a tu aliento,
¡oh inspiración, de súbito palpita!
Cual ella gime en extranjera zona,
llora cual ella, al soplo de las brisas,
y, cual esa arpa, al infeliz proscrito
le recuerda su cuna primitiva.
Mas, ya del Ande en el confín, risueña,
ahoga tu tenaz melancolía;
tu llanto absorbe con amor este aire,
mas llanto quiere de esperanza y vida.
Cual de tímida virgen el semblante
que aún no del todo de jugar se olvida,
mas que ya en ansias arde indefinibles,
y del llanto veloz pasa a la risa;
así en lóbrega lluvia nuestro cielo
anega aterrador estas campiñas;
mas, aun en medio de ella, de improviso
del sol más vivos los destellos brillan.
¡Oh!, ven risueña, y del andino bardo
presta al laúd tu dulce melodía
himnos de amor, de férvida esperanza
enseña, amable a nuestras bellas ninfas.
Ya la aljaba agitando belicosa,
cual amazona fiera, las orillas
atronaste del Guayas: ¿habrá insano
que ose pulsar aquella sacra lira?
Ella y el héroe que ensalzó, benignos,
de nuestro amor acepten las primicias;
¡mas, ya no hay campos de Junín! ¿Y qué héroe
de tu voz digna en esta zona miras?
Si es tierno ver tu pálido semblante
en lágrimas bañado, cual el día
en que en la tumba de agostada virgen,
doliente, una guirnalda deshacías;
no menos bella el alma te sorprende
del alba con el manto revestida,
bañando en rosas las radiantes cumbres
áureas diademas de la sierra andina.
Miro tu veste en el azul del cielo,
en el Cayambe tu garganta nívea,
tu hálito aspiro en aromosa vega,
mido tu paso en la apacible brisa.
Oigo tu voz en el raudal sonoro
que rebramando con furor se abisma;
pero, si gimes, conmovido el bosque
también doliente con amor suspira.
Derramando ventura por los valles
con qué placer sonríes; fugitiva,
te ve el caudal de majestuoso río,
espumosa, meciéndote en tus linfas.
Y, si arrogante, en opulentas cortes,
aunque de hielo tu esplendor fascina,
¡oh!, más nos enamoras, candorosa,
palpitante de amor, libre y sencilla.
Muestras tu magia en sonrosados labios,
juegas traviesa en fúlgidas pupilas,
ágil arrobas en festiva danza,
tu poder en un talle divinizas.
Mas ¿cuántas veces, aun en julio bello,
no nos priva del sol nube sombría?
Pasmosa eres entonces, tu hermosura,
torva al velar en saña repentina.
Ruges del mar en los hirvientes montes,
en alas de huracán rauda te agitas,
acalla el trueno tu aterrante acento,
te da su manto la borrasca altiva.
Del Sangay es tu aureola, el Cotopaxi
te presta su terrífica armonía;
ayes de angustia, gritos de venganza,
en tus acordes lúgubres palpitan.
Mas, calma ese furor, y de la tarde
te cubres con la veste purpurina;
sueltas la cabellera y melancólica
te sientas de los Andes en la cima.
Por la estrellada bóveda, radiante,
a la par con la luna, te deslizas;
y si el silencio rompes... en la tierra,
tus arpegios apenas se adivinan.
Gustan entonces el dolor, la ausencia
de tu vago cantar; despavorida,
agostada ilusión, a tu regazo
arrójase a ocultar sus agonías.
Mas, cuánto ganas en sublime encanto,
cuando bella, inmortal sacerdotisa,
en templo mudo y solitario, aún tibio
el perfumado aliento de la brisa,
hablas de Dios y eternidad; austera,
a la luz de una lámpara indecisa,
aun entrever le dejas al espíritu
el siempre oscuro arcano de la vida.
Tu esencia no conozco; mas, temblando,
doquier el alma con amor te aspira;
¡hija del cielo o del edén recuerdo,
ah, no a mi patria niegues tu armonía!
Hija del sol, de su radiante hoguera
nuestras almas acaso participan;
mas si hondo sueño duermen, a tu acento
de rubor se despierten encendidas.
Cierra los ojos a su actual destino,
canta la pompa que en su suelo brilla,
y alzando audaz del porvenir el velo,
de la esperanza aviva la sonrisa.
El sermón del monte
Mientras tendido el gladiador, los ojos
vuelve espirantes a la dulce patria,
desde el sangriento circo do de rosas
el Pueblo-rey ceñido, de matanza
ávido ruge y de placeres monstruos
que adormezcan su hastío... ¿esa montaña
veis allá lejos de verdor vestida
de fresco bosquecillo coronada?
Niños y pobres, a su sombra, atentos
clavan los ojos en un hombre... ¡El alba
dio a su sonrisa su apacible lumbre,
su calor cedió el sol a su mirada!
Tomando un niño en su regazo, afable
mira a la turba estática a sus plantas,
mueve los labios, y aún la leve brisa
pliega al instante sus inquietas alas.
Y rompe a hablar: «Feliz el pobre, dice,
el que su pan con lágrimas empapa.
¡Oh bienhadado! pues cual ave libre
hacia el Reino de Dios tiende sus alas.
»¡Feliz el manso que en los hombres todos
hermanos suyos ve, y a todos ama;
suya es la tierra y deleitosa sombra
a todos, como el álamo regala!
»¡Feliz quien de la vida los placeres
desdeña, y llora su dolor; del alma
las lágrimas son perlas, y al Eterno
un ángel las ofrece al enjugarlas.
»Y el que hambre y sed padece, por el triunfo
de la justicia lucha aún entre llamas.
¡Feliz atleta, de justicia ahíto,
tiene en el cielo inmarcesible palma!
»¡Feliz quien para el débil, para el triste
de amor y de piedad tesoros guarda;
para él, en cambio, es Dios, a toda hora,
de piedad y de amor fuente inexhausta!
»¡Feliz el corazón que limpio, puro,
sólo de Dios refleja las miradas;
blanca paloma de amorosos ojos,
en el seno de Dios su nido labra!
»La sangre, oh hijos míos, de la tierra
es la más negra y formidable mancha.
¡Feliz el hijo de la Paz, que hijo
también de Dios los ángeles le aclaman!
»¡Venid a mí los que lloráis! El peso
yo alivio del dolor, le trueco en calma;
fuente de luz y de la eterna vida,
vida y calor derraman mis palabras.
»De mí aprended que manso y humildoso
sólo de amor mi corazón es brasa.
¿Queréis felices ser?... De este angelito
el candor recobrad, míseras almas».
Y hablando así, como tranquilo arroyo,
se deslizan, cantando sus palabras.
¿Oyó jamás tan dulce melodía
en su destierro, la proscrita raza?
Y al alma luz, y al corazón consuelo,
y al ciego vista, y voz al que no habla,
y vida al muerto, y paz, paz a la tierra,
brotan radiantes esas tersas aguas.
Y el que habla así y trastorna de natura
las leyes, tierno con los niños habla...
Ciega razón... ¡humíllate! ¿La aureola
de esa divina faz a ver no alcanzas?
Mas, ya en la arena el gladiador, helado
cerró los mustios ojos, de venganza
roído y de dolor... ¡ay infelice,
de Jesús no escuchó ni una palabra!
En la tumba de doña Dolores Veintemilla de Galindo
Ángel que -acaso- del Edén huyendo
viniste de la tierra al triste valle;
tú que dejando angélica compaña,
solitaria en el mundo te encontraste...
¡Oh, cuánto habrás sufrido!... ¿Aquí, sonrisas
habrá que aduerman el dolor de un ángel?
¡Un acento de amor!... ¿Pero en qué idioma,
si nadie comprendía tu lenguaje?
De la música el Genio y la pintura,
en sonrisa dulcísima, al crearte,
ve que las musas, a tu tierno pecho,
se lanzan amorosas a ocultarse.
¡Y ves la luz! y en celestial acorde,
al deslizar los dedos en tu clave,
nos das del cielo una armonía: acaso
lento suspiro de proscrito arcángel.
En tu mano el pincel, rápido, firme
de Eva nos pinta el edenial boscaje,
en que inocente apareció: tú misma
¿testigo fuiste acaso de ese instante?
Tomas la lira y con seguro vuelo
te remontas al cielo en tus cantares,
grabas con ascuas tus sublimes «Quejas»,
suspiras cual alondra agonizante.
¡Y sordo el mundo que te cerca! y ciego
el mundo vil que el asqueroso ultraje
sufre riendo, que la ruin envidia
lanza con la calumnia a tu semblante.
Mas, envidia y calumnia de unos hombres
en el seno encarnadas: ¿tan vulgares
son ingenio y belleza en tu almo sexo,
que tu pecho en rasgar tanto se placen?
Tu lengua a nadie hiere; ruboroso
huye tu numen de ofuscar a nadie;
tu encanto es lo ideal, y de lo bello
poner en nuestras manos lo impalpable.
Mas ¿qué hay sagrado para el vil? Su gloria
fue herir tu corazón, pisotearle.
¡Y esos hombres!... malvados ¿y aun su tumba
os atrevéis a escarnecer infames?
Los que de cerdos en inmunda piara
son de lo torpe nauseabunda imagen,
¿osan del corro teologal la jerga
con trompa ascosa balbucir audaces?
Ella, del alma en las regiones... ellos,
hoscos gruñendo en viles lodazales;
ella luz, ellos nieblas; ella un astro,
ellos con cieno ansiando deslustrarle.
¡Y se eclipsó por fin! ¡Fiero heroísmo
el de tu alma sin ventura, oh Ángel!
Pero, más negro y asqueroso el triunfo
de aquellos que extremaron tu coraje.
¡Y aún alientan la vida, y aún el nombre
del sumo Dios embaban infernales!
¿Cómo a pedazos su blasfema lengua,
cómo su pecho no devoran áspides?
Si la vida execrar tal vez es crimen
en el hijo orgulloso de los Andes,
que de Dios la sonrisa en su almo cielo
contempla derramándose radiante.
¿Será virtud el bendecirla insanos
de tanta sierpe en medio, que los aires
con la ponzoña de su aliento impuro
corrompen, envenenan detestables?
Pero infeliz, con descuajadas alas,
¿puede la alondra al cielo remontarse?
¡Del pecho desgarrado, en tu sepulcro,
trémulo vierto lágrimas de sangre!
¿Hiciste bien?... ¡oh no, mísera Safo!
Si de furor transidos, aun los ángeles
llegan la luz a odiar, aquí en la tierra
eras mujer al fin... ¡ay!, ¡y eras madre!...
¡Y qué horror, si a tu pecho, sollozando
pega sus labios tu rosado infante
vida buscando aún!... Mariposilla
tras de flores y luz, sobre un cadáver.
¿Hiciste bien?... ¡ay, nunca! Enternecidos
tus hermanos, los ángeles, al darte
el ósculo de amor... lívidas, negras
al ver las rosas de tu boca de ángel,
palidecieron... y sus bellos rostros
inundaron de llanto inconsolable;
y aun Dios, con su mirada bondadosa,
por tu hijo te pregunta, por tu madre...
¿Sufrías? Mas, de hiel algunas gotas
también nos brinda de la vida el cáliz.
¿Reina en la tierra el mal? Pero al hambriento
aún podemos en pan, de gozo hartarle.
Mas, mi Dios es tu Dios. Él, que la fuente
es de amor inexhausta, inagotable;
si una gotilla te lavó esos labios...
¡duerme tranquila que tu Edén cobraste!
El bardo novel
Carta a Fabio
(Fragmentos)
¿Por qué tan hermosos versos,
como los que fácil canto,
en acicalados tonos
no doy a luz -dices, Fabio?
¿Olvidas, ah, que en mala hora
nací en suelo ecuatoriano?
Hermosa es Quito, mi cuna
su horizonte ¡qué variado!
Y aunque estrecho, ¿no parece
del Paraíso un pedazo?
De montecillos cercada
a cual más bello, y sus campos
de eterno verdor cubiertos,
de mil arroyos surcados,
¿Nacimiento no parece,
un Belencito fantástico,
en donde de una beata
se ve la coqueta mano?
Bella es su tierna sonrisa,
cuando del sol a los rayos
despierta, cual rósea virgen,
dicha y amor respirando;
y más bella, más galana
cuando el sol en el ocaso
la abraza amante, la envuelve
de oro y ópalo en su manto.
Si bajo el dosel radiante
de mil astros tachonado,
la viera en noche serena
indolente en su letargo,
la hija hermosa del Vesubio
de cielo tan decantado.
¿Su atmósfera, su luz pura,
sus mil rumores variados
que en dulcísima armonía,
tiernos se elevan, cual canto
de amor, de dicha... envidiosa
de menos no echará acaso?
Cuando, lejos de su seno
triste aspiro aires extraños,
aunque cielo más hermoso
me abrigue, y goce de abrazos
de amor o amistad más ígneos,
de más culto y tierno trato;
con todo, cual tierno arbusto
de luz, de riego privado,
mustio en mi pecho se agosta
mi corazón suspirando.
La quiero, pues a mi patria,
aún más que tú, caro Fabio.
Mas de ella... al fin hombre, siempre
cual de hembra recibo el pago.
[...]
Mas, no de nuestra cuestión
así la foja volvamos.
Horriblemente me fundes
porque aún nada he publicado,
mas ¿cómo? ¿hay prensa?... ¡Protesto!
No me gusta mucho el Napo
ni jamás gana he tenido
de dar la ley en Galápagos;
el Panóptico... es muy frío;
la Barra... me haría daño,
y en mis barbas, por supuesto
me horripila el fiero Látigo.
Cuando, tirante la cuerda,
gime un pueblo esclavizado,
bajo la opresión inicua
de algún salvaje tirano;
nunca al ingenio preguntes
si vuela o va paso a paso;
ni interrogues si la imprenta
respira o está en marasmo;
nunca en el cráter sombrío
del Pichincha, ígneo o calmado,
verás una flor lozana
o de aves oirás un canto.
«Corrompe bien y embrutece»...
¿No es ése el eterno adagio
de los que crudos se afanan
en eternizar su mando?
En la tumba pavorosa
en que el déspota ha tornado
de Independencia la cuna,
de Libertad el santuario;
sólo del terror las alas
resuenan en el espacio.
¡No lo dudes, sepulcral
es la calma que gozamos!
Pero, en fin, aun suponiendo
que cual neto ecuatoriano,
política y suerte patria
echara en un roto saco;
e indiferente, entre el humo
de un oloroso cigarro,
riéndome de repúblicas,
de déspotas, de sicarios,
sólo cuidara afanoso,
en estilo alambicado
de atrapar gárrulas brisas,
de echar a arroyos un canto,
de soñar en una Filis,
y pintar sus róseos labios,
y ya que dinero no hay
fiarle cabellos áureos.
¿Quién aquí tanto leyera,
si habiendo devocionarios,
un Lavalle, un padre Vieira
y un grandazo año cristiano,
aun El Nacional de sobra
con justicia reputamos?
¡Pensar zurcir un librito!...
¡Qué disparate mi Fabio!
Impresor y pobre vate
que ayunar tienen el año.
Pues en esta noble tierra
aun los nobles más ricachos
si algo leer les interesa,
leen... pidiendo prestado.
¿Y en periódicos? ¡Quimera!
Pues a más de que aguantando
igual suerte, de más corta
y efímera vida, infaustos,
cuentan los pobres; ya chicos
al ver en ellos, o largos
los renglones, conmovidos
pronto los ojos cerrando,
volvemos la hoja, y de Bristol
mas bien píldoras buscamos;
o de Orrantia y Compañía
el parisiense calzado.
Y después, ver tanta endecha
en boticas, fondas, chagros,
o envolviendo sucias drogas,
o de cometas volando...
¡Ira de Dios! ¿Cartuchones
tanto verso almibarado?
Mas todo fácil supongo:
imprenta y lectores hallo,
y con viñetas doradas
salen mis versos... tronando,
tronando como un chihuahua
en vísperas de algún santo...
¡Hurra, diablo!... en tarde oscura
del octubre atrabiliario,
¿viste acaso del Pichincha
en el occiput nevado,
fraguarse negro, estruendoso
el horrendo cordonazo?
De súbito, formidable
envuelve en su denso manto
cielo y tierra... del Eterno
cual la venida anunciando;
del huracán el bramido
acallando el ronco rayo,
y entre pedrisca y granizo
un diluvio vomitando,
mas bien que una tempestad.
¿No es una danza de diablos?
Pues, ¿qué aquello? ¿qué esa furia,
ese horror, ese arrebato,
con la borrasca que horrenda
retumba sobre el que bardo
quiso mostrarse en un pueblo
nada tonto, ni menguado
pero a quien da pataleta
sólo al oír literato?
«Conque, infeliz, ¿te atreviste?
¡Ah, caíste en nuestras manos!...
Pues, ¡toma!... Si algo sabemos
es tan sólo escaldar gatos».
¡Dicho y hecho! Sólo entonces
suda y suda sin cansancio
de nuestra patria la prensa
y resudan nuestros sabios.
¿Sabios?...¡oh, sí, los tenemos!
Bien rechonchos, bien guardados,
que no sé cómo, en un tiempo,
esa fama conquistaron.
De política remiendos
zurciendo mal y plagiando,
y echando a volar a ciegas
en tiempos eleccionarios,
en defensa, ya lo sabes
de personas, no en el campo
de ésta, al menos, o esa idea,
que sirven como espantajo
en que el sórdido egoísmo
de nuestros politicastros
se embosca como en castillo
un cohetero bellaco;
y sin piedad ni decoro,
malfiriendo a candidatos
que ajeno interés eleva,
que endiosan fines contrarios,
allá van periodiquillos,
gruesos folletos, flechazos
de acervo y punzante filo,
y acre ponzoña estilando;
donde en vano un pensamiento,
sentido común en vano
hallar ansiará anhelante
lector desapasionado.
Allí Capmany patea,
allí revienta el gramático,
y allí, tan sólo ruin odio,
o negra envidia babeando,
sin pudor la faz ostentan
instintos a cual más bárbaro.
Quien más aúlla y más muerde
sin duda es más literato:
«-Don Crispín, ¡vaya! ¡me alegro,
estupendo, es su chubasco!
Seguir de firme; a esos pillos
romperlos, anonadarlos!
-¡Ah, Señor!... -Vaya, en malhora
se hace usted el mojigato;
no ha puesto su firma, cierto;
¡mas no faltó un amigazo,
que a mí en secreto su nombre
me lo dijera! ¡Triunfamos!
Sin duda, ya es nuestro el triunfo
y adelante!». Y ese bajo,
ese ruin que pasquinero
lo llamará un pueblo urbano;
¡en el nuestro, ya la palma
se ha conquistado de Sabio!
[...]
Pésete o no, caro amigo,
y aunque te diga en gabacho,
las ilustraciones nuestras
son oropeles muy falsos,
que insípidas medianías
o insufribles mentecatos
en vano tapan, pues leves
muestran al fin... polvo vano.
-¿En qué de ese mofletudo
se funda la fama y garbo;
por qué todo el mundo atento
se le inclina desalado?
-Una hacienda tiene al Norte,
otra al Sur, otra en los altos;
mas no puedo asegurarte
si aun rubrica un garabato.
-¿Y aquel otro Sancho hermoso
que anda con la panza a trancos,
cual rudo carro tosiendo,
y cual trueno estornudando?
¿Será el Sangay que bramidos
vomita en vez de vocablos?
¿Es tempestad furibunda
a quién no pone en espanto?
-Que es doctor dicen las gentes
y un Cicerón en estrados;
el infalible tertulio
de la familia Solando;
infaltable en el café
del viejo don Teodicuato;
es la crónica ambulante,
periódico el más salado,
que de pe a pa, la vida
virtudes, muerte y milagros
de todo bicho, al corriente
te pone; pero ese Ulpiano
dudo que decirte sepa
si está en Quito el Chimborazo.
-Y aquel fantasma imponente
cual la esperanza estirado,
puerco espín por sus bigotes,
por su ceño un cañonazo,
y que al hablar, con el mu
del buey sale en todo caso,
¿quién es, por qué tan atentos
todos le miran? -Oráculos
son sus breves monosílabos,
sus sonrisas, sus dentazos;
mas, no sé de dónde vino
ni dónde anida ese pájaro.
-Y ese zalamero abate
que aplasta cojín tan alto,
de lustrín oeste y manteo,
siempre de damas cercado;
rubicundo, regordete,
cerviguillo de marrano,
fúlgida calva, y eterna
su sonrisa de beato;
ya senador, consejero,
ya de mitras candidato...
-La ex-marquesita de Pinllug
jamás su confesionario,
pudo dejar; la absolvió
sin duda ese prebendado.
-¿Y esas guapas charreteras,
y ese bélico mostacho?
¿Tal vez, en pluma y espada,
un segundo Garcilaso?
-Espada virgen, amigo,
pluma a lo más de milano.
-¿De dónde el nombre le viene
a esotro señor? -Un Tácito
nos dicen que es en la Historia
que ha marras escribe. -¿Y cuándo
la veremos? -Es tan sólo
de su casa para el gasto;
y de su último chusnieto
el peregrino legado.
-Jefe-político, alcalde,
de congresos diputado,
ministro, etcétera, todo
ha sido ese don Torcuato;
mas ¿sabe hablar? ¿Le has oído,
habla quichua o castellano?
-No lo sé; más es Murrea
su apellido aristocrático,
¿y cuándo en Quito mis condes
han sido republicanos?
-¿Ves en la lonja? Qué atentos,
silenciosos escuchando,
están en corro vejetes
y aun imberbes a ese diablo.
-¡Es publicista! -¿Qué dices,
publicista ecuatoriano?...
Vamos amigo, palpemos
fenómeno asaz bien raro...
¡Hombre!... ¡si es el mismo alumno
del padre Pasquín! ¡El zapo
autor de ese in-folio enorme
que nos dejó bostezando;
ese que con baba ascosa
manchar quiso endemoniado
de nuestros pocos ingenios
los bien alcanzados lauros
Un editorial sin fondo,
un artículo menguado,
un libelo... en esta tierra
¿dan de publicista el rango?
Pues bien, de aquestas a algunos
Cervantes dizque ha legado
de su idioma la defensa,
de su tesoro el resguardo.
Roncando están, indolentes
de su renombre, gozando,
del título sin cuidarse
que ampare su jubilazo;
mas salta inexperto un joven
al palenque literario,
y allá va... como la araña
está con hambre atisbando
si cae infeliz mosquito
en su tejido endiablado;
así estos castizos doctos
de sus retretes brincando,
a vista del vulgo indocto
zurran sin piedad al bardo,
con críticas majaderas
y juicios a cual más raro
que pronto con ellos duermen
en noche eterna. ¡Aprobado!
Mas, la gala más preciosa
de estos ruines aristarcos
son tan crueles insultos,
tan ultrajantes sarcasmos,
que con razón los plebeyos,
corros, al mal inclinados,
riendo a pierna tendida
de lo que no entienden, sandios.
«¿Cuál es, exclaman, el bimbo
tan lindamente zurrado?
Ah, ¿es usted? Cuánto lo siento,
¿qué tal le fue, señor Bayron?».
Ah, caprichosa natura,
¿creéis que a todos, bellacos,
brinda pródiga esos dones
con esmero reservados
tan sólo para sus hijos
predilectos, que cual astros
brillando fúlgidos, huyen
eterna estela dejando,
del pensamiento, del alma
en los eternos espacios?
El cielo que, por capricho
nos regaló un Chimborazo,
y da de aquí al Amazonas
el más bello tributario;
también por capricho quiso
que del suelo ecuatoriano
se elevara asaz sublime
el solitario Parnaso.
Y ¡qué rabia! por sus faldas
penosamente trepando,
cuántos en sudor deshecho
palpan su estúpido garbo.
A más o menos altura,
de tarde en tarde asomados,
lentamente se destacan
un Orozco, un Maldonado,
Larrea, Espejo, Mejía,
Solano, Salcedo, Malo,
un estudioso Fermín,
Espinel, Carbo, Moncayo,
Riofrío, Zaldumbide
y una malhadada Safo
que, cual la griega, infeliz,
dejó en cada verso un dardo;
mas, fulgurando en la cumbre,
tan sólo Olmedo y Montalvo.
Ya me entiendes, por supuesto,
que al hablarte de Parnasos,
no me fijo sólo en Musas,
ni en Castalias, ni en Pegasos;
Del templo habla de la Fama,
por cuyo augusto santuario,
tan contadas son las sombras
que blanden el sacro lauro,
mientras que a la puerta, oh cielos,
qué confusión, qué porrazos,
de los que adentro pretenden
entrar de buen o mal grado.
Del supremo tribunal
conoces ya a los letrados;
de primera instancia ahora
juzga, por Dios, el despacho.
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