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martes, 5 de abril de 2011

3867.- JOSÉ LUIS GONZÁLEZ VERA


JOSÉ LUIS GONZÁLEZ VERA
Antequera, Málaga 1964. Doctor en Filología Hispánica. Profesor, investigador, escritor de poemas, prosas y artículos periodísticos. También he realizado dos cortometrajes y me emborracho con mis amigos en cualquier noche. Practico tenaz las actividades que me diviertan, sexo incluido. Para leerme: Los barrios lentos (2001) (poemario), Nombres Propios (relatos) (2006) y una primera novela, El sabor de la madera (2009).






Geisha

A Blanca Montalvo

Esta geisha en el horno de escayola nacida
escribe en cada pliegue su silencio,
la ternura de quien jamás anduvo
cadáveres de azogue putrefacto.

En su quietud de oriente artificial, me sabe
-antídoto de ausencias-
meretriz temerosa
a tu espalda ceñido,
así un mar con su orilla cuando el sueño,
al que pasión indujo otra vez une.

Su serenidad ríe,
me reconoce como el proxeneta
aquel en la película nipona
cubierto de un kimono femenino
tras el tren al galope,
vela y mástil sin barco entre arrecifes.

Esos ojos musitan
un estanque con luna, los nenúfares.
Igual que su abanico
esconden estas sílabas
el miedo a la sentencia de las horas;
frágil humano busco
la calma que no surge de mis versos.

Poema de amor, o casi.

(En Álora la bien cercada. 2007)







El surfista

Alumbra igual origen antídoto y veneno.
Son muerte y vida diálogo
en boca de un actor enfebrecido.
Exhibe el saltimbanqui ante los focos
valentías y errores.

Resurrección oculta.

La adversidad abate los dinteles,
pero redime el fruto la hojarasca
para que el árbol dócil se desbroce
en la nivelación de los cepillos,
el lamer de barnices;
así como la lluvia ahoga y vivifica,
juzgaré cada instante
exclusivo portal hacia la incertidumbre,
refugio del horror y la belleza
indiferentes ante mi delirio.

Sobre el mar, el surfista asume el cosmos
su condición de calma, de luz débil,
victoria frente al viento que me turba
como los paraísos y neurosis,
o el impulso de aquel constante náufrago,
neopreno y algas contra la aspereza.

(Diferentes revistas desde 2005)








Donde anidan las ratas

Sobre el cristal del coche,
son las luces urbanas un cortejo de sables.
La alameda sin ruido se apacigua en tu insomnio.
El ritmo de la radio
te otorga los minutos uniformes,
la disposición justa de las rayas
zap, zap, zap ante el paso de tus ruedas;
incluso, la armonía estéril
del neón luminoso.

La servidumbre al reloj y a los trajes,
igual que los insectos contra el faro,
se disuelve en la curva progresiva
de tu cuentakilómetros.

Recorres el espacio
pero no disminuye el tiempo.
Hay misiles que explotan en sus bases,
y la velocidad te encierra
donde anidan las ratas.
Pusieron su mejor mantel, desciende,
apuntan por la noche sus mordiscos
ríen en tus ruinas,
goza del espectáculo
igual que quien contempla
los peces que se asfixian en el cubo.

El chico busca ver el cielo
desde el que lo vigilan sus mayores.
Dejó de respirar bajo la colcha,
absorto en esa leve sensación,
el roce de satén,
con que la muerte obsequia
a los que sabe lejos de su rifle.

El miedo adolescente se perfila
en la garganta seca.
Junto a las rocas, ríen nerviosos los amigos
y calculan el salto entre dos puntos,
un juego elemental
como si adelantaran las agujas
del temporizador indiferentes,
artificieros locos,
momentáneos señores de sus risas.

Dividiré el espacio por el tiempo.


La velocidad ruge en la chistera
al rojo del motor, pero el pasado
ensucia con su niebla de gas cloro
la ilusión del futuro.
Los cruces te retornan a la casa
de tus muertos
incapaz de cortar su hilo de humo.
Vete, por tanto, pisa el pedal hasta el fondo,
entierra en el espacio
aquel tiempo que nunca te perdona,
corre,
como si el lobo último
olfateara los cepos en su cueva;
corre, pero comprende
que esta larga avenida desemboca
en alguna avenida.
Cualquier destino sólo es parte de otro.
Sólo espacio:
inicio y fin de todos los trayectos.

El día descontrola a veces.
Nada ostentoso,
el sabor de los labios que perdiste
el miedo a que las tardes
estén tan sólo llenas de luz tibia,
de la paz que no surge.
Un soldado dibuja su nombre en el pecho,
o da brillo a una bala
en la que descansar.
La vida insiste
y hay que enseñarle quién es aquí el jefe.
Son noches de volante
con las revoluciones y la música
al ritmo virulento del desánimo.
Que la emoción se eleve.
Con el tanque vacío,
sin fe en esta piltrafa
famélica que, desde el fondo, me conduce.

(Con paso Vencido 2002)



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