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martes, 8 de marzo de 2011

3466.- MIRELLA MUIÁ


Mirella Muià. Poeta italiana.Nació en Siderno (Calabria), en 1947. Se licenció en Literatura Francesa en la Sorbona y en la Universidad de Genova, dedicándose a la docencia, por más de veinte años, en la capital francesa. Actualmente reside en Castiglione Cosentino (Calabria), y trabaja como Lectora de Literatura Francesa en la Universidad de Calabria. Ha publicado, en poesía, el libro La Toile /La Tela (Alidades, Le Havre, 1986), en versión francesa e italiana, y una novela en francés, Portrait de pére inconnu (Alidades, Le Havre, 1988).





MIRELLA MUIÁ

Textos y versiones de los poemas por Pablo Anadón


El silencio escandido del telar
(La poesía de Mirella Muià)

Puede decirse, en términos generales, que tres voces poéticas de mujer han surgido como refracción del grito que estalló en el ‘68. Primero, la de la poesía programáticamente feminista, más preocupada a menudo por indagar la situación social de la mujer que por la concreción de una perdurable obra literaria: “La realidad —afirma de manera paradigmática la escritora Dacia Maraini en la antología Donne in poesia— es que todo discurso literario para la mujer se transforma inmediatamente en un discurso social y político. Sus contribuciones a la poesía deben ser vistos con el ojo antropológico con el que se analizan las contribuciones de los pueblos oprimidos, subdesarrollados, esclavos” (Roma, 1976, p. 32). Luego, la que mide su desencanto —la historia fue contradiciendo, una por una, las esperanzas de esos años— con lucidez, ironía y un cierto íntimo y difuso resentimiento. En tercer lugar, la que ha confiado a la poesía “el canto de su abandono” (la expresión pertenece a la Dido ungarettiana) y de su entrega a una existencia capaz aún de provocar la leopardiana ilusión, un modo todavía de atormentada o feliz inocencia. Esta última voz es la más rara, y es la que escuchamos en los poemas de Mirella Muià[1].

De la vida de esta poetisa, todo lo que habría que decir resulta demasiado, o demasiado poco. Pero tal vez valga la pena intentar un término medio, sugerir algunos trazos biográficos, no sólo porque pueden ayudarnos a distinguir mejor algunos rasgos de su obra sino porque a través de ellos podemos vislumbrar una de las fisonomías de la mujer de su generación. Su existencia, es cierto, ha estado signada por elecciones singulares y extremas, pero quizá por su misma singularidad y extremismo puedan dejarnos ver en líneas esenciales —como al trasluz las nervaduras de una hoja— el perfil de una época.

Nacida en Siderno, puerto de la Calabria sobre el mar Jónico, de un padre marinero y una madre descendiente de la vieja y venida a menos nobleza del lugar, a los tres años se trasladó con su familia a Génova, donde vivió hasta los veinte años. A esa edad decidió ir a estudiar a París. Militante comunista desde los dieciséis años, llegó a la Sorbona cuando la agitación estudiantil estaba en sus comienzos. Intervino activamente en las revueltas de mayo del ‘68, fue arrestada y debió regresar a Génova, justamente cuando también en esta ciudad se desataba el movimiento de rebeldía juvenil. Fue encarcelada nuevamente y otra vez emprendió el viaje a París. Residió en la capital francesa por más de veinte años y participó en los círculos intelectuales reunidos en torno a Sartre, Todorov, Althuser (confiesa, sin embargo, no haber dejado nunca de sentirse una planta mediterránea trasplantada en medio de la gris teoría). Desde la adolescencia escribía versos, pero por mucho tiempo —los años más fervorosos de su compromiso político— abandona la poesía: “lujo de pocos para pocos”, recuerda haber pensado. Vuelve a hacerlo luego de una profunda crisis espiritual, y sus palabras nacen de una raíz lejana: el suelo natal, el de sus padres y abuelos, el mar de las costas del sur de Italia, los hombres que parten a buscar una vida distinta en otras tierras, las mujeres que quedan esperando. Así aparece, en 1986, en edición bilingüe, su primer y único libro de poemas publicado, La Toile / La Tela y, en 1988, una novela, Portrait de père inconnu. Trabaja en París como profesora de literatura hasta que en 1987 decide regresar a su país y a su región de origen, donde actualmente vive, dedicada a la enseñanza universitaria y especialmente a la práctica —vía de ascesis y contemplación— de la pintura de íconos de acuerdo con las técnicas y el espíritu de la antigua tradición bizantina del Monte Athos.

Como puede verse a través de este esbozo biográfico, la de la poesía ha sido en Mirella Muià una vocación difícil, que ha debido sobrevivir y resurgir tenazmente entre las grietas de la ideología política planteada en términos totales y excluyentes (cuyos efectos de aridez creativa fueran denunciados por el mismo Pasolini) y de una fe religiosa no menos absolutizadora. Quizá, en última instancia, una y otra no hayan sido y sean sino formas de una misma pasión o de renuncia de sí, por los otros o por lo Otro.

La renuncia de sí, precisamente, en todos sus matices, desde los más luminosos a los más sombríos, me parece que es uno de los motivos vertebrales de su breve obra (inédita, en gran parte, por voluntad de la autora). Renuncia, privación, en la entrega amorosa, vivida sobre todo como separación y espera, que encarna en la figura dramática de la mujer que aguarda el retorno del marido marinero, en La Tela. Renuncia, luego, a la vida, cuando ésta se ve vaciada del sentido de la espera: el marinero no regresa a su mujer ni a su tierra (otra renuncia, la del hombre que abandona su suelo natal) y la esposa se encierra para siempre en su casa. Con posterioridad, las poesías que podemos considerar de naturaleza estrictamente religiosa —una religiosidad que ya está presente en La Tela, pero que se hace más acentuada y nítida a partir de los textos del ‘86—, llegan a asumir incluso un lenguaje y una simbología propia de la literatura mística cristiana, donde la búsqueda de una expresión personal queda abolida: el intento ya no reside en decir lo propio y particular, sino en plasmar, como en la práctica de la pintura de íconos, del modo más perfecto y fiel lo eterno. Los términos se invierten, pues: lo privado es vivido como privación y la renuncia de sí toma el carácter de una ascesis, un camino purgatorial y sacrificial que suele resolverse —también como en la técnica pictórica del ícono, en que se comienza con los pigmentos más oscuros para terminar, por medio de sucesivos, innumerables estratos de color, a los tonos más claros— en un sentido de luminosidad nacido de la misma sombra.

Lo constante y característico en todas estas formas es una suerte de fatalismo, la aceptación de lo que es transportado al plano de lo que debe ser, que da a menudo a los versos de esta poetisa una tersa imperturbabilidad —plena, no obstante, de presagios—. De allí que no encontremos en sus textos, a pesar de estar impregnados de sufrimiento y muerte, el lamento, la elegía, sino más bien un sentimiento trágico de la existencia, para el cual lo individual queda subsumido en la necesidad absoluta. El silencio escandido del telar, en el primer texto aquí presentado, puede ser un símbolo adecuado de esta poesía.

Silencio; remisión al destino; separación y espera; clausura; y el abandono, las costumbres pobres, antiquísimas y todavía vivas —esa virtud humilde, por ejemplo, de la hospitalidad, que Pavese confinado en Brancaleone Calabro decía que “tiene una sola explicación: aquí una vez la civilización fue griega”—; la figura femenina en sombras, aparentemente postergada, pero central; los colores de la tierra —el ocre, el verde claro de las tunas y los agaves, la retama solar, la polvorienta opacidad de los olivos, las casas arcillosas o deslumbrantes de cal, los balcones negros y rojos— y al fondo el tajo azul del mar: difícilmente encontraremos en la poesía italiana de los últimos años una obra en la cual el temple anímico del hombre (y sobre todo de la mujer) de una región y la fuente de imágenes de su naturaleza posean un valor tan nutriente y vital —siendo a la vez tan poco voluntario o programático— como en la escritura de Mirella Muià. Quizá porque su tierra ha sido por años para ella menos una presencia que una ausencia, lo cual le ha dado la libertad de madurar en la memoria y el olvido todo aquello que sus ojos habían visto en la primera infancia y que más tarde habrían de renovar y enriquecer las evocaciones de labios de su madre y las visitas estivales en la adolescencia y juventud, quizá haya sido esa libertad de la distancia la que le ha permitido armonizar en clave íntima las voces de los otros y entrelazar con hilos de historias de su gente la tela de su propia historia, un mito personal y colectivo. Así lo dice la autora en unas palabras que acompañan a los poemas —en realidad un único poema— de La Tela:

"El mito de la espera femenina, de la errancia masculina, es antiguo y universal. Pero en ningún lugar tan radicado como en el mundo mediterráneo. Sólo importa expresarlo sin colorearlo de un exotismo que en su origen no tiene. Sólo importa dejarle su cotidianidad, su claroscuro, su ritmo. Y sobre todo dejar que hablen esas voces que bastan, por sí solas, a materializarlo.
La poesía relato es también una historia antigua.
En este libro, nada ha sido simplemente inventado, todo ha sido transformado y por lo tanto reinventado. Pero estoy segura que la verdad no se les escaparía a los protagonistas, quienes podrían ser, un día, sus lectores. Estoy segura, por haberlo experimentado muchas veces: el telar, el árbol desarraigado, la partida del marino, el abandono de la mujer y su petrificación, todo esto no tiene nada de opaco."


[1] Mirella Muià nació en Siderno (Calabria), en 1947. Se licenció en Literatura Francesa en la Sorbona y en la Universidad de Génova, dedicándose a la docencia, por más de veinte años, en la capital francesa. Actualmente reside en Castiglione Cosentino (Calabria), y trabaja como Lectora de Literatura Francesa en la Universidad de Calabria. Ha publicado, en poesía, el libro La Toile / La Tela (Alidades, Le Havre, 1986), en versión francesa e italiana; Empédocle (Alidades, Le Havre, 1997), un poema narrativo, y una novela en francés, Portrait de père inconnu (Alidades, Le Havre, 1988). El resto de su obra poética permanece inédita.



La Madre (I)

Cuando nací
ya existía ese sordo rumor:
alguien tejía,
no supe nunca quién
(¿tal vez una vecina,
una mujer de negro
olvidada?).
No importaba —era siempre
ese sordo sonido
que iba y venía
en un cuarto lejano.
Lo he oído por años.
Cuando nació mi hija
todas estaban
alrededor de mí:
yo buscaba
qué era lo que faltaba
—era ese sordo ruido.
Alejé entonces con mis propias manos
el paño fresco de la frente
y dije a las mujeres que una de ellas
fuera a un cuarto lejano
y se sentara al telar.
Fue así que volví a oírlo,
y hubo de nuevo aquel
escandido silencio.
Mi hija nació en ese silencio.

[La Tela, 1986]







La Madre (IV)

[...]

Se encontraban a veces
en casa
Cuando el padre ya estaba
a punto de partir
llegaba el hijo
Se saludaban
comían juntos una vez
después uno partía nuevamente
y el otro se quedaba un poco todavía
Yo pasaba los días
entre valijas por hacer
y valijas por vaciar
Cuando ya había terminado todo
me daba vergüenza
de sentirme aliviada
y estaba tan cansada
en la casa vacía
que no pensaba en nada
Me quedaba durante algunos días
sentada
las manos sobre las rodillas


[La Tela, 1986]








Diálogo

“Te vi llegar
por el camino que viene del mar
y desaparece detrás de las colinas.
Lo recorríamos juntas, una vez.
No has cambiado: tan sólo
el cuerpo que se encoge,
como el mío.
Prietas somos, pero leves
como piedras de lava.

Hay lugar para las dos.
Para dormir
a mí me basta esta silla.
Tú que vienes de lejos
toma la cama:
quién sabe desde cuándo que no duermes
sobre el jergón de hojas,
pero pronto te acostumbrarás de nuevo
al ligero crujido.
Yo no duermo más en él:
me recuerda demasiado al viento
entre los pastos secos
y las caras de las compañeras retornan a la mente
—yo ya no quiero recordar.
Nosotras debemos estar listas
como viajeros
que parten libres de equipaje:
ya el cuerpo es demasiado lastre.

Te digo
que como tú has cumplido
un camino para mí desconocido
allá en el mundo donde estabas,
así he cumplido el mío, subterráneo
como el alma del torrente de verano
sólo visible por la hierba verde
que señala su oculto recorrido
para los ojos de quien sabe ver.
Y como tú has dejado de amar
las imágenes y las palabras vanas,
así yo me he alejado
de los huecos recuerdos,
de todo lo que es apariencia
y se mueve en el viento
con un frío rumor de cáscaras vacías.
(Hablando
apoyaba las palmas
una al lado de la otra
en las rodillas
como las manos en plegaria de una estatua
cortadas por el tiempo,
yertas sobre el vestido oscuro
como sobre la tierra).

Y aunque no hables
yo leo el resplandor en tu mirada
de lo que has visto
—llamas que brillan como en un incendio
sobre los vidrios de los ventanales:
has ardido en ese fuego
y quizás ardes todavía—,
pero de ti solamente se consume
lo que está destinado a perecer.
Tierra adentro, tal vez, lejos del mar
y del fragor abrupto de los trenes
existan almas iguales a las nuestras
en secreto,
preparándose a morir.
También nosotras hemos llegado al fin
y a mí partir no me entristece
—aunque casi reseco
y casi sin necesidad de nutrirse
como un tronco que bebe y se contenta
con la humedad profunda del terreno,
este cuerpo me pesa demasiado”.

(Pero al verla moverse, levantándose
para llenar los vasos de agua
me pareció su cuerpo
poroso y liviano
como si lo atravesara el aire.
Los gritos de los pájaros nocturnos
envolvían la casa
en la espiral creciente
de una impalpable red).

“He vuelto para morir”,
dije entonces.

(Detrás de la casa, el viento de la noche
había trazado sobre el cielo luminosos surcos.)


[Inédito. París, diciembre de 1986]
[http://eltrabajodelashoras.blogspot.com/2010/06/el-silencio-escandido-del-telar-la.html]

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