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martes, 6 de diciembre de 2011

5482.- SERAFÍN QUITEÑO


Serafín Quiteño (n. Santa Ana; 16 de septiembre de 1906 – f. San Salvador; 6 de junio de 1987) fue un poeta y periodista salvadoreño.
La formación de Quiteño fue autodidacta. Comenzó a publicar sus poemas en la revista Lumen en 1926. En 1939 fue director y propietario de la editorial Ir en Santa Ana; además trabajó en varios periódicos como el Diario de occidente, El salvadoreño (1926-1927) y Queremos (1927).
Bajo el pseudónimo de Pedro C. Maravilla mantuvo por 16 años la columna Ventana de colores en El Diario de Hoy. Ejerció, además, la vicepresidencia de la Asamblea Legislativa entre 1950 y 1956, cargo desde el cual promovió la fundación de la Dirección General de Bellas Artes. Fue objeto de homenajes por el Ateneo de El Salvador en 1985 e ingresado a la Academia Salvadoreña de la Lengua como miembro honorario.
Su obra se caracteriza en su forma por los modelos sencillos y tradicionales; se ubica dentro de las escuela del post-modernismo.

Obra
Corason con S, poesía, San Salvador, 1941.
Tórrido Sueño, poesía, San Salvador, 1957.







ESTATUA VIVA DE BARRO
(canción de mayo)

Mujer de Cuscatlán, hecha de barro crudo,
modelada con mano bárbara y presurosa
recuerdas en la gracia de tu brazo desnudo
el asa primitiva de un ánfora de loza.

Frutal, rural, ingenua, tu muslo es el renuevo
de un platanero ardiente sembrado en tierra oscura
¡Qué regional tu aroma de cantarito nuevo!
¡Qué ariscos tus andares de elástica premura!

De Corason con S, San Salvador, 1941.







Sonetos De La Palabra (la Palabra Que Viste II)

La palabra que viste es siempre muda,
La palabra que viste es siempre triste.
No une, no libera, no persiste…
¡La palabra que viste no te ayuda!

Si pretende asistirte, no te asiste.
Si brazo, si defensa, no te escuda.
La palabra que viste es la más ruda
Entre todas las cárceles que viste.

Por ella, ?muro, ergástula, cadena?
La isla del corazón es más condena,
Y la noche del hombre más sañuda.

¡Ah! Reposada soledad serena,
dame por fin, a ver, la última pena…
¡Yo quiero la palabra que desnuda!










Sonetos De La Palabra (la Que No Viste III)

He aquí la palabra que no viste
Y que no viste tú, por tan desnuda.
En claro anillo de silencio anuda
Lo que eres hoy y lo que antaño fuiste.

Si necesitas muda, ella te muda
Y de traje de sombra te desviste.
El poco de ángel que en el hombre existe
Es porque ella lo labra y lo desnuda.

Ella abre puertas, ojos, miradores,
Desnuda espacios, larvas, ruiseñores,
¡ninguna vestidura le resiste!

Une, aclara, congrega resplandores
Y por sus puentes de ángeles menores
Al fin, EL HOMBRE PARA EL HOMBRE, existe.









Sonetos De La Palabra (poeta)

¡Oh, tú!, el abandonado entre puñales,
entre densos fantasmas, en perdidos
mares de sombra, selva de gemidos
y ausentes golondrinas y rosales.

¡Oh, tú!, el ciego, el confiado entre fanales
hoscos de noche y muertos sumergidos…
confiado entre lebreles contenidos
y solo ante los dioses inmortales.

Con todo, sosegado en la agonía,
Fuerte en el llanto, casto en la alegría
Resurrecta de oscuros manantiales.

Ahí un rodar de lágrimas te guía
Y una palabra pura frente al día
Alza sus infantiles catedrales.








HIMNO DE AMOR A LA MUJER MESTIZA

Mujer de Cuzcatlán -mujer de América.

Madre del mestizaje.
Depositaria del fuego de dos mundos.
Del maíz y del trigo molinera.

Alabada seas, !oh! dueña de la casa de la tierra.
Conciliadora de los hijos del llanto.

Alabada seas,
porque del siglo en siglo enciendes las tiendas de la vida.
Rescatas el fruto y la semilla.
El aceite. La sal. El pan. El vino.

Nada de lo que vive te es extraño.
De la tierra escuchas las entrañables voces.
Angeles domésticos te guían hacia lo alto.
Sabes el verdadero detino de las cosas.
Si la tierra pudiera incorporarse y hablar,
hablaría con voz de madre.
A tí sería semejante, ¡oh! dispensadora de inagotables dones.

La que ofrenda su cuerpo,
santificado bajo la mano del sembrador,
a la hora sagrada de la labranza.
La que se da a sí misma,
en la blanca transfiguración de la sangre.
La que edifica. La que perpetúa. La que salva.

Por tí el bronce fue lámpara.
Reja de arado el hierro.
El oro ajorca. Vaso. Candelabro.

Anterior y posterior a los libros,
por generación de generaciones esparces la palabra eficaz,
el grano henchido de esperanza.

Por tí no se habría envilecido el oro.
Los metales no serían amargos.
El fuego --servicial bestia mansa del hogar,
Dios benéfico de los buenos tiempos--
no descendería -hecho rencor--
sobre los campos de la mies,
ni sobre las ciudades de los hombres.

Alabada seas, madre nuestra,
porque de vencedores y vencidos haces los hijos.
Porque en los rastrojos del hierro
plantas la vid pacífica,
remuevas la promesa del ángel.

Alabada seas, por tu gracia de solitaria espiga.
Más fuerte que los vientos del odio.
Más firme que sus agudas lanzas.
Oh! coros de los antiguos calpules:
elevad vuestras voces
y a los acordes del órgano que vino sobre el mar de las profecías,
encended la fogata de vuestro canto.

Alabad, cantad, a la que anuncia el tiempo del regocijo;
a la que viene --desde la Atlántida de sus lágrimas--
trayendo la paloma que se posó en el arca...
Alabad, cantad, a la que todavía espera los jazmines
y enciende la vela frente al altar.

Alabada sea nuestra madre de barro tenue,
de áspera arcilla castellana,
testimonio el más vivo de nuestro paso por la historia,
límite en que comienza la leyenda.

Alabad, cantad a nuestra madre de barro tenue,
la más bella imagen de los ancestros,
la más hermosa construcción erigida desde la noche de los símbolos.
Hela aquí, guardadora de las antiguas claves.
sombra de olivo entre el teocalli y el santuario.
Fortaleza de amor ante el relámpago de los arcabuces.

Alabada sea, porque supo los últimos designios del hierro.
Porque siguió el oculto destino de la flecha,
lanzada por ciegos arqueros-- sobre el indescifrable tiempo.

Alabada sea,
porque en la tierra pacífica de su vientre
fué quebrantado el poder de los centauros;
los dardos perdieron su veneno;
nació el nuevo linaje
Se hizo, por el descubrimiento de un mundo nuevo.

Memoria de los lejanos días de Mictlán,
aún alumbran sus ojos húmedos y rasgados
--de princesa Nahoa--
la Estrella bienamada de Quetzalcoatl.

Hija de soldados y aventureros;
descendiente de pueblo que vino sobre las carabelas,
de más allá del mar,
desde ciudades presentidas por los viejos augures,
aún aroma sus sienes de mestiza
la rosa de Castilla.

Madre y señora nuestra
por el maíz y por el trigo.
Por el carao moreno y por la oliva.
Por el clavel sangriento y el izote.
Por la pasión que inflama nuestras venas,
y por el hondo río de tristeza
que viene --sueño abajo--
desde las rumas del solar perdido
a nuestro lento corazón de ciervo...

!Bendita seas, alabada seas,
madre del mundo nuevo en nuestra tierra!


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