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viernes, 8 de julio de 2011
4285.- RAFAEL ANTÚNEZ ARCE
RAFAEL ANTÚNEZ ARCE. Córdoba (España), 1975.
Ha publicado los libros siguientes: Las sílabas que son de tu mirada (Ediciones del minotauro, Córdoba 1997); La batalla de la luz (Follas Novas, Santiago de Compostela 2001); Nada que decir ( Ediciones Rialp, Madrid 2002); Los nombres de Helena ( Editorial Renacimiento, Sevilla 2006). Todas son obras de poesía. Ha impartido talleres de escritura creativa . Antologías: Inéditos ( Huerga y Fierro, Madrid 2002); Edad presente, poesía cordobesa para el siglo XXI ( Fundación José Manuel Lara, Sevilla 2003); Sexta antología de Adonais ( Ediciones Rialp, Madrid 2004).
Publicaciones
"La batalla de la luz". Poesía. 2001.
"Nada que decir". Poesía. 2002.
"Los nombres de Helena". Poesía. 2006.
Otras publicaciones
"Inéditos". Poesía. 2002.
"Edad Presente". Poesía. 2003.
"Sexta antología de Adonais". Poesía. 2004.
Premios
Accésit del Premio Adonais. 2001. Poesía. Ediciones Rialp.
Accésit del premio Rosalía de Castro. 2001. Poesía. Casa de Galicia.
Cada persona un verso
Nuestro deambular furtivo, errante
por la avenida de los altos chopos
que prestan paz al último descanso…
es un verso que unido a las restantes
melodías, compone un gran poema.
El grandioso poema de la vida,
el oscuro poema de la vida;
la vida, la pasión, el hombre, el mundo,
el desamor, la tinta derramada
sobre el rostro borrando sus acentos.
Y no podemos vivir sin acentos
que nos permitan campear las horas,
sin ilusiones cubos de colores
con los que entretener el negro hastío.
Tus ojos, los abrazos de tu sangre,
los libros por leer sobre mi mesa,
los momentos pasados entre amigos,
la breve música cuando te ríes…
son brillantes acentos de mis días
…y con la pluma cuento a cada instante
las sílabas que son de tu mirada.
(De Las sílabas que son de tu mirada)
Fuego
El fuego nace en cualquier sitio.
Mira, la piedra es fría, mas si frotas
una contra otra saltarán las chispas
capaces de arrasar todo el invierno,
de podar las púas y yemas del corazón
como quien mata la risa y el llanto.
Incluso las calles heladas
arden con una llama tenue y siempre
a punto de expirar –pero ya nunca-
en los sueños de cartón de un mendigo
que vive por no ceder a la escarcha.
El fuego brota de la chistera de un mago
cuando menos se espera:
en tímidas miradas de autobús
abiertas a ese cielo de lo incierto,
en tazones rellenos de café
de un desayuno solo en la cocina;
y a veces nos congela, nos detiene
en el propósito de no quemarnos:
amiga, la otra noche, donde no había nada,
de repente un fuego.
( De La batalla de la luz)
El comienzo de la cuerda
Ayer sentías que la oscuridad se apoderaba de tu reino,
una resaca profunda,
una tormenta de desánimo cayendo sobre tus ojos.
Tuviste miedo de caminar hacia atrás,
de volver a la abundancia desierta,
al bosque espeso de lo inanimado,
de ser un ciempiés ahogado bajo la luna.
Una voz te decía:
la noche lo absorbe todo, te inclinarás ante mí;
tras la muerte no hay nada, te inclinarás ante mí;
la Verdad no existe, el Verbo está vacío,
te inclinarás ante mí.
Mentiras, mentiras, mentiras.
Bajo el cieno hay vida,
tras la luna aguarda el sol,
la Verdad está en las calles
esperando que un guante caiga de nuestras manos.
En mis manos y en las tuyas hay una cuerda
y hoy es el comienzo porque todo se repite
y el tiempo nada enseña por sí solo.
Pero una cuerda no se sube a fuerza de músculo,
no existe ingenio capaz de superarla,
no basta desearlo para tomar su cumbre.
Para subir y ser hombre hay que ver y oír, palpar y gustar,
olfatear la vida hasta su entrañas.
Hoy como siempre comienza una cuerda en nosotros,
una escala resbaladiza,
un camino para seguir y no perecer en el intento.
Aquí
Aquí estoy porque es día en medio de la noche,
porque la luz surge de la oscuridad
y la cima se levanta desde el abismo.
Aquí estoy buscando fuerzas para la vida,
porque sin vida un poema no importa,
porque sin vida no importa nada.
Aquí estoy sintiendo el murmullo de las gentes en mi piel,
cómo se desborda el día y borra sus límites,
cómo la tierra se afirma bajo nosotros.
Aquí estoy en mi tierra, más allá de donde abarcan los sentidos,
porque en la tierra está el secreto,
el enigma del vuelo, de los límites del ser.
Aquí estoy dando de mi lumbre y mi techo,
amando la reserva y el carácter,
la esfinge y el rostro del león;
besando los árboles y las esferas,
las avenidas y los ríos.
Aquí estoy buscando al otro hombre,
a ese que es ave vigilando la llanura.
(De La batalla de la luz)
I
¿Y a todo este vacío, qué decir?
Qué puede decir el aliento si depende de otro aliento,
qué del buzo que en las mareas de la vida depende del oxígeno de un abrazo.
Oh cadenas, y el buitre avaro siempre royéndome las entrañas,
ese falso amor creyéndose a sí mismo creador de luz,
cuando la luz aguarda en silencio tras su tiniebla.
Qué decir, cuando la víbora de la lengua se convierte en sierpes de hielo,
qué decir cuando si me falta tu voz
ya perecí de frío antes del penúltimo latido,
qué decir del cariño si se torna en enfermedad.
Un perro blanco se perdió entre las nieves,
y en el corazón encendido se desperdició tanto fuego,
que ahora no es más que una fragua solitaria,
donde las bestias se despedazan por los despojos del hierro;
mi cuerpo un trozo de hierro viejo despedazado por los perros,
yunque y hierro, martillo y guerra a muerte feroz.
Que me saquen el corazón a bocanadas de vida,
que me decapiten para las estrellas.
Dónde te has ido, voz, que no tengo nada que decir,
dónde te has ido dejándome asesino de niños y de hombres,
entre la guerra y el destierro,
el dolor y tanta muerte apagada.
Dónde te has ido si mi llanto se pierde, se confunde con el de las multitudes,
y mis oídos ni llegan a la última nota del arpa.
Se acerca la última nota y ya pronto se hará día,
qué decir cuando se busca el amor,
y sin embargo se es esclavo de una boca.
(De Nada que decir)
II
Ah buen viento si llegases
arrasando los campos de esta vida,
inundándome de tu paz,
soplando corrientes de aire por mis venas,
llevándome dónde el corazón no tiene nombre,
ni nadie pregunta dónde va,
porque a todas partes ha llegado.
Ah buen viento que mezclas tu sonrisa furiosa
con los brazos líquidos de la lluvia,
con la humedad sabia que se lleva la mentira,
y levanta atalayas de música tras el dolor.
Ven a por mí con tu collar de calaveras,
engarzadas con el amor y su cinto luminoso,
con tu aliento funeral, entonando la flauta de la dicha;
aquí estoy en camino hacia ninguna parte,
condenado al destierro,
en medio de las llanuras, de las arenas y el fuego del baldío,
ciego, sordo, sin el oasis de la voz.
Ven a por mí en este otoño,
Arráncame amarillo, hoja entre las hojas, canto devuelto
donde se liba el vino de la cosecha,
ven y arrásame, destrúyeme,
como se aniquila una vana ilusión.
Oh bendito viento, ten misericordia de mí.
(De Nada que decir)
IV
Cordel de vacío en medio de la espesura,
cruz de carne surcada por el viento
en las llanuras yertas de la oscuridad,
nada en mi corazón,
nada en las deshojadas manos,
sólo contradicción,
las legiones bárbaras asolando los valles.
Mas tú llegas amor
anunciando tu rayo por las avenidas,
como el canto del gallo anuncia la llegada de la aurora,
tú, amor, cincelas la roca modelándola como el lecho de un río.
Y cubres la frente de laureles,
y la yedra, invicta, cura las grietas de los muros,
el fuego derrite las sandalias de hielo.
Tú, única en quien podría cifrar mi bien,
yo, pudridero de riquezas que a nada huelen,
asepsia de latón y vajillas.
Pues, qué queda de un hombre cuando se desnuda:
tristeza de la piel,
fantasías que se esfuman en el aire,
dolor, mentira, vacío.
Sólo un cuerpo que se tiene a sí mismo,
que sería presa de las fieras en la selva,
hambre en la soledad del desierto.
Ah pero tú llegas, amada,
y me conviertes en ave que alza su canto
allende la vida,
allende el bien y el mal,
el tiempo y el espacio.
Tú llegas, amada, de noche, en pleno día,
y de los muchos haces la unidad.
(De Nada que decir)
V
Cómo podría llegar a tu Voz,
si mi corazón hace tiempo que no ama.
La mansión quedó vacía y oscura,
sus cortinajes rasgados,
el hombre solo, hilando cual araña su tristeza.
Tú te marchas, alma,
porque había dejado de amarte,
y quedé desposeído entre el óxido del latón,
desposeído en la copa y en la borrachera carente de ebriedad,
sin ti perdí el don de la luz que penetra las cosas,
el corazón del hombre latiendo al unísono con el espíritu de la vida.
Tú marchas, y mi casa quedó roída por los recuerdos,
el arpa con las cuerdas rotas acumulando polvo en el desván,
la piedra gastada, ahogado yo entre tanta mentira,
los afluentes desposeídos de oro
cayendo turbios desde lo más alto de las montañas.
Así me has dejado,
que mis hijos ya no me llaman por mi nombre,
ni es cabello en mi cabeza
la melena umbrosa de los árboles,
no son ya los pájaros que surcan el cielo
pequeñas hormigas que cruzan la eternidad de mis manos.
Si me incrustaran la paz a cañonazos,
si vinieras a mí, escalador cansado, minero abatido bajo el peso de su aire.
Busco y no hallo, y así nunca quieto en ningún sitio,
prisionero, cometa errante a merced de los vientos,
lanza que atraviesa las ondas, y va y viene,
sin encontrar madera en que clavarse,
roble en que ser anillo, savia en la armónica de su perfume.
Cómo podría ser, cómo podría verte y oírte,
o que tú oyeras a través de mi corazón,
o que el bien y el mal no fueran más que el humo que se disipa en tu Voz.
Aquí estoy encarcelado, lleno de miedo,
sin saber qué me ata a este armazón de carne,
qué me encadena a la roca mientras devoran mis entrañas.
Aquí te espero, para que me derrotes y me alces,
renacimiento, música desprendida, arca antigua en los salones de tu corazón.
(De Nada que decir)
La brisa se perdió entre las nubes.
Luego bajó más limpia,
tocada por la pureza del sol
aún presente en la mañana neblinosa.
Estoy sentado,
mirando las extrañas mezclas de gris y azul,
y el corazón ve un espacio que nunca acaba,
una luz ya sin límites.
Qué escueta mi figura en el balcón.
Sin embargo la extensión de abetos se alarga en el norte
coronada por espejos de nieve,
y el arroyo arrastra las hojas en los bosques de otoño;
los tuaregs, firmes, marcan surcos en el desierto.
A veces desde la oscuridad de los ojos cerrados,
ve el hombre en sucesión de imágenes
distintos puntos de la tierra,
como si con sus brazos de aire abarcara todo el mundo
para introducirlo en su sangre:
el canto del jilguero, la alta hierba
del arrozal, la luz perenne de la rosa.
Y en esas imágenes también llega
una instantánea de tu alma,
quién sabe en qué campo de Dios,
en qué ciudad, en qué verde azotea.
(De Los nombres de Helena)
Recuerdo de infancia
Brillaban los cristales a la luz
templada de la nueva claridad.
Aquel era un latido ilusionado,
un verso de aire en la cañada.
Ni siquiera tenías doce años;
yo tampoco.
Difícil es sentir la calidez
del fuego cuando es yesca rota,
brasa que no te alumbra desde lejos,
desde las losas pálidas de una habitación.
Brillaban los cristales.
Una luz los doraba desde fuera,
otro clamor distinto teñía el vidrio con palabras
venidas desde dentro, de los bosques
donde el alma se eleva para tocar la nube.
Era invierno, quizás luz de un lejano otoño,
en días de escuela en que yo te amaba,
miraba tras el brillo del cristal el vuelo de los pájaros,
las tapias pintadas de tiza.
Ha pasado voraz la estación, su programado ciclo,
y recuerdo los sueños en el frío nocturno,
la lírica callada de tu cuerpo.
Entonces me bastaba ir tras los ríos de la noche,
buscar en el oráculo oscuro de la madrugada.
(Inédito)
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