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lunes, 24 de enero de 2011

3063.- ROGELIO RAMOS SIGNES


Rogelio Ramos Signes nació en San Juan (Argentina), en 1950; vivió en Rosario, provincia de Santa Fe, en los años 60; y reside en Tucumán desde 1972.
Ha publicado el libro de cuentos Las escamas del señor Crisolaras (1983), las nouvelles Diario del tiempo en la nieve (1985) y En los límites del aire, de Heraldo Cuevas (Premio “Más Allá” a la Mejor Novela de Ciencia Ficción publicada en la Argentina durante 1986), el libro de poemas Soledad del mono en compañía (1994), los volúmenes de artículos en ensayos Polvo de ladrillos (1995), El ombligo de piedra (dos ediciones en 2000 y 2001) y Un erizo en el andamio (2006), en la novela para jóvenes En busca de los vestuarios (2005).
Tiene más de 20 libros inéditos en diferentes disciplinas. Ha sido incluido en varios diccionarios de la literatura y en antologías nacionales e internacionales. Colabora con publicaciones de la Argentina, España, México, Colombia, Venezuela, Chile, Francia y los Estados Unidos.
Parte de su poesía ha sido traducida al francés, y parte de su narrativa, al inglés.





Ars poetica vespertilia

Todavía sentado a la mesa de los sobrevivientes
declaro mi deuda con medio centenar de poetas
a los que aún no he leído.
Los notarios de la literatura pueden fraccionar mi cuerpo
en tantas partes como la ley lo crea conveniente
y / si algo queda de mí /
un dedal de tierra me espera al final de este camino.

Reconozco haber pecado de melancolía
en cinco de cada siete versos escritos
en siete de cada siete versos pensados
y en diez de cada siete versos asumidos.
Sin pudor ni control abusé de las palabras,
de su malevolente representación de la vida.
Pequé de alusión
nombrando a cada cosa por su imagen.
Parodiando a cada objeto en su espasmo fisiológico
pequé por omisión.
Reclamé amores, papeles y linternas.
Sobre los bordes de un jardín humillante de tan verde
tatué axiomas que caducaron a la medianoche.
Blasfemé, escribí cartas, dormí entre los muertos
y / como quien es parte de una fábula /
me levanté temprano. Preparé las valijas.

Todavía sentado a la mesa de los indelebles
y temiendo preguntar por los que faltan,
declaro en contra de mis pocos aciertos
buscando el camino
a no sé qué cielo de portentos largamente prometido.

El vampiro de mi poesía
yace a los pies de una estatua de Quevedo.










Fugacidad eterna

"Nuestros muertos no están muertos,
sólo regresan a los sueños."
(Reynaldo H. Uribe)

En este poema mi padre está vivo
(como en los sueños),
poda sus plantas,
limpia de hojas el diminuto jardín,
habla de fértiles valles en medio del desierto
y espera el encuentro del domingo
donde Independiente posiblemente gane.

En este poema mi padre lee con voracidad,
sin discurso que lo sustente, sin ideología.
Lee por el simple placer de la lectura,
alimento del alma
que sólo consumen algunos seres animados.

En este poema mi padre habla de maderas,
de la siempre misteriosa veta del roble,
del aroma del cedro
que perfuma los dientes de la sierra.
Es el olfato de un hombre
que goza de todos sus sentidos
el que habla por boca de mi padre.
Yo sólo soy un niño de siete años
que escucha y aprende.

En este poema
(al igual que en una fotografía)
mi padre es el tercero desde la izquierda,
el que sonríe como diciendo
"en algo hay que ocupar el tiempo".
Y en su tiempo está vivo.

En este poema
mi padre inicia un nuevo injerto
sobre la rama motora del ciruelo.
Tal vez por eso se lo ve inquieto,
anhelante, lleno de locas expectativas.

En este poema
mi padre vive eternamente.
Pero es el poema
(pequeño, mezquino, dubitativo)
el que no está a la altura de mis necesidades.
Es el poema
(volátil, inexacto, cobarde)
el que no logra que este instante sea eterno.










Digamos Zobeida

"Detén tus pasos, Lógica, no quieras
que se hagan pesimistas los idiotas"
(Almafuerte)

Aquella mujer (digamos Zobeida)
nada sabía de los lenguajes figurados.
Pobrecita Zobeida.
Para ella marmota era marmota
y un gallo era un gallo
nunca el lascivo esposo vigilante
de la verba gongorina
(doméstico del Sol, nuncio canoso)
jamás el barbado de coral
que ciñe su púrpura turbante.

Como toda niña prodigio
(que deja de ser prodigio
cuando deja de ser niña)
Zobeida puso su biblioteca
al cuidado de una motociclista,
y la salud de sus dientes
en manos del café y la nicotina.
Si es de su corazón que debemos hablar,
un borracho diplomado cuidó de él mientras pudo
hasta que (pájaro en cautiverio
que siempre fue) abrió la jaula
a mediados de un año no-bisiesto
y se hizo parte del mundo.

Gente muy suspicaz (que la hay)
me pide que opine sobre zoología,
sobre el eterno poder seductor de las frases latinas,
sobre diminutos ceniceros de ónix,
sobre algunos vinos que se añejan
en un galpón umbrío de Mendoza
e inclusive sobre hostias profanas
que envuelven no sé qué delicioso mazapán.
"Pregúntenle a Zobeida" es mi respuesta.
Creo estar en lo correcto.









Atardecer de invierno

“Me paro en la luz oscura de la calle oscura
y miro mi ventana. Yo nací allí.”
Gregory Corso

Las luces de los modestos talleres
de corte y confección
ya se habían encendido
al costado de un canal de deshielo
que por Zonda y Marquesado bajaban del oeste.

Las luces de las melosas fábricas
de dulce de membrillo
ya se habían encendido
sobre el vapor de unas ollas enormes
con destino de cielo raso
y sin paradas intermedias.

Las luces de las carbonerías
ya se habían encendido
en la promesa de un calorcito que vendría después
con la merienda preparada por mamá
y el negro del carbón se haría rojo fuego
y el rojo se volvería incuestionablemente gris
y el gris, cosa que vuela.
“No soples de tan cerca
que hace mal a los ojos”.
Las luces de una habitación
donde un niño miraba viejas estampas
coloreadas en imprentas que nunca conocería
ya se habían encendido.
De la simplicidad de la llama. De la pasión de la piedra.
a Teodoro








Frente a un afiche lejano y placentero

Una mujer,
una bella modelo
de piel más que perfecta
sostiene en sus dedos un cigarrillo
y lanza al aire el humo que le sobra
después de haber tapizado con él
la intimidad absoluta de sus pulmones.
La imagen ha dado la vuelta al mundo.
Detrás del humo:
su pómulo izquierdo levemente velado
y los canales de Venecia
concurridos de estandartes y de góndolas.
Delante del humo:
el fotógrafo que hizo la toma
(por eso no se lo ve)
y ahora
en un mercadito de Calingasta
donde la cordillera está más acá
del límite de la vista
yo me ahogo
no con el humo del afiche veneciano
que visitó esos pulmones
de mujercita plástica al detalle
que me mira sin descanso,
sino con el polvo de una vereda de tierra
que un niño se empeña en desordenar
corriendo porque sí atrás de una gallina.










Hazte de fábula y échate a la fosa
(o Cuídate del Mauser 1896)

Puesto a beber en la fuente de las corderitas
lobo fue
mas no dejó sus huellas.
Alguien baló, alguien meó, alguien dijo
“asesino”
alguien puso un cartel
“no beberá de esta fuente quien desgarra,
quien produce escozor bajo las lanas”.

Puesta a llorar en la charca inmunda de los lobos
cordera fue
pero nunca ¿por qué? cuerpo ultrajado.
Alguien aulló, alguien meó, alguien dijo
“pobre mujer”
alguien soltó un proyectil harto certero
sobre el cuerpo del lobo que dormía.

Yo sé
(yo sé, yo sé)
que jamás encontraré la moraleja.









Ingeniería del corazón

No todos mis caminos conducen a Roma.
Vientos huracanados
de más de cien desazones por hora
echaron abajo el mejor de mis puentes
(los vecinos más viejos cayeron al vacío).
Lluvias que suceden por debajo de los ojos,
algunos excesos -que fueron muchos-
y esa suerte que siempre está de espaldas
dañaron la carretera más pequeña
(mujeres empantanadas
terminaron desarmándose
en la boca humeante de los lobos).
Pero, aquí me ves
recostado a pesar de la prisa
aguardando la buena voluntad
de obreros que no conozco
y una pizca de miedo.

Dicen que en los caminos
que todavía conducen a Roma
hace mucho calor
y la gente discute sin motivos.

Aquí el frío por momentos es intolerable,
la tinta se cristaliza antes de llegar al papel
y algunas lenguas improvisan saludos.
Hasta donde pude averiguar
nadie sabe quién poda por las noches
el ligustro de los sueños.

El café está prohibido.








Poema de, y acerca de, la piedad

Donde estaba su sabueso rondando cosas nutritivas,
donde estuvo mi silla y cayeron pájaros asesinos
una tarde que andábamos levantándole los ojos
entre tanta desazón, vinieron hombres antinubes
querida hermana
comandante Ernesto
con dulces en las manos vinieron
y eran hombres felices aunque cargaban la cruz.
Les hicimos la pregunta de rigor en estos casos.
Contestaron que mañana, que el jueves,
que algún día de éstos,
que pasadas las lluvias,
que si Telésforo regresaba reluciente de mica
y no sangraba por los brazos,
que si salía el sol media hora más tarde,
que si graznaba la corneja
pero no aquí
sino en Winnipeg (Lago Riverton) Manitoba,
que si lloraban las mujeres
en Pie de Palo, departamento Caucete
y yo te sentaba sobre mis piernas
negros los dos
a veces blanca
las cosas cambiarían.
Les contestamos que sí,
que de piedad ya estaba bueno
y que los hombres en el fondo no son tontos.
Pero te oscureciste de cipreses
que fue un capricho,
un dejarte morir inmolada y tan serena
como murió El De Los Clavos.
Los diarios dijeron
que las cosas cambiarían.
Donde estaba mi hija descifrando el universo
mataron a un anciano que robaba comida
(puedo dar fechas, nombres y lugares)
dolor sobre dolor.
Pero de piedad ya estaba bueno
repetían los diarios,
ya estaba bueno de voltearse a los costados del cuerpo
con una sola madre y un solo castigado
hermano comandante
amiguita mía.
Fue por eso que hicimos la pregunta.
Dijeron que mañana, que el jueves, que pasado
(lo corriente en estos casos),
que la mica de Telésforo
y el sol de los diaguitas,
que la misma corneja graznando en Manitoba.

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